Escena 25

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Escena 25 toma 1

La Ciudad sin Nombre, Octubre de 1940

A lo largo del río se extiende una niebla densa y húmeda, como si las nubes hubieran descendido caminando sobre el agua. La silueta del puente se ha vuelto borrosa. Es un fantasma oscuro y diluido, como una mancha de tinta. Desde el puerto fluvial, tomando caladas profundas de un cigarrillo agonizante cuya brasa ya casi le quema los dedos, Elliot contempla a un cuervo.

El pájaro tiene las plumas de un negro casi azulado y picotea unos restos de papel que el viento no ha conseguido llevarse. Es otoño, y es la mejor época del año para pasear cerca del puente colgante. Pero dentro de unos meses ese puente ya no estará ahí, ni tampoco el edificio grande que se eleva a su derecha, con columnas y capiteles clásicos que desafían al tiempo y altas ventanas cuadradas cuyos cristales reflejan el sol de la tarde. No, dentro de unos meses todo eso desaparecerá, siendo sustituido por un escenario diferente, más moderno, dicen. Más útil.

No le molesta excesivamente. Es su trabajo, y siempre ha sido así. Desde antes de firmar con la Organización ha sido siempre un creador de espejismos y estrellas fugaces, de belleza atemporal que, paradójicamente, solo vive durante un tiempo limitado. Así es el ilusionismo. Perecedero.

Por eso prefiere mirar al cuervo. Hacer el puente fue un reto maravilloso. Puso a prueba su inteligencia y su potencial, y disfrutó, ah, cómo disfrutó llevándolo a cabo. Pero una vez hecho, su existencia solo es un trofeo, un recuerdo de la verdadera magia. Los hombres y las mujeres de la Ilusión lo admiran. Felicitaron al arquitecto que soñó haberse hecho cargo del proyecto y le pagaron una gran suma de dinero que no vale nada. En la realidad no era más que un durmiente escuálido lleno de telas de araña tejidas por los esclavistas que estrujaba entre los dedos restos de papel deshecho, con una turbia sonrisa en la boca desdentada.

El ruido del motor le hace volver el rostro hacia la carretera. El cuervo levanta el vuelo y las ruedas oscuras aplastan los restos del viejo periódico. Elliot esboza media sonrisa, pero aguarda. Cuando su maestro haya detenido el coche, saldrá e irá a su encuentro. Puede que se estrechen la mano, o tal vez se abracen. Hablarán y tomarán un café, quizá una copa. Después... después podrán darse la bienvenida como es debido.

El vehículo se detiene junto a dos grandes contenedores de carga medio oxidados.

Han pasado quince años. Es mucho tiempo. Ha sido la ausencia más larga entre los dos, pero así son las cosas. Estar en la Organización significa estar donde se te necesita y trabajar en lo que te dicen. Si tienes que pasar quince años en otra parte de la realidad, lo haces. Elliot ha tenido que quedarse en la Ilusión, ocupándose del mantenimiento junto con otros colegas mientras Liam, Senaqerib y Darak se encargaban de los nuevos diseños. Asuntos de ilusionistas experimentados.

La puerta del coche se abre y la conocida figura de Liam se muestra al fin. Lleva un abrigo negro de paño y sombrero, el bastón en la mano y guantes de piel. Da un rodeo para abrir la portezuela del otro lado. Elliot entrecierra los ojos, confuso.

Liam no viene solo.

Ella surge de entre las sombras igual que un rayo de luz. Tiene una piel preciosa, blanca como el alabastro y grandes ojos castaños. Es rubia como un ángel. Lleva el pelo a la moda, cortado sobre los hombros y ondulado en líneas perfectas que se pegan a su cráneo y su cuello, enmarcándola igual que una orla dorada. El sombrero ladeado y el traje de cóctel son de color beige, con cinturón y guantes negros, zapatos de tacón y una estola de piel.

Liam la ayuda a bajar y ella le sonríe. Carmín rojo y dientes como perlas. Juntos, se acercan a Elliot y también juntos le miran con afecto. Él no sabe qué decir.

Flores de Asfalto II: La SalamandraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora