Escena 23

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Escena 23, toma 1

Recuerdo aquellos momentos como si fueran parte de un sueño febril. Irónicamente, al desmoronarse la Ilusión todos quedábamos expuestos, fijados en el mundo real sin posibilidad de eludirlo. Era la realidad. Y sin embargo, parecía una alucinación.

Así es como funcionan las cosas. El escenario que la Organización recrea, con el visto bueno de los Vigilantes, da la impresión de ser más real que la verdad. Como prueba de ello, las consecuencias de esos pocos minutos de derrumbamiento fueron devastadoras en la población de la ciudad. La gente entró en estado de shock. Hubo crisis de ausencia, ataques de pánico, convulsiones y una epidemia masiva de desmayos. La mente humana no está preparada para cambios tan bruscos en la percepción, al menos es lo que sucede con la mayoría.

Cuando el cielo se abrió y vimos las estrellas, yo estaba aún mareado porque acababa de comerme a un satur. Había absorbido su energía hasta matarle, y eso es el equivalente a un empacho y una borrachera, más o menos. La Ilusión se derrumbó y la niebla desapareció, barrida por un soplo de aire tan ozónico que me hizo daño en los pulmones.

Y en ausencia de la niebla, entre los engendros cundió el pánico. Los satures que quedaban en pie se arrastraron desesperadamente hacia las sombras, profiriendo espeluznantes gritos. Los agentes huyeron hacia sus coches, y de alguna parte vi descolgarse un esclavista y salir huyendo como una araña atormentada. Luego, algunos de los amigos de Marcus se desplomaron sobre el suelo casi al unísono. Entre los que quedaron en pie empezó a reinar la histeria. Uno se puso a gritar y a hiperventilar. Otros seguían aturdidos, mirando al cielo y luego alrededor, sin saber dónde estaban ni qué les ocurría. Y eso que no podían verse. En la realidad tenían un aspecto muy distinto al que lucían en la Ilusión: demacrados, sucios, con profundas ojeras, vistiendo harapos y con la piel teñida de un insano color amarillento. Algunos aún tenían restos de pólipos pegados a la cara o a la espalda. Me sentí mal por ellos. Pobres cosechas...

—Esto no está pasando —murmuró Darren.

Me giré hacia él. Estaba inmóvil, con la pistola en la mano. Su camiseta tenía agujeros y quemaduras. Llevaba el pelo sucio y la barba mucho más crecida y tenía los ojos hundidos y apagados. Marcus también parecía conmocionado. Su situación era aún peor: el pelo le llegaba hasta casi las rodillas y estaba escuálido, plagado de pólipos y cubierto de telas de araña. Se le marcaban los huesos de la cara y los ojos le brillaban con una intensidad demente.

Lot también les estaba mirando. Reaccionó, tirándole de la manga a su maestro.

—Liam. Liam, hay que hacer algo.

—¿Qué...?

—Hay que hacer algo con esta gente.

El maestro ilusionista volvió en sí y tras reflexionar unos segundos se giró hacia la awen, que permanecía en pie en el centro de la plaza, custodiada por los Guardianes. Levantó la voz para hacerse oír.

—Vamos a ejecutar el Nidra. ¿Tenéis algún inconveniente?

La awen fijó sus resplandecientes ojos en el hombre que le hablaba. Su figura apenas podía distinguirse tras dos de los Guardianes, que cerraron filas ante ella como si desearan protegerla de la propia voz de Liam. Finalmente, la muchacha asintió con la cabeza.

—Adelante. Estamos de acuerdo.

Me volví hacia Lot, confuso y abotargado.

—¿Qué es eso del Nidra?

Pero mi amante ya no me escuchaba. Él y Liam se habían puesto en movimiento casi al unísono, con una coordinación tan perfecta que parecía ensayada. Se colocaron detrás de Darren y Marcus y les cubrieron los ojos con la mano, susurrando en sus oídos. No pude escuchar las palabras, pero sentí vibrar el aire sucio con ellas y vi cómo los ojos de los ilusionistas se iluminaban de forma antinatural.

Flores de Asfalto II: La SalamandraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora