Capítulo 4

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  • Dedicado a Editorial Alfaguara México
                                    

Capítulo 4 - 11 de octubre de 1992

Dos meses sin ver aquellos preciosos ojos verdes, más de sesenta días sin besar sus labios sin sentir el calor de su cuerpo. Cada día había sido un suplicio, un infierno, una eternidad. Conseguí algo de dinero para pagarme el viaje, para ello tuve que vender mi bicicleta de carreras junto con las escasas cosas que poseía de valor. María consiguió arreglarlo convenciendo a sus padres para que me acogiesen unos días en su casa. No sé que historia les había contado: que éramos familia lejana por parte de su abuelo que vivió en el pueblo.

El transporte más económico era el autobús, claro que también era el más incómodo y el que más tardaba. Desde niño había tenido algunas malas experiencias viajando por carretera, normalmente la cabeza comenzaba a darme vueltas y terminaba por echar la comida; aunque un autobús es diferente, además los modernos, llevan televisor, hilo musical, asientos reclinables y hasta cuarto de baño.

Esa mañana me levanté temprano, había puesto el despertador a las siete, pero a las seis ya no podía dormir más, llevaba dando vueltas en la cama desde las cuatro. Me fui directo a la cocina pensando en desayunar algo, pero tenía una acidez de estómago que me hacía dudar. Como de costumbre, no había nada en la nevera, bueno, sí lo apetecible para un buen desayuno: cebolletas, altramuces y pepinillos en vinagre. Al ver aquellos alimentos, el estómago se me encogió emitiendo un sonido espantoso, lo mejor será que me tome una manzanilla…

Salí de casa con el estómago caliente por la infusión y me dirigí hacia la estación de tren. Para llegar a la parada de autobuses debía coger primero el tren y más tarde el metro.

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Es lo que tiene vivir en las afueras, en una de esas ciudades que se han ganado el nombre de dormitorio, donde no hay nada de nada. Es bastante contradictorio decir que vives en la capital cuando, para ir a un museo, a ver una obra de teatro o solucionar cualquier documentación tienes que coger tren y metro y, en algunas ocasiones, echarte la merienda, ya que el viaje medio suele alcanzar las dos horas. Es una de las tantas y tantas contradicciones de la sociedad en la que vivimos: tenemos todas las desventajas de vivir cerca de la ciudad: contaminación, atascos, inseguridad ciudadana, pisos más pequeños que muchas celdas y encima hay que trabajar durante cincuenta años para poder pagarlos; a cambio, tenemos el centro de la ciudad a más o menos una hora en un transporte público masificado en el que nos introducen en los vagones a empujones y marchamos como sardinas enlatadas.

Después de caminar a paso resuelto durante quince minutos entré en la estación de cercanías y poco después subí al tren. Parecía que la manzanilla solucionó el problema de acidez, pero mi vejiga comenzaba a estar cada vez más hinchada. Bueno, supuse que aguantaría, pero las paradas eran demasiado largas, multitud de gente subía y bajaba del vagón y el tren tenía que parar durante más tiempo de lo habitual. Comenzaron a darme calambres en el vientre y supe que no aguantaría, así que decidí bajar de inmediato en la siguiente estación. Me puse en pie y, luchando contra la multitud, conseguí abrirme camino hasta la puerta. No podía aguantar un minuto más y el tren no paraba. ¡Detente, detente! –pensé apunto de orinarme encima-. Las puertas se abrieron y la avalancha de personas me arrastró al exterior casi llevándome a la fuerza por el andén como una ola furiosa. En breve el gentío se evaporó dejándome solo en la estación. Esta, como la mayoría de estaciones, era subterránea y en su interior se respiraba un aire viciado con

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olor a alcantarilla. Miré hacia uno y otro lado buscando alguna señal que indicase los lavabos, pero no encontré nada, estuve a punto de ponerme a mear en la pared pero por todas partes había cámaras de vigilancia. Me acerqué corriendo a la taquilla, pero estaba cerrada desde que introdujesen esas máquinas automáticas expendedoras de billetes, en muchas estaciones no había nadie. Por fin me encontré con un vigilante y le pregunté por los baños.

Compañía Nº12Donde viven las historias. Descúbrelo ahora