Capítulo 12: Acción de Gracias

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Los días posteriores a la reunión que habían mantenido nuestros padres con el director y el resto del equipo directivo se me pasaron muy rápidos por una serie de circunstancias. En primer lugar: estaban los exámenes. Los profesores pensaban que sus alumnos eran auténticas máquinas de memorizar, así que los exámenes me obligaron a pasar bastantes horas en la biblioteca, haciendo que perdiera horas de sueño y tiempo para salir a correr por el internado. A mis amigas las seguía viendo, ya que habíamos montado un grupo de estudio, y, aprovechando la inteligencia de Kevin, le preguntábamos sobre todo lo que estudiábamos en las materias que teníamos todos en común.

Y la segunda razón fue por los ensayos de la famosa obra de “Romeo y Julieta”, que nos obligaban a Schoomaker, a mí y a un grupo de estudiantes a que tuviéramos que ensayar horas extras, debido a la cercanía del estreno, que sería después de Acción de Gracias y después del primer partido que jugaría el equipo de rugby de St. Peter contra cualquier otro de la liga juvenil de internados.

Y llegó el cuarto jueves de noviembre, Día de Acción de Gracias. Tal y como le había prometido a mi madre hacía ya algunas semanas, tuve que dejar el internado para coger un vuelo que me llevaría rumbo a Los Ángeles, concretamente al número 995 de North Beverly Drive, en Beverly Hills. La casa de mi abuela me encantaba desde que era una niña. Era una vivienda de dos plantas, con sótano y un jardín lo suficientemente grande como para tener una piscina. La casa era demasiado sencilla en comparación con el poder adquisitivo de mis abuelos Westwood, ya que mis abuelos habían montado el “Lazy Cook”, uno de los restaurantes de comida casera más famosos de Los Ángeles. Después de la muerte de mi abuelo Phil cuando yo tenía siete años, mi abuela había dejado el restaurante, y ahora las que disfrutábamos de su excelente comida éramos mi madre y yo.

Mi madre fue a recogerme al aeropuerto en su BMW rojo descapotable, que había adquirido después del divorcio. Estaba tan guapa como siempre (peinado de la peluquería, conjunto de la nueva colección de Prada, maquillaje). Pero, por algún extraño motivo, la encontraba algo nerviosa. Aprovechando que yo sacaba mis Ray Ban Wayfarer negras de mi Chanel 2.55 para que el viento no me diera en la cara, le pregunté:

-          Mamá, ¿te pasa algo?

-          ¿A mi? Para nada cariño – añadió con cierto nerviosismo.

Vale. Estaba nerviosa, y ahora me tocaba averiguar el porqué.

-          Mamá, estás como en el día de mi puesta de largo, y eso no es normal, ya que estamos conduciendo hacia la casa de la abuela. ¿Le ha pasado algo a la abuela?

-          ¿A la abuela? Pero si está más sana que tu y que yo juntas.

Vale, el problema no era mi abuela.

-          ¿Te ha llamado papá por algo preocupante?

-          Para nada cariño. Mi relación con tu padre es muy cordial en estos momentos.

-          ¿Entonces qué te pasa? Ni que tuvieras un novio y no quisieras contármelo.

En ese momento, mi madre enrojeció como una colegiala.

-          ¿Tienes novio? – pregunté sorprendida.

-          No, es sólo un amigo especial.

-          Mamá, no tengo ocho años. Puedes contármelo.

Mi madre apartó la vista del volante unos segundos, dedicándome una mirada de lo más cariñosa, para luego volver a concentrarse en la carretera.

-          Está bien. Tengo novio.

-          ¿Cómo es? – dije yo interrumpiéndola.

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