Capitulo cincuenta y tres

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El abrazo implacable de los bosques

  

Chisare se bajó de su caballo y se quedó unos instantes aferrada a la silla sin dejar de tambalearse. Le dolían muchísimo las piernas y le temblaban incontrolablemente. Ella no estaba acostumbrada a montar de ese modo y tenía los muslos en carne viva pues su piel inmaculada había sufrido un maltrato implacable por su parte. Pero tuvo que hacerlo, ni siquiera se detuvo cuando se le comenzaron a despellejar los muslos mientras cabalgaba con desesperación sin aminorar el ritmo de su montura guiada por el instinto, por las palabras de Urano y espoleada por las visiones de Gea en las cuales salía Criselda tumbada a su lado en un estado lamentable que no le atribuía ningún bien a su embarazo.

Debía sacarla de allí.

Debía sacarlas a las dos.

La muchacha se apartó el cabello del rostro y se pasó la mano para secarse el sudor pegajoso antes de mirar a su alrededor. Por fin había llegado a los bosques después de tantos y tantos días de cabalgar casi sin dormir y apenas sin comer gracias a su voluntad infundida en parte por el dios del Mundo. Chisare tomó aire y se adentró caminando por el camino que se presentaba frente a ella aferrando con las manos los arreos de su caballo. Los dos caminaban a paso lento y fatigado. Estaban cansados, extenuados, pero Chisare no podía detenerse ahora que estaba tan cerca, solo debía adentrarse en lo más profundo del bosque y esperar escondida frente a un grandísimo tejo milenario. Allí estaba la entrada a la guarida de los Rebeldes. Solo tenía ese pensamiento en la cabeza que conseguía apartar el de la sed y el hambre. Solo debía llegar allí y después… no sabía que haría después, ya lo pensaría cuando llegase al tejo.

La joven caminó por el terreno infecto y el cabello y la ropa pegados al cuerpo. Desde la copa de los árboles, los animales salvajes la observaban y la habrían atacado sin dudarlo si no fuese porque una extraña aura la rodeaba y espantaba a aquellos animales sedientos de carne fresca.

Pasaron minutos y horas y ella continuaba caminando sorteando raíces nudosas que sobresalían por la tierra que en algunos lugares era dura como la piedra y en otros blanda como un barrizal. En más de una ocasión, la joven cayó al suelo completamente rendida o por haber tropezado con alguna imperfección del terreno y en todas esas caídas, Chisare volvía a ponerse en pié sujetando con fuerza su punto de apoyo y usando todas sus fuerzas en hacer que sus manos alzasen su cuerpo y que sus piernas obedecieran aquel simple mandato.

Pero llegó un momento en que no fue capaz de volver a incorporarse. Chisare cayó de rodillas al suelo sin soltar las bridas de su montura y al caer, el animal relinchó de dolor y cayó el también por el peso muerto de ella. La Dama soltó entonces las bridas y colocó las manos hacia delante para sujetarse y no golpearse el rostro contra las raíces pinchudas de un alto y frondoso ciprés. El sudor cayó a grandes goterones sobre la superficie del suelo del bosque y ella respiró por la boca con dificultad. Tenía mucha sed y la boca le sabía a tierra putrefacta y fangosa.

“Tengo que levantarme.”

La joven apretó los dientes mientras su caballo se levantaba a su lado y esperaba a que ella hiciera lo propio. Pero no podía, las piernas no le respondían y los brazos estaban a punto de desfallecer. Rendida ante la evidencia, Chisare se dejó caer de costado con un gran escozor en los ojos que derramaron lágrimas de frustración. Estaba tan cerca de la meta y se sentía tan fracasada por no poder llegar. Si al menos pudiese levantarse, pero no podía, no valía para nada. Si solo fuese un poco más fuerte, si no se hubiese limitado a seguir los cánones de la vida noble de Senara, ahora no sería tan poca cosa, tan poco resistente y podría haber llegado hasta el rejo milenario he incluso internarse en la sede de los Rebeldes que gobernaba el príncipe Xeral.

Los Hijos del Dragón  (Historias de Nasak vol.1) EditandoWhere stories live. Discover now