Prisionero del olvido

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Es extraña la manera en la que obra aquello a lo que denominamos destino. Insólito, sinuoso y fortuito, parece tirar de los hilos invisibles de la vida, arrastrándonos por los caminos a su antojo.

Lo último que Aloysius recordaba de su vida antes de despertar en una fría habitación de hospital eran pequeños detalles del accidente que lo había hecho terminar allí. Su pasado, incluso una hora antes de que aquella terrible desgracia ocurriera, era algo que permanecía en las tinieblas del olvido.

¿Por qué estaba en ese auto, en esa calle y en ese momento aquel día? Era un misterio agonizante para sí mismo. A decir verdad, de no ser porque su billetera fue hallada en el lugar del trágico evento, Aloysius no tendría ni idea de que ese era su nombre, no sabría su fecha de nacimiento o el hecho de que tenía una familia, entre otras pocas cosas que, por más que le indicaran quién era él, no le daban ni pista de su verdadera identidad. Era frustrante.

Aloysius sabía que ese era su nombre, que tenía veinticuatro años y que era —y seguía siendo— el único heredero de una familia de abolengo de la ciudad. La señora Herbert, su madre y única pariente cercana, fue quien se presentó en el hospital a reconocerlo luego de recibir la llamada de la policía.

El muchacho podía ver el dolor, la preocupación y el cariño que le profesaba la huesuda mujer. Si bien es cierto que el esmero con el que le llenaba de atenciones y cuidados le provocaba cierta simpatía, además de eso, no sentía nada por ella. No podía recordarla, para él, no era más que una extraña. No era para tomárselo a pecho, lo cierto es que para Aloysius todos resultaban extraños, incluido el joven de rostro macilento y mirada mustia con el que se encontraba al mirarse en el espejo.

Cuando en el hospital se le otorgó el alta, permitió que se le trasladara a la casa veraniega a las afueras de la ciudad donde, le informó la señora Herbert, solían pasar la mayor parte del tiempo. Era una preciosa construcción color adobe, revestida de elegancia por dentro y por fuera, con grandes parcelas verdes por las que se antojaba dar un paseo cuando había buen tiempo. El lugar le pertenecía, había vivido allí y, sin embargo, no significaba nada para él.

Son los recuerdos los que le otorgan el valor a lo que amamos. Es por eso que, por más que la señora Herbert le recitaba día y noche lo mucho que él amaba esa villa, o el gran cariño que le tenía a ella misma, Aloysius no podía amarlos de la misma manera que se le contaba. Aquello le frustraba. El bloqueo en su mente era tan vigoroso que muchas veces él mismo se rendía ante los brazos del desolado pensamiento que le aseguraba nunca sería capaz de recuperar esos recuerdos cuya pérdida tanto insomnio le causaba.

Aloysius solía sentirse como un viejo diario al cuál le habían arrancado la mayoría de sus hojas. No había historias, memorias ni sentimientos. Lo único que quedaba eran páginas en blanco. Y eso es lo que era él, las páginas vacías de un estropeado libro sin historia.

—Usted solía sonreír a menudo, joven —el ama de llaves, que le había llevado una taza de té, interrumpió el silencio frugal que abundaba siempre alrededor de Aloysius. Él levantó la vista, que antes se encontraba perdida en la verde lejanía que se extendía frente a él, y le sonrió—. ¡Oh, justo de esa manera! —celebró con júbilo la amable anciana.

—Me alegra saber que fui feliz alguna vez —respondió con amargura, la habitual sonrisa melancólica insinuándose en sus labios.

La mujer le miró llena de pena.

—Estoy segura de que lo era. Y mucho —aseveró, buscando un poco de alivio para el alma en pena del castaño—. Siempre que venía aquí era una alegría recibirlo. Usted siempre brilló con su personalidad tan encantadora, es por eso que ha sido muy querido incluso entre nosotros, sus sirvientes.

Prisionero del olvidoWhere stories live. Discover now