Capítulo 8

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—Toma —mi jefe me da una pastilla y un vaso de agua—. Necesitas ibuprofeno como agua de mayo.

Me trago el comprimido con un sorbo de agua y doy las gracias tímidamente.

Estamos sentados en los taburetes altos que Clara y yo compramos al mudarnos y que nos sirven para desayunar sobre una bonita y elevada encimera de granito.

Varios muffins de chocolate se apiñan en una fuente que ha puesto Rafa al lado de las dos tazas de café.

—Son sin gluten —me dice con una gran sonrisa.

Nos miramos.

—No acabo de entender por qué estás aquí —vuelvo a repetir—. ¿Seguro que no pasó... Nada? ¿Por qué Clara no está?

—Ya te lo he dicho, Clara ha ido a hacer algo de compra. Ayer os encontré sentadas en mi portal, estabas mareada y os acompañé a casa. Después te desmayaste y tuve que ayudar a tu amiga a subirte hasta el sofá.

—¿Pero has dormido aquí? —pregunto.

Me siento muy pero que muy avergonzada de mí misma. ¿Se puede tener más mala suerte que encontrarte con tu jefe cuando estás más borracha que una cuba?

—No, tranquila. He venido esta mañana a traerte desayuno y a ver cómo estabas. Me quedé preocupado.

Se levanta del taburete y apoya una mano sobre mi hombro.

—Pero ya estoy más tranquilo. Ahora solo tienes una resaca monumental.

Reprimo una sonrisa y el impulso de llevar mi mano a la suya. ¿Estaba preocupado por mí? Sacudo la cabeza.

—Pues... No sé que decir. Siento mucho que me hayas visto así —le respondo—. De verdad, me da mucha vergüenza... No esperaba que fuese a encontrarme contigo. Lo siento mucho.

—No te disculpes. La culpa es mía. Entiendo que la situación se ha vuelto tensa e incómoda para ti desde que sabes que soy... Bueno, el jefe de servicio.

Toma asiento otra vez. Al pasar por mi lado descubro un tenue olor a champú y a detergente. Tiene el pelo húmedo y lleva un bonito jersey trenzado de color marrón que deja adivinar la silueta de unos brazos bien trabajados.

— ¿Y para ti no se ha vuelto tensa e incómoda? ¿Qué dirían los demás si se enteraran?

—¿Si se enteraran de qué, exactamente? —pregunta muy serio.

Sus ojos oscuros son los culpables de que mi mente se quede completamente en blanco.

—Pues de... No sé.

—¿De que hemos comido pizza juntos, te has abierto la cabeza en el gimnasio y te he encontrado borracha en la puerta de mi casa? —pregunta con una media sonrisa.

—Tal y como lo dices... La que sale perdiendo soy yo —digo riéndome—. Parece que no se me puede sacar de casa. Díos mío, qué ridícula soy... —entierro la cara entre mis manos.

—Mira, somos amigos. Ha surgido así. Da la casualidad que soy tu jefe, pues sí. Pero no pasa nada. Es mejor que seamos amigos a que nos llevemos mal y me odies, ¿no? —razona él asépticamente.

—Bueno, visto así... —doy ligeramente mi brazo a torcer.

Sin embargo, en mi fuero interno sé que no es mi amigo. No puede serlo. No lo veo como a un oso de peluche gigante al que pedirle favores y contarle mis dolores menstruales.

Me gusta. Me pone. Me estresa cuando lo veo. Y eso no pasa con los que son solo amigos. No soporto su olor a limpio ni sus camisas perfectamente desarregladas. Y esa espalda. Y esa sonrisa.

Bueno, se me pasará. Este tipo de atracciones tormentosas no suelen durar mucho más de dos meses. Así que no debería preocuparme. Lo que debería de hacer es mantenerme ocupada y alejarme de él.

—Se te va a quedar frío el café —me dice—. Necesitas comer, es vital para superar la resaca.

—Por cierto... —voy a hacer una de esas preguntas de las que quizá no debería querer conocer la respuesta.

—¿Sí?

—¿Ayer dije o hice algo... De lo que deba avergonzarme? Ten en cuenta que estaba enajenada... Y no recuerdo haber bebido mucho más que media botella de vino...

—Bueno, los borrachos y los niños siempre dicen la verdad, ¿no? —responde divertido.

Me pongo pálida como un cirio pascual. ¿Qué verdad?

—¿Qué dije?

—Sólo cosas buenas. Nada de lo que debas arrepentirte. Me subiste mucho la moral —y empieza a reírse a carcajadas.

—Bueno, dejémoslo.

—Entonces, ¿amigos? —me pregunta.

Le miro de reojo mientras le quito el papelito al Muffin.

—Está bien. Pero procuraré que no tengas que sacarme de más berenjenales... Va a parecer que eres mi padre.

—Eso sí que no. Ni de coña. Padre solo tienes uno y no soy yo —responde con una firmeza que roza el enfado, tanto que temo haber dicho algo malo—. ¿Amigos, entonces? —pregunta después, más relajado.

—Amigos —digo poco convencida.

Nos estrechamos la mano y un calambre me recorre entera.

Más me vale no volverle a ver en un par de meses, al menos, hasta que se me pase la tontería.

***

Cuando Clara regresa, Rafa ya se ha marchado. Su manera de dejar las bolsas del súper en la cocina, tan brusca, me pone alerta.

—¿Estás muy enfadada?

Se gira y resopla mientras se quita el abrigo y lo cuelga en el perchero blanco que hay junto a la entrada.

—Le dijiste a nuestro jefe: " qué guapo eres, que bien hueles, eres maravilloso, ojalá no fueras mi jefe"... ¿Quieres que siga?

Unas náuseas terribles se apoderan de mí. Me siento en el sofá. Me tiemblan las manos.

—No me jodas... —susurro—. Si acabo de desayunar con él y... No me ha dicho nada.

Clara se empieza a reír. Después se sienta a mi lado.

—Mira, no te culpo. Lo encontramos de casualidad. Pero te juro que no te voy a dejar beber más. Pierdes totalmente el control —me dice cariñosamente—. Aunque bueno, no creo que a él le haya importado, da la impresión de que le gustas.

Abro mucho los ojos.

—¡Pero qué dices!

—¿Qué tío va a venir a traerte muffins sin gluten para desayunar después de verte tan borracha?

—Pues... Pues un hombre responsable y buena gente.

—¿Buena gente? No, querida. Sólo espero que no te complique la vida.

—¡Te juro que creía que era traumatólogo hasta que apareció en la sala de reuniones presentándose como el jefe! —sollozo.

Clara pone su mano en mi rodilla y me sonríe tranquilizadoramente.

—No te aflijas. Si es verdad lo que dices, no ha pasado nada entre vosotros ¿no? Pues procura que siga siendo así y te ahorrarás problemas.

Asiento en silencio.

—He comprado nachos y guacamole —dice mi amiga—. Y creo que podríamos terminar de ver la temporada de Pequeñas Mentirosas.

Nos miramos. Somos como hermanas. Dudo de que mi propia madre me conozca mejor que Clara.

—Sí, me parece bien.


Amor sin gluten / Cristina González 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora