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Capítulo 2.

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Capítulo 2: Primer día de instituto. 

Estaba a punto de desfallecer de sueño.

Literalmente.

Ahogué un bostezo contra la palma de mi mano. Aquel gesto contorsionó hasta tal grado mi rostro que un par de lágrimas descendieron por mis mejillas. Me coloqué bien las correas de la mochila en la espalda, redistribuyendo el peso e interné en el instituto.

Siendo elprimer día de clases a aquellas horas de la mañana el edificio se encontraba areventar. . Me concentré en localizar a una persona en concreto y logré distinguirlo entre la multitud. Avancé en su dirección, con las energías de un caracol con reuma.

Juan me vio e hizo un gesto con la mano a modo de saludo.

—Buenos días, Mandy.

—¿Buenos? —repetí con un matiz incrédulo—. Tienes un concepto extraño de los buenos días, ¡mierda! Tengo sueño —lloriqueé.

Mi mejor amigo sonrió, divertido. La sonrisa le alcanzó los ojos. Era una de las cosas que me gustaban de él, cuando sonreía, todo su rostro sonreía con él y se iluminaba en cada recoveco. Pero, en esa situación, me irritó.

Cualquier cosa en aquel ambiente me irritaría.

—No estarás tan contento cuando el timbre suena y nos sumerjamos en la locura de segundo de bachillerato —amenacé y me apoyé en la pared, a su lado.

—Puede que tengas razón, hay que aprovechar los últimos instantes de paz, entonces —se echó las gafas sobre el puente de la nariz, reajustándoselas—. Anoche te llamé.

Puse mis labios en forma de o, para proceder a morderme el inferior con expresión afligida.

—¡Lo siento! ¡Lo sé! Tuve un regreso a casa algo difícil. Un camión mató a Becky —Juan alzó las cejas, sorprendido. Asentí—. Y lo raro no terminó ahí. Los nuevos vecinos se instalaron anoche, es un matrimonio con un hijo, una especie de engendro de Satán.

—Vaya —silbó entre dientes, impresionado. Me cogió la mano para examinarme las uñas— ¿Por eso el color negro? ¿Llevas el luto?

Asentí.

Juan posó una mano sobre mi hombro en gesto solemne.

—Que en paz descanse, un minuto de silencio.

Ambos guardamos silencio, aunque no por un minuto entero. No por falta de respeto, más bien por el sonido grosero del timbre que nos lanzó de nuevo a la realidad. Me puse algo nerviosa, pero el histerismo remitió cuando el chico me guiñó un ojo con complicidad.

El verano le había sentado bien.

Estaba más moreno y, por mucho que me repateara admitirlo, más alto. El cabello oscuro se le había aclarado por las puntas debido a las horas al sol y esos pequeños kilos de más que arrastraba desde el inicio de la pubertad ya no existían. Ahora su silueta era fibrosa.

Una duda me asaltó, de repente.

—¿Crees qué he crecido?

Juan achinó los ojos y me escaneó de arriba abajo. Por petición (exigencia) de mi madre había pasado de los pantalones cortos y volvía a tener las piernas apretadas en unos malditos vaqueros.

—Tal vez un centímetro o dos... pero eso te sigue dejando por debajo del metro sesenta.

—¡Oye!

Le empujé con ambas manos en el pecho y él se echó a reír.

Puse un mohín de disgusto.

Cuanto bullying contra las bajitas se gastaban los altos. Tiré de él en dirección a la escalera.

El vecino de enfrente © ✓Donde viven las historias. Descúbrelo ahora