Capítulo 6

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Nunca había tomado tanto ibuprofeno. El dolor de la cicatriz ha tardado como un mes en aplacarse y las guardias que he trabajado en dicho periodo han sido infernales, y no solo por la carga asistencial, si no por el martilleo constante sobre mi nuca.

No he vuelto al gimnasio en estos días y no lo haré hasta que la herida termine de cerrar y mi dignidad se recupere. Además, la idea de encontrarme nuevamente con él me produce sentimientos opuestos. Por un lado estoy deseando ver su sonrisa y escuchar su voz y por otro me aterra que acabe ocurriendo algo entre nosotros. No sé si estoy preparada para meterme en otro torbellino emocional con un hombre que es mucho mayor que yo y que además puede traerme problemas en el trabajo. No me apetece ser la comidilla del hospital.

De pronto recuerdo a Clara. Y al cirujano. Ambos parecían avergonzados cuando los encontré en casa. Por lo menos llevaban la ropa puesta.

Mi amiga todavía no ha dado el temido paso de confesarle a su novio que ya no puede corresponderle como él espera. Y no voy a ser yo quien la presione. Las amigas no estamos para eso. A veces solo toca observar, apoyar o callar. Y, ante todo, respetar y abstenerse de emitir juicios de valor.

Me miro en el espejo. Este fin de semana he dormido doce horas por noche y unas siestas más bien largas. Esto se refleja en mi piel, mucho más tersa y menos grisácea que otras veces. Además me han desaparecido las ojeras.

Me lavo la cara con agua fría y después me aplico mi crema hidratante de día. Después vuelvo al cuarto y me visto con unas medias grises y un vestido verde oscuro, sobrio, que llega hasta la rodilla y que queda fantástico con unas botas negras de tacón.

Normalmente no suelo arreglarme tanto para ir al hospital, pero hoy es uno de esos días en los que me siento más coqueta que de costumbre y me apetece verme guapa. ¿Por qué no?

Desayuno sola. Clara estuvo de guardia anoche y llegará más tarde. El café cargado y caliente me recompone y mi magdalena sin gluten hace de acompañamiento necesario. Los restantes cinco minutos que me quedan antes de salir de casa los gasto en lavarme los dientes y darme un ligero toque de colonia. Como a mediados de noviembre ya empieza a refrescar, me pongo una cazadora de cuero marrón y un bonito fular beige para no llevar el cuello descubierto.

Camino hacia el metro.

En el interior del vagón puedo percibir las miradas de reojo de algunos de los hombres que están sentados cerca de mí. Me he ondulado el pelo negro con la plancha y dejado un leve rastro de lápiz de ojos sobre mi párpado superior. Lo cierto es que hoy empieza mi rotación en Hematología, mi servicio, con mis residentes mayores y los adjuntos que me tutorizan. Un hormigueo recorre mi estómago cuando lo pienso. "Ojalá cause una buena impresión", deseo para mis adentros.

Asciendo los escalones de vuelta a la superficie. Mis tacones resuenan sobre los adoquines hasta que el suelo engomado del hospital matiza su impacto y el sonido se camufla con el barullo que se respira en el vestíbulo a las ocho de la mañana. Una multitud espera para sacarse una analítica en extracciones o ser atendida en admisión.

Me deslizo entre el gentío hasta un pasillo colateral, del que brotan unas escaleras que me llevan a la tercera planta, bloque B, dónde se encuentra la unidad de hematología.

Cuando llego a la hospitalización, me introduzco en una de las salas de trabajo clínico y allí veo a José muy nervioso escribiendo en unas hojas algunos valores analíticos: hemoglobina, leucocitos, PCR, plaquetas... Iria, la hematóloga adjunta más joven del servicio es la encargada de los pacientes ingresados. Está concentrada en el ordenador y lee las notas que han escrito las enfermeras durante la noche a toda velocidad.

Amor sin gluten / Cristina González 2019Donde viven las historias. Descúbrelo ahora