Capítulo 5. Gato

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La sala de espera estaba medio llena; unas cuarenta personas ubicadas bajo la luz fluorescente. La mayoría parecían de origen magrebí. Nada que sorprendiera a Raúl, ya que una gran parte de la población de la zona tenía el Islam como su religión, y su número iba en aumento día a día.

A aquellas horas de la noche, las caras eran todo un poema. Había personas que ocupaban más de un asiento, intentando dormir echados sobre las sillas de plástico mientras el aire acondicionado estaba demasiado alto. Al fondo de la sala un par de técnicos, subidos a una escalera plegable, había desmontado las placas del falso techo y parecía estar peleándose con un montón de cables mientras un niño de unos ocho años se empeñaba en querer aplastar el botón de selección de bebidas de una máquina de refrescos. Su padre se acercó poco después para regañarle. A escasos metros de ellos, el «Cerillas» —así había decidido llamar Raúl al chulo latino a partir de ese momento— descansaba en una hilera de sillas que casi estaba vacía. Se había cruzado de piernas, con toda comodidad, y leía una revista mientras alzaba de vez en cuando la vista en dirección a la entrada.

Raúl escogió un asiento, al final de una de las filas, junto al pasillo. Una pareja árabe estaba sentada frente a él con una niña durmiendo entre los brazos de su madre. El padre le miró a los ojos con desconfianza, protector. Raúl desvió la mirada y contempló el montón de revistas que había en la mesita, a su derecha. Manoseó entre ellas y extrajo lo que parecía ser un ejemplar atrasado de La Vanguardia. En el bar no la recibían. A Miquel no le gustaba aquella publicación; prefería proporcionar a sus clientes El Periódico y otros diarios locales. Presumía de una clientela de izquierdas.

Una imagen de la portada llamó poderosamente su atención, eclipsando al resto de noticias.

—¿Quién cojones es éste? —se preguntó.

El retrato-robot de un encapuchado le devolvió la mirada. En un primer momento pensó que se trataba de un activista de ETA. Nada más lejos de lo que rezaba el titular. Al parecer se trataba de un tipo dedicado a limpiar las calles de indeseables a base de hostias, sin rendir cuentas a nadie, fuera de la ley.

Raúl la leyó con un interés que removía algo extraño en su interior, algo que se negaba a seguir dormido. Sin embargo no tuvo tiempo de terminarla, ya que el vibrador del móvil del «Cerillas» reclamó su atención.

El matón comprobó la pantalla. Luego se levantó, dejó el periódico en la silla y caminó directo hacia al mostrador de la entrada. 

—Let’s rock —murmuró Raúl entre dientes.

El tipo salió al exterior a través de la puerta de urgencias. Esta vez parecía llevar prisa y tener muy claro su recorrido. Raúl salió detrás de él, manteniendo la distancia, y lo siguió mientras bajaba por la calle en dirección a la parte antigua del hospital. Cuando llegó a la esquina se detuvo y miró hacia su derecha. Hizo un gesto con la mano y unas luces se encendieron, seguidas por el arranque de un motor. Una ambulancia.

El vehículo entró en el complejo del hospital tras los pasos del «Cerillas». Raúl se ocultó bajo la sombra de un ciprés, mientras los observaba avanzar hacia los edificios más antiguos del lugar, hasta que los perdió cuando giraron por una de las calles laterales.

Entonces cruzó el patio con rapidez, los cien metros que lo separaban de la esquina tras la que habían desaparecido. Para cuando la alcanzó, sintió su mano temblar al apoyarla sobre la pared de ladrillo. Un sudor frío le empapaba mientras sentía su corazón golpear contra el pecho.

—Ya no soportas la adrenalina como lo hacías antes, ¿verdad? Sabes que no vas a poder hacerlo solo, chaval —resonó la voz que solía torturarle desde el interior de su mente.

Tiempo de Héroes - Acto 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora