Capítulo 4

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Lo bueno de disfrutar un fin de semana en casa es que puedes volver a ser una niña durante dos días y dejarte mimar por papá y mamá. Lo malo, es la paliza que suponen diez horas de autobús (cinco de ida y cinco de vuelta) y después regresar el lunes y entrar de guardia de veinticuatro horas en urgencias.

—Ay, qué sueño tengo... —repito una y otra vez desde el asiento del copiloto.

Clara resopla.

—Deberías tomarte un café cuando lleguemos —dice ella mientras aparca—. Y no haberte quedado ayer viendo Netflix hasta las dos de la mañana, amiga.

Olvidé mencionar eso. Lo cierto es que dormí durante todo el viaje y luego, por la noche, me atacó el insomnio (y el hambre). Clara aparca el coche en su plaza de parking y después caminamos juntas los diez minutos a pie que se tarda en llegar al hospital. En concreto, hasta el cuartito donde se encuentran, escondidas del mundo, nuestras taquillas y vestuarios.

Me pongo el pijama verde y doblo mis pantalones y mi jersey para guardarlos con cariño en uno de los dos estantes de mi pequeño zulo. Después me cubro con la bata blanca y compruebo que llevo todo lo necesario: mi chapa acreditativa con mi nombre y apellidos, mi fonendo, mi pulsioxímetro (el tamagochi ese que usamos para medir la saturación de oxígeno), dos bolígrafos y un diminuto manual médico de bolsillo sobre las cosas más importantes que se deben saber para trabajar en la urgencia (sobre todo muy útil cuando tienes que tratar el sodio bajo o el potasio demasiado alto ya que ajustar los sueros es un cacao tremendo y es casi imposible sabérselo de memoria a no ser que todos los días de tu vida te veas obligado a hacerlo). También introduzco un billete de cinco euros en el bolsillo, el móvil, bálsamo labial y un minifrasco de colonia que sirve para cuando los pacientes vomitan en la consulta y no quieres morir apestada.

Cierro mi taquilla con llave y salgo de los vestuarios. Clara y yo nos despedimos. Ella está rotando en infecciosas y yo en medicina interna.

Los días de diario (de lunes a viernes), trabajamos de ocho a tres en el lugar en el que nos corresponde, ya sea una planta de hospitalización o una consulta de uno u otro servicio según nuestro calendario de formación. Pero a las tres de la tarde nos incorporamos a las Urgencias donde estaremos trabajando hasta las ocho de la mañana del día siguiente y, si la cosa va bien, dormiremos dos o tres horas de la noche. Pero sólo si la cosa va muy, pero que muy bien.

Llego a mi planta de medicina interna, y allí en la salita de trabajo encuentro cinco ordenadores vacíos. Es muy temprano y aún no ha llegado el médico adjunto con el que estoy trabajando ni los otros residentes que conforman el equipo.

Inicio mi sesión y abro Selene. Allí busco los pacientes a cargo de mi adjunto y leo los últimos evolutivos y las notas de enfermería de la mañana.

Me detengo en especial en una señora de cien años. La conozco desde la semana pasada y puedo decir que se trata de una mujer adorable, de cabellos blancos y facciones muy suaves pese a sus arrugas centenarias. Siempre nos recibe con una sonrisa y una frase amable, aunque habitualmente termina diciendo que desde que su marido murió, ella sólo está esperando a reunirse con él. A lo que mi adjunto suele preguntar que si desea la visita del psiquiatra y la señora, tan humorística ella, dice que solo quiere que venga a verla si es guapo.

Sonrío al recordar sus palabras.

Con suerte hoy se irá de alta. Ya no queda ni rastro de la neumonía que la trajo al hospital y no necesita ni una gota de oxígeno para mantener vivo ese cuerpo del siglo pasado. Un cuerpo que por poco no ha vivido las dos guerras mundiales.

Finalmente, media hora más tarde, el equipo se completa y hacemos el pase de visita. Modificamos los tratamientos, pedimos las analíticas, hablamos con las enfermeras y escribimos los evolutivos.

Amor sin gluten / Cristina González 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora