Capítulo 1: El gimnasio

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Este zulo en el almacén junto al gimnasio es el escondite perfecto. Aparto un potro con el cuero desgarrado en una esquina por el que asoma una esponja algo mohosa, y empujamos entre los dos el plinto. Peta se encarga de arramplar unas cuerdas y unos conos viejos hasta despejar un rincón. El más apartado de la puerta. Sonrío satisfecho con el descubrimiento.
—Hasta tenemos colchonetas —digo mientras amontono un par de ellas contra la esquina. Me dejo caer sobre la lona verde, húmeda y polvorienta, y palmeo el sitio a mi lado—. Imagina las posibilidades.
Sonrío con picardía a mi amiga, que se echa a reír entre gestos de negación.
—Tú siempre pensando en lo mismo. Venga, ¿has traído el mechero? A mí se me ha perdido. —Acomoda su enorme envergadura junto a mí y me mira expectante—. No tenemos mucho tiempo.
Palpo los bolsillos de mi anorak, maldiciendo no recordar dónde demonios lo he puesto.
—Sí. Aquí está. —Saco un mechero de gasolina con un alce grabado y se lo lanzo desafiando sus reflejos—. Se lo he mangado a mi hermano, espero que no lo eche de menos.
—Eres idiota, Erik ¿Por qué no has cogido unas cerillas o algo así?
Me encojo de hombros. No se me ha ocurrido. Entré a curiosear a la habitación de Kurt en busca de revistas porno o algún otro tesoro y estaba allí, encima de la mesa. Y su hermano ni siquiera fumaba.
—¿Tú has traído la maría? —No puedo esconder el entusiasmo en mi voz. Estoy nervioso. El tabaco es una cosa, mango cigarrillos a mi padre desde que tenía catorce años. Pero esto encierra mucho más. Una nueva experiencia. Una manera de salir de este maldito agujero en que se transforma la ciudad en invierno. Evasión. Aunque sea solo por un rato.
Peta se aparta el pelo rubio con las puntas de color azul, algo descuidado, y saca con cuidado una bolsa de plástico.
—Parece orégano —opino mientras toqueteo la hierba. Ella me aparta de un manotazo y se echa a reír.
—Quita. No la estropees. Está muy seca, si la aprietas se hará papilla y no servirá de nada. Ayúdame con esto.
Saca el papel de liar y pone un poco de tabaco. Después lo mezcla con algo de hierba. Miro, hipnotizado, la habilidad de sus dedos con las uñas pintadas de negro y algo mordisqueadas.
—Tacaña —murmuro con cierto resentimiento. Peta añade un poco más, pasa la lengua por el papel, coloca el filtro y termina de liar el porro.
—Toma, niño rico. Me debes cincuenta coronas.
Suelto un bufido, no me lo creo.  La observo a través del flequillo rubio, demasiado largo. Y no demasiado limpio, lo reconozco.
—¿Cincuenta coronas por un porro de mierda?
—Es de primera calidad, niñato. Ya lo verás.
El chispazo del mechero ahuyenta por un momento la oscuridad húmeda en la que estamos sumidos. Un humo azulado se mezcla con el vapor de agua de nuestras respiraciones y pronto un aroma dulzón y penetrante comienza a marearme. Aspiro la primera calada y cierro los ojos para dejarme llevar. El latido de mi corazón se acelera, soy más consciente de la sangre que recorre mis venas. Un bienestar más que bienvenido barre poco a poco mi ansiedad, esta irritabilidad que siento contra todo y contra todos.
—Joder. Sí que es bueno.
Peta sonríe  con languidez y deja caer los párpados sobre sus ojos celestes con pestañas cargadas de rímel. Me fijo en sus labios rosados y gruesos y me inclino hacia ella en un gesto no del todo consciente.
—Cuidado, niño rico. ¿La maría te pone cachondo?
La beso con curiosidad, como hacemos todo, somos inseparables desde la guardería y hemos compartido muchas primeras veces. Es raro. Noto el roce conocido de su boca, pero a la vez está muy lejos de allí. Me siento sumido en una irrealidad, un poco mareado y con la bestia despertando en mi entrepierna. Ella se da cuenta, como siempre, y me acaricia por encima del pantalón. Yo le abro la cazadora y aprieto un pecho con suavidad. Los tiene enormes. Casi no abarco uno de ellos con la mano. Es una de las cosas que más me gustan de ella.
—Tienes las tetas muy grandes —murmuro sobre sus labios. Ella se echa a reír.
—Lo tengo todo grande. Igual que tú —replica divertida. Agarra mi pene con fuerza sobre los vaqueros y aprieta—. ¿Tú no tenías que volver a clase?
Sin piedad, me arranca del momento. Hago un movimiento de muñeca de mala gana y miro mi reloj.
—Mierda. Voy a llegar tarde. ¿Quedamos aquí mañana? —Me levanto y tengo que apoyarme en la pared para reprimir un acceso de náuseas. Vaya mezcla. Un calentón con ganas de vomitar—. Si la cago, me van a expulsar.
—¡Otra vez! —ironiza mi amiga, que extiende la mano en busca de ayuda para incorporarse. La levanto de un tirón y ella responde con un golpe brusco en mi hombro—. ¿Qué vas a hacer al final? ¿Seguirás en este agujero el año que viene?
Disipamos un poco la nube con las manos y salimos entre risas del zulo. Caminamos juntos, hombro con hombro, hacia el edificio principal. Peta, con aquellas agresivas botas militares de tacón es casi tan alta como yo. De hecho, creo que pesamos casi lo mismo. Yo, unos ochenta kilos de puro nervio y músculo. Ella, al menos noventa de grasa y piel.
Pienso un poco antes de contestar. De hecho, llevo pensando en ello desde las notas catastróficas del primer trimestre. Por cierto, estoy en mi último año de la secundaria inferior. Tengo dieciséis años y he pasado de curso por los pelos, gracias a que mi madre me encerró durante todo el verano en casa para estudiar. No me gusta. Es más, odio el instituto. Prefiero mil veces estar en el taller de mi padre, crear cosas con las manos, reparar muebles viejos y fabricar nuevos. Lo estoy ayudando a restaurar un antiguo velero de dos palos y estamos cerca de poder botarlo por fin en el mar. Todo me empuja a marcharme de aquí
—No. No quiero seguir. Me apuntaré al ciclo de carpintería. Esto no es lo mío —reconozco por primera vez en voz alta que todo aquello no tiene ningún sentido—. No me gusta estar encerrado. Estoy cansado de vivir en este pueblacho de mierda. En cuanto pueda, me marcharé.
—¿A dónde?
—No sé. Ya veré. A España.
Peta lanza una risotada que me jode bastante; me mira con cierto desprecio y aprieta el paso sobre la nieve para llegar al edificio principal. Me quedo clavado en el suelo, sorprendido por su actitud.
—¡Claro, niño rico! Vete a la playa a Mallorca, fóllate a las morenitas y olvídate de nosotros —ironiza sin hacer caso de mi amargura—. A veces es una mierda estar contigo, Erik. No paras de quejarte como una vieja. Tienes una vida de puta madre. ¿Quieres cambiarte por mí?
—Podríamos probar —digo, aunque sé que es muy injusto. Le doy una patada a una piedra y lo considero por un momento.
Peta vive en un minúsculo apartamento sobre la tienda de ultramarinos de sus padres. A cambio de la posibilidad de vivir sola, tiene que atender a los clientes desde que sale de clase hasta la hora de cerrar. La explotan. Pero, mientras no hay  clientes, y a veces cuando los hay y ella los ignora, practica sobre piel de cerdo los tatuajes que son su verdadera pasión. O con la de mi espalda. Es extraordinaria. Tengo ya unas runas vikingas hechas por ella y tengo pensado hacerme varios más. Pese a todo, mi amiga me da envidia. Aunque me cueste reconocerlo.
—Tienes suerte. Al menos tú sabes qué hacer con tu vida.
Yo no tengo ni idea de qué hacer con la mía. Lo del ciclo de Carpintería creo que es por inercia —digo entre dientes, reacio a expresar lo que me está pasando.
Solo siento una rabia extraña, que no sé cómo manejar. Un rencor inexplicable, que no sé de dónde viene. Ganas de quedarme inmóvil, sin hacer nada, y a la vez un deseo descarnado de huir muy lejos de allí.
—No sabes lo que dices —murmura Peta. Empuja la puerta y entramos al edificio justo cuando la campana timbra, ensordecedora, llamando a los estudiantes a su lugar—. Nos vemos mañana.
—Igual paso por la tienda después —digo con un gesto de la cabeza como despedida. Me gusta estar con ella. Me da seguridad y no me juzga por ser como soy.
—¡Genial! Tengo que terminar tu tatuaje. Dame un toque cuando salgas de casa y así preparo todo antes de que llegues —grita por encima de las risas de los chicos agolpados en pasillo.
Ella va a clase de dibujo técnico. A mí me toca Física. Todavía no me explico porqué he elegido ciencias. Supongo que porque me resulta más fácil y me gusta la mecánica de las fórmulas y los cálculos, aunque también tenga que empollar. Un golpe seco en el hombro me  saca de mis pensamientos y me desplaza casi un metro por el pasillo.
—Quítate de en medio, imbécil —gruñe Hans, uno de los chicos de último año. ¿Cuántas veces ha repetido? Creo recordar que dos. Es como una institución dentro del colegio y nadie se mete con él. Pero él se mete con todos—. ¿No sabes que debes un respeto a tus superiores?
—Hola, Hans. El respeto se gana. Tu lo único que vas a  ganarte es mi puño en tu boca.
El rojo grana de la cara de aquel bestia delata su rabia, y pienso en engancharme con él en una buena pelea. Pero si llego tarde, sé cuales serán las consecuencias. El director ya está al límite de su paciencia conmigo. He superado con creces el máximo de faltas injustificadas y me han pillado fumando varias veces.
El año pasado me metí en un buen lío con una profesora auxiliar, lo que me costó la expulsión durante un mes entero. Este año... estoy colgando de la cuerda floja.
Mi padre es más laxo al respecto, pero mi madre ha amenazado con enviarme a un internado en Oslo si no rectifico mi actitud. Y no me apetece en lo más mínimo someterme a un régimen militar.
—Señor Thoresen, gracias por honrarnos con su presencia —ironiza el profesor de física, el señor Friedrich, cuando entro por fin a clase. Ha empezado hace diez minutos—. No se siente. Ya que está frente a la pizarra, copie lo que voy a dictar. Ahorre energía. Economice su tiempo y el de los demás.
Unas risas disimuladas y no tan disimuladas recorren el aula y me enervan, me joden. Tiro la mochila en el rincón junto a la papelera y con un suspiro exagerado de resignación, destapo el rotulador y me coloco frente a la pizarra blanca.
—Muy bien, señor Thoresen. ¡Atención todos! Copiad el ejercicio en vuestros cuadernos y resolved el acertijo —nos reta el profesor. Como si eso sirviera de algo—. Si sois capaces.
Copio la fórmula en la pizarra según dicta el viejo y mi cerebro empieza a trabajar en la solución a medida que capta la información. Es fácil. Una vez que has grabado a base de machaque puro la puñetera manera de resolverlo en tu cabeza, claro.
Mientras, pienso que el viejo no es tan malo. Al menos intenta meternos ciencia con un poco de entusiasmo y parece no darme por perdido como otros profesores. Recuerdo muy bien el primer día en clase de Literatura, una de las obligatorias: <<¡Ah! El célebre Erik Thoresen, ya me he enterado de que eres muy diferente a tu hermano Kurt, un chico brillante. Me conformo con que no me alteres la clase y apruebes la asignatura>>. Por supuesto, me concentré en confirmar por qué era muy diferente a mi hermano y a reventarle las clases hasta hacerlo salir un par de veces a acusarme con el Director. Y me he dedicado a contestar los exámenes de tal manera que siempre saco un suficiente raspado. Imbécil...
Resuelvo el acertijo en pocos minutos. Tapo el rotulador y alzo las cejas con arrogancia.
—¿Esto es todo?
—Es todo, señor Thoresen. —Parece que Friedrich está satisfecho y sonríe. Tengo que hacer algo para que no se confíe, pero me reprimo. Ya lo he dicho: me cae bien—. Lo ha hecho perfecto.
—Lo sé. Pan comido.
No puedo evitarlo. Siempre la última palabra. Y siempre hiriente. No suelo insultar, no es mi estilo, pero humillo a los profesores, que me tachan de insolente, cuando la realidad es que sé mucho más que ellos en un montón de temas. Confieso que también me gusta liderar pequeñas rebeliones inofensivas. Lo cierto es que la mayoría de las veces me aburro como una ostra. Tengo que pasar demasiadas horas aquí.  Con algo tengo que entretenerme.
Recojo mi mochila del suelo y sorteo los pupitres hasta la última fila. Mido más de un metro ochenta y mi espalda tapa media pizarra si me siento delante de alguien, así que me han relegado atrás. Sonrío solo un poco al cruzar miradas con algunas de las chicas, mejor guardar las distancias. Aunque quizá Klara quiera ir al cine conmigo. Me gusta que sea tranquila, que no se maquille y que no me mire como si fuera un trozo de carne. El problema es que creo que yo no le gusto a ella.
Me pliego como puedo en la silla, demasiado pequeña para mí, y estrecho la mano de Anders, mi mejor amigo, por encima del pupitre frente a mí.
—¿Listo para el partido de mañana, Erik? Vamos a darle una paliza a esos niñatos de la universidad. Que sepan de qué estamos hechos los hombres del Ártico —susurra escondiéndose tras el compañero de delante—. ¿Quedamos a tomar algo un poco antes?
Adiós a mi plan de cine con Klara. Se me ha olvidado por completo el partido, pero no puedo dejar colgado al equipo, y menos frente a los chulitos de primer año.
Conozco de vista a los chicos que han salido del instituto del año pasado, pero cada año la Universidad de Tromso se llena de pijos del sur que no aguantan ni un tiempo completo sobre el hielo. Será un paseo y me muero de ganas por calzarme los patines. Deslizarse sobre el hielo es una de las mejores cosas de la vida, casi tanto como hacerlo sobre la nieve con la tabla de snowboard. Quizá invite a Klara a ver el partido
No sé cómo, pero la campana que anuncia el final de la clase me da un susto de muerte. No he procesado ni una sola palabra de la clase, de hecho, la pizarra está llena de números y letras, pero, en vez de apuntes, mis dedos se han entretenido en crear un dragón de origami con la hoja que no recuerdo haber arrancado de mi cuaderno.
Necesito tener las manos ocupadas o me vuelvo loco. A veces digo que me encuentro mal o que necesito ir al baño aunque solo sea para moverme un poco.
Meto a toda prisa las cosas esparcidas sobre mi pupitre en la mochila mientras mis compañeros ya abandonan la clase. Otra vez el último. Para tener tantas ganas de pirarme, nunca recojo las cosas antes de que suene la campana porque, como dice mi madre, estoy en mi mundo. La próxima vez programaré una alarma diez minutos antes en mi reloj.
—No tan rápido, señor Thoresen. —Mierda. Friedrich me hace retroceder justo cuando cruzo el umbral de la puerta. Maldito cabrón. Me doy la vuelta e intento mantener el rostro sin expresión pese al fastidio—. ¿Sabe que puedo oler la hierba desde que entró a mi clase?
Aprieto los dientes y no muevo ni un solo músculo. ¡Mierda!
—No sé de lo que me está hablando, profesor —digo con mi mejor cara de póquer.
El viejo se quita las gafas y las limpia con el faldón de la camisa. Carraspea y clava unos ojos grises y cansados en mi.
—¿Crees que yo no he sido joven? Vamos. He vivido los sesenta.
No contesto. Cualquier cosa que diga solo va a empeorar mi situación. Sostengo la mirada, desafiante, y aprieto los labios. Friedrich suelta un suspiro y niega con la cabeza. Llega el momento del sermón.
—Erik, eres un chico inteligente. Tienes una mente despierta para la física y buenas manos en el laboratorio. —Abre los brazos e hace un gesto de estupor—. ¿Por qué te saboteas a ti mismo?
Bajo la cabeza. Lo miro entre los mechones rubios de mi flequillo. El viejo parece desconcertado. Casi intrigado. La pregunta es sincera, al menos eso creo. Y pica más de lo que estoy dispuesto a reconocer. Cuadro los hombros y alzo el mentón al menos quince centímetros por encima del maestro.
—¿Y a usted que coño le importa? —suelto incapaz de contener la rabia. Ignoro al hombre y lo aparto con el hombro para salir por fin del aula. Odio con todas mis fuerzas que me acorralen con verdades a las que no puedo enfrentarme.
—¡Me importa! —Friedrich alza la voz para hacerse oír desde dentro  del aula—. Eres mi alumno y yo no doy una batalla por perdida. ¿Tú sí?
Las palabras del viejo me acechan durante toda la tarde. No soy capaz de atender a una sola palabra de las clases restantes, ni siquiera en biología, que es la única asignatura en la que pongo un poco de empeño.
¿Por qué me autosaboteo? ¿Es eso lo que hago? Es una buena pregunta. Desde que empecé la secundaria, desde que tenía trece años, me siento prisionero de mi  propia vida.
Y no es una mala vida, Peta tiene razón. Mi padre me adora y es indulgente pese a mis muchas cagadas. Mi madre me  mantiene a raya. Los dos me quieren. Idolatro a mi hermano Kurt, once años mayor que yo, y estoy loco por Maia, mi hermana cuatro años más pequeña. Tenemos bastante dinero. Viajamos todos los veranos a Mallorca y conozco casi toda Europa.
También se me da bien y me flipa el hockey. Esquiar. En verano, salgo a navegar siempre que puedo. Soy bueno con las manos, me lo han dicho mil veces. Me gusta trastear con las máquinas y el material de la ferretería industrial. Sé que tengo un futuro asegurado junto a mi padre y a mi hermano en la empresa familiar.
Y entonces...
¿Por qué me siento tan vacío?


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