Capítulo 7

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No he vuelto a ver a Rafa en toda la semana. El martes hice el pase de visita con Iria y aprendí a utilizar una herramienta llamada Farma Tools que solemos utilizar para prescripción de quimioterapias, sueros y demás. El miércoles fuimos a las ocho de la mañana a la sesión del servicio sobre trombocitopenias autoinumnes y después hicimos el pase de visita. El jueves tuvimos comité de trasplantes (de médula ósea) en el que todo el equipo de hematología repasó la agenda de las próximas semanas paciente a paciente. Casi me quedo dormida en mitad de la reunión. Después, tocó pase de visita. Y hoy es viernes.

Es magnífico experimentar una semana completa sin tener guardia ni un solo día. He recuperado la vitalidad de una persona de mi edad, aunque toda la energía la malgaste después en comerme la cabeza con mi jefe. En otear los pasillos en busca de su silueta o en quedarme mirando el recién estrenado letrero que hay en la puerta de su despacho con su nombre completo. "Rafael García" "Jefe de servicio" "Hematología".

Ya decía yo que sabía muchas cosas como para ser traumatológo (con todos mis respetos hacia los traumatólogos).

Son las cuatro de la tarde cuando estoy bajando las escaleras mecánicas del metro de Madrid al galope. Llego al andén justo antes de que se cierren las puertas del tren, con el tiempo justo de colarme en el último vagón.

Una vez dentro, me quito la cazadora de cuero y me remango el jersey negro. Hay mucha gente y me muero de calor.

—Helena —escucho detrás de mí.

Me giro sobresaltada.

Esa voz es inconfundible.

Rafa me sonríe.

—Hola, no te había visto, perdona —respondo avergonzada.

Me tambalean las rodillas y una gota de sudor recorre mi sien. Maldigo mi falta de dominio sobre mis nervios.

—Ya he visto que venías corriendo, ¿qué tal ha ido tu primera semana en la planta? —pregunta.

Intento sostenerle la mirada pero me resulta muy difícil. No puedo con esos ojos negros. Me da la sensación de que se cuelan en mi mente y adivinan todo lo que sucede en ella.

—Bien, estoy aprendiendo mucho —digo y me callo.

Y no sé qué más añadir. Ni si quiera me atrevo a preguntarle a él: "¿qué tal tu primera semana como jefe?". No, ni de coña, vamos. Eso a un jefe no se le pregunta. Dios mío, ¿y como ha llegado a ser jefe con tan solo cuarenta y un años? Parece increíblemente joven y tiene una especie de sana adicción a las camisas blancas y a los vaqueros oscuros.

—¿Vas a hacer algo esta noche? —mi jefe vuelve a la carga.

Le miro a los ojos una milésima de segundo y vuelvo a mirar al suelo. Noto los latidos en mi cuello y me sudan las manos. ¿Qué quiere decir con eso?

—La verdad... No lo sé. Supongo que saldré y eso... Como siempre —balbuceo.

Vuelvo a mirar hacia arriba y veo su sonrisa perfecta. Me tiemblan las piernas y no sé si es porque me vuelve loca o porque le tengo respeto por ser mi jefe.

—Yo también, saldré a tomar algo. Para eso son los viernes, ¿no? Hay que despejarse un poco.

Asiento con la cabeza y esbozo una sonrisa de cortesía. El tren se detiene y, con bastante alivio, veo que ya he llegado a mi parada.

—¿Te bajas aquí? —pregunta él.

—Sí, ¿por?

—Yo también —responde.

Amor sin gluten / Cristina González 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora