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Capítulo 3.

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Capítulo 3: Cena en el infierno.

—¡Has hecho trampas!

Negué en pleno baile de la victoria. Juan bufó, como un niño enrabietado y lanzó el mando de la consola sobre el sofá. En la televisión que tenía detrás se anunciaba mi aplastante victoria.

—Tienes que aprender a perder —me mofé, poniendo los brazos en jarras.

—¡Y tú tienes que aprender a ganar! —se quejó, lanzándome un cojín al rostro.

Lo esquivé y volvía al sofá, jadeando un poco debido al efusivo baile. Cerré los ojos, controlando mis pulsaciones. Cuando la adrenalina bajó volví a sentirme nerviosa por la cena de la noche. No me molestaba ir a cenar a casa de los vecinos, pero no me apetecía lo más mínimo cruzarme con su hijo. Ya era bastante tener que compartir las clases con él.

—¿Y si les dices a tus padres que no te encuentras bien?

No me alteró que me hubiese leído el pensamiento, era el efecto colateral de demasiadas horas juntos.

Me puse de rodillas sobre los cojines y esbocé una mueca de disgusto.

—No me van a creer —declaré con penuria. Extendí una mano para arrebatarle las gafas del puente de la nariz. Su rostro se tornó todo borroso—. Soy una pésima mentirosa.

Supongo que debió hacer algo con la cara, pero no lo vi. Bajé los cristales para mirarlo por encima de ellos, parpadeando para ajustar nuevamente mi vista.

—Estás extremadamente ciego.

—No más que la última vez que te las probaste —refutó, quitándomelas.

Se las colocó de nuevo y puso una mueca burlona.

—Pues te tocará soportar a tu vecino durante un tiempo. Aunque no creo que se atreva a decir nada delante de sus padres y tu familia, no es igual que en el instituto.

Asentí.

—En eso tienes razón, ¿otra partida?

Otra vez volví a ganar debido a mi invencible estrategia de toquetear los botones sin tener ni la más mínima idea de para qué servían. Los efectos en mi personaje del juego eran satisfactorios y Juan no era un jugador demasiado bueno, así que la situación estaba bajo control.

Ojalá toda la vida fuese tan simple como golpear aleatoriamente unos botones.

Muy a mi pesar se me terminó haciendo tarde y tuve que irme a casa como le prometí a mi madre. Cuando llegué, no se me dio una tregua.

—Cámbiate.

Mi progenitora me estaba esperando en el pequeño descansillo. Dejé caer las llaves sobre el bol de cristal del mueble de la entrada.

—¿Qué hay de malo en lo que llevo puesto? —pregunté repasando mi atuendo—. Además, los vecinos me vieron ayer e iba el doble de desastrosa.

—Está bien cambiar una primera impresión.

No quería enfrentamiento, así que bajé la cabeza de forma obediente.

—De acuerdo —mascullé, subiendo de dos en dos los escalones de la casa.

Una vez en mi cuarto me permití soltar un grito ahogado de frustración antes de hurgar en mi armario. No sé qué demonios era apropiado por una cena arreglada por compromiso. La mitad de mis prendas eran deportivas y cómodas. Casi me sumergí de cuerpo completo, adentrándome en la parte oscura de mi armario donde rescaté un vestido de flores.

El vecino de enfrente © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora