RASHID I

43 5 0
                                    

El ajedrecista

De nuevo, había conseguido montar su tienda de campaña. Hacía una quincena desde que el elfo rompió una de las sujeciones y, desde ese instante, acampar era una tarea muy pesada para él.

—Puedo prestarte mi tienda, si quieres —ofreció Mulhar, jefe de los exploradores del oeste; Rashid y él se habían criado juntos desde la llegada del elfo al grupo de nómadas.

—Te lo agradezco, Mulhar, pero estoy seguro de que si tengo que trabajar a la luz del sol, es porque así lo quiere Rahlor —Rashid era profundamente religioso, como todos los hombres del desierto. En un lugar donde la muerte acechaba a cada paso, la fe era lo único que arrojaba un atisbo de esperanza al final del día.

—Te exiges demasiado, amigo mío —Mulhar era un humano alto y fuerte; poseía unos ojos grises que veían tan lejos como un águila y su barba oscura siempre estaba perfectamente cuidada. Su piel, besada por el sol era mucho más oscura que la de Rashid; el único elfo de todo el campamento.

—El desierto no permite que un hombre se relaje. Además, los elfos, no soportamos tan bien las temperaturas extremas.

Mulhar suspiró y se resguardó dentro de la tienda de campaña de Rashid; era espaciosa, hecha a base de telas oscuras que los protegían del sol.

—Nunca entenderé las razones que te llevaron a seguir con nosotros —Mulhar aprovechaba cualquier momento para remarcar su postura. Rashid no tenía ningún problema en responder a Mulhar.

—Rahlor me llevó hasta aquí y éste lugar es ahora mi hogar.

Veinte años atrás, Rashid naufragó en un viaje que lo llevaría desde Juno hasta Embla. Apareció cuatro días más tarde, a la orilla del océano Heilberne.

Caminó durante dos días hasta que un grupo de nómadas le encontró y le dio de comer; allí descubrió Rahlor, dios del sol y del desierto; Al conocer su credo y sus inclinaciones, Rashid comprendió que fue obra de los dioses que no llegase a su destino aquel día.

—Seguro que en Juno hay otros dioses esperándote —en ocasiones, el elfo pensaba que Mulhar no lo quería por allí; pero después de tantos años se había dado cuenta de que lo único que el explorador quería, era verlo feliz.

—El lugar de un hombre está donde su fe le indique. Amo a mi tierra natal, pero no siento nada cuando pasa por mi cabeza la idea de volver.

Mulhar se acercó y puso la mano sobre su hombro. Los hombres del desierto acostumbraban a vestir ropas anchas, oscuras y que ocultaban su cuerpo para evitar quemaduras. A su izquierda llevaban, enganchada en el cinturón, una cimitarra con el escudo de Rahlor, un sol con rostro sobre el cielo azul, grabado en la hoja.

—Que Rahlor sea contigo, Rashid —deseó el explorador—. Tengo que marcharme.Thenteis espera que encontremos algo en el oeste.

— ¿Han vuelto los exploradores del grupo del norte? —Thenteis no le había comentado nada al respecto, a pesar de que Rashid era su mano derecha—. ¿Ni siquiera los del sur han podido encontrar algo?

—Cada vez quedan menos zonas donde podamos refugiarnos —lamentó Mulhar—. Tenemos que ser conscientes de que habrá un día en el que no podamos encontrar más agua.

—Ese día marcharemos hacía el norte, hasta Oriente —propuso Ras, el diminutivo que solía usar Thenteis, el líder de la tribu nómada del desierto.

—El llamado clan del Trueno no nos dejará pasar —dijo con amargura.

Rashid apretó la empuñadura de su cimitarra, para no morderse el labio con más rabia aún.

El legado de Rafthel II: La danza del fuegoWhere stories live. Discover now