Capítulo 2: El chico de los recados

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Entro en casa sin hacer ruido. Con un poco de suerte, Kurt no habrá notado la falta del mechero. Ya casi no viene por aquí. Mi idea es colarme en su habitación y dejarlo en su sitio. Pero mi madre tiene el oído de un perro de caza. En cuanto me quito las botas y cuelgo el anorak, la escucho llamarme por encima de la música de los Beatles con la que nos machaca día y noche. Cualquier día de estos voy a sabotear su equipo de música con unas canciones de Nine Inch Nails.

—¿Erik? ¿Ya estás aquí?

¿Y si salgo por la puerta de atrás sin contestar? Joder, ¡qué ganas tengo de marcharme de casa! No me dejan respirar. Demasiado tarde. El rostro dulce de mi madre se asoma por la puerta de la cocina con una sonrisa de bienvenida.

—Venga, tengo bollos de canela recién hechos. ¿Te animas?

Sin poder evitarlo, le devuelvo la sonrisa. No hay muchas cosas que me animen últimamente, pero los bollos de canela son irresistibles.

Entro en la cocina y suelto un gruñido de fastidio al ver las trenzas rubias y la nariz respingona llena de pecas de mi hermana Maia. Es el ser humano más insoportable sobre la faz de la Tierra. Aun así, la adoro.

—¿A qué viene la cara de acelga? —dice la mocosa insolente. La beso en el pelo y tiro con bastante mala leche de una de sus trenzas—. ¡Ay! ¡Mamá!, Erik no para de tirarme del pelo. Qué tienes, ¿diez años?

—Doce, como tú —la chincho, sentado ya junto a ella, y le mango el bollo que ya ha mordido. Solo por fastidiar—. Hola, mamá.

Es ella quien se acerca a darme un beso rápido. En mi casa no somos muy dados a los despliegues de afecto, pero para mi madre, saludar y despedirse con un beso es una ley inquebrantable. Para los hombres, o sea, mi padre, mi hermano y yo, basta con un gruñido. Pero si mi madre o mi hermana están delante, estamos obligados a manifestar nuestro amor incondicional. Pesadas.

—Hola, Erik. ¿Alguna novedad en clase?

—No hace falta que preguntes con ese tono de pánico —respondo ofendido. Ya sé que tiene motivos, pero podría darme al menos el beneficio de la duda—. Todo ha ido bien hoy.

—Ja. Seguro. Además, hueles a tabaco. —Maia me olisquea con expresión de intriga y me pongo rojo como la grana—. Si es que es tabaco.

—¡Cállate, enana! —Tiro de nuevo de su trenza y ella responde agarrando con fuerza un mechón de mi sien. Tengo que rendirme. Es una bestia—. ¡Eh, no te pases!

—He aprendido del mejor —responde con la nariz elevada con suficiencia.

Basta una mirada de mi madre para que nos concentremos en nuestros platos y mantengamos la calma. Miro la hora. Mierda. Me meto el bollo en la boca a presión. Casi me atraganto con el zumo al bebérmelo de golpe al tiempo que me pongo de pie.

—Me voy —anuncio sin dar mayores explicaciones.

—¿Vas a ver a Peta? ¡Voy contigo! —dice Maia, que tira su plato en el fregadero con peligro de cargarse toda la vajilla que hay allí.

—De eso nada. Vete a jugar a las muñecas.

Mi madre reaparece. ¡Es que me huele! No me da tiempo a escabullirme cuando me agarra del cuello del forro polar.

—Erik Thoresen, ¿dónde te crees que vas? Ya puedes lavar los platos, que tu hermana me ha ayudado a poner la mesa y a hacer los bollos —ordena Jana sin contemplaciones—. Y si vas a salir, necesito que hagas unos recados.

—¡Joder, mamá! Acabo de llegar del colegio y ya me estás mangoneando—me quejo con amargura y arrebato el trozo de papel que agita frente a mí. Le echo un vistazo a la lista de la compra y suelto un gemido—. ¡No puedo cargar con todo esto desde el centro!

Grietas en el hieloWhere stories live. Discover now