Retrato

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«Sabía que no debía de usar el vestido azul hoy», recordé. «Ahora está todo manchado.» Es increíble lo que una llega a pensar y sentir en momentos de tensión, como ahora, me preocupaba más por mi vestido, que en el pincel atravesado en mi garganta. Qué sensación tan desagradable.

Lo conocí en primavera. Mi padre había tardado en concretar una cita con él para que se encargara de los retratos familiares.

Me gustaba observarlo pintar. Era joven, apuesto y tímido. Se quedó con mi corazón desde el primer momento en que puso un pie en el mansión, oliendo a óleos y rosas.

Él me juró su amor. Íbamos a huir juntos, pero la realidad fue muy diferente. Mi inútil hermana mayor, la más bella entre las hijas de mi padre, tardó la mitad del tiempo que yo en ganarse los deseos del pintor y tenerlo comiendo de su mano.

Me volví loca. Loca de despecho y celos. Y destruí los cuadros que el apuesto hombre había hecho para la familia.

Mi padre insistió al pobre pintor, que los volviera a realizar. Intentó excusarse poniendo altos precios, pero yo sabía que el artista estaba aterrado. Pues esos lienzos destrozados fueron mi amenaza de muerte. Lo mataría. Los mataría a ambos, a él y a mi hermana. Estuvo a punto de marcharse, pero fue seducido por las generosas ofertas de mi padre.

Fue entonces que una bella tarde, el nervioso y cohibido pintor nos llamó a mi hermana y a mí al salón de música, pues quería pintarnos junto al piano. Me senté junto a mi hermana eb el taburete. Ella portaba el vestido rojo y yo el azul. Nos veíamos tan diferentes como el fuego del hielo.

El pintor, extremadamente ansioso y reservado, levantó el pincel con mano temblorosa y comenzó. Mi hermana y yo no mantuvimos quietas como estatuas, tomadas de las manos, mientras el pintor inundaba la estancia con olor a pintura y aceite.

Estaba ya atardeciendo y el lugar se llenó de penumbra. Yo miraba cómo el pintor se levantaba para encender las velas, así que no pude saber en qué momento exactamente mi hermana desenroscó su mano de la mía y la introdujo en el piano, de donde sacó un largo pincel que intentó clavarme en el ojo. Fui rápida, y tomé el pincel con la mano. Forcejeamos, y éste terminó partiéndose en dos. Entonces yo, cumpliendo con mi amenaza, le lancé los dedos al cuello y comencé a estrangularla. Me deleitaba tanto al ver cómo sus ojos se desorbitaban y su cara se ponía morada, que me olvidé por completo del pintor que había ocasionado todo esto. Creía que su naturaleza tímida y su debilidad de espíritu lo habían hecho correr en pos de nuestro padre para detener aquella batalla inútil.

Pero mi suposición fue errónea. El reservado pintor no corrió en pos de nadie, sino que levantó el pincel roto del suelo y se acercó a mí con un grito de terror. Ahora mi vestido estaba manchado. Algo me decía que no debía usarlo.

14 Días de San ValentínWhere stories live. Discover now