La rendición

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-Fóllame... -murmuro sin intención real de que me escuche. Pero me escucha.

-¿Qué has dicho?- pregunta, suspicaz, deteniéndose en el proceso de sacar el cinturón de las trabillas del pantalón. Es un cinturón viejo, gastado, con marcas profundas donde el metal de la hebilla se ha hundido en el cuero. El bronce de la hebilla cuadrada y sencilla emite un brillo mate. El cuero está flexible y lustroso. Es un cinturón con solera. Es un cinturón...que me excita.

-Te he hecho una pregunta- insiste con tono demandante, haciéndome volver.

-Vete a la mierda- estoy más que harta de ese tonito arrogante.

El suspira y niega con la cabeza lentamente, reprobador. Se aleja de mí, y observo hipnotizada cómo cuelgan la hebilla y la punta del cinturón con un movimiento oscilante. No.

-No. No, no, no, no...- suplico al ver que trae entre sus manos la mordaza.

-¿No?

-No. Me quedaré callada. Lo juro. La mordaza no- suplico patéticamente. Me da igual arrastrarme. Me regala de nuevo esa sonrisa torva, haciendo caso omiso de mis ruegos.

- Lo siento, pero no te creo nada- murmura, acomodándose a horcajadas sobre mis caderas y cargando su peso sobre ellas. Mis brazos sufren pero no emito ni una sola palabra. Aprieto mis labios y sigo rogando con los ojos, emitiendo un quejido desarticulado desde el fondo de mi garganta. Siento su erección contra mi abdomen y eso me excita. Y me cabrea.

-Abre la boca.

Niego nerviosamente con la cabeza y clavo mis ojos en él, muy abiertos. Me acerca la mordaza a los labios, muy lento. Me la presenta como una ofrenda, agarrando las pequeñas argollas de acero a ambos lados de la bola con su pulgar y su índice, y roza con la silicona roja mis labios apretados. Y presiona. Yo no cedo.

-¡ABRE LA BOCA!- ruge, exasperado. Pero no se lo voy a poner tan fácil. Mi cabeza ahora se mueve espasmódica de un lado a otro evitando el contacto de la bola sobre mi boca, cerrada al igual que mis ojos. No quiero verlo. No quiero que me toque. No quiero la maldita mordaza, pero él clava el corazón y el anular bajo ambos ángulos de mi mandíbula y la desplaza hacia adelante. Un dolor agudo me recorre el cuello y no puedo hacer nada por evitar que coloque la mordaza entre mis dientes mientras exhalo un quejido agudo más por la derrota que por el dolor en sí.

-Grita lo que quieras. Ahora nadie va a poder oirte- me advierte solemne, pero con una chispa de diversión en los ojos.

Cabrón. Cabrón de mierda. Se lo está pasando en grande mientras yo me estoy consumiendo en pura rabia y deseo. Decido que la mordaza no va a ser necesaria y dejo de emitir esos quejidos agudos desde el fondo de mi garganta.

Él vuelve a pararse frente a mí, y prosigue con la labor de quitarse el cinturón. No lo dobla por la mitad como ha hecho alguna otra vez; coge la hebilla en el hueco de su palma y se enrolla en cuero en torno a la mano hasta dejar alrededor de un palmo, como una lengua colgante.

Se acerca lentamente. Estoy hiperventilando. Cada vez más rápido, cada vez más rápido, cierro los ojos cuando él se inclina...

- ¡UHMMMMMMMMM!- se desgarra mi garganta cuando siento el lengüetazo del cinturón sobre la vulva. Mis pezones se endurecen tan intensamente que duelen. Abro los ojos, ruego con la mirada... <<Otra vez. Más fuerte>>

-¡¡¡UHMMMMMMMMMM!!!- grito de nuevo contra la mordaza, mientras el fuego que mezcla dolor y placer sube de entre mis piernas e invade como una corriente el resto de mi piel, que brota a sudar. Sus ojos azules brillan salvajes, las pupilas, dilatadas. También hiperventila, duda, me evalúa. Espero que la súplica de mis ojos sea tan elocuente como lo sería si saliera de mi boca. Más. MÁS.

- ¡¡¡UHMM!!!!, ¡¡¡UHMM!!!, ¡¡¡UHMMMMMMMMMMM.....!!!

El tercer azote ha sido bastante fuerte, y me he corrido sin poder hacer nada por evitarlo. Mi pelvis está fundida como la lava y todo el cuerpo me arde. Él me contempla. Está como en trance. Yo intento cerrar las piernas al sentirme expuesta, en un intento absurdo de esconder el alma, pero ha hecho un buen trabajo fijando las cadenas. No puede existir un placer más sublime.

Después de unos minutos, la postura se me hace incómoda y me revuelvo intentando aliviar la tensión de mis brazos. Estoy empezando a desconectarme de la situación y pierdo el interés. Él se da cuenta, sabe que necesita volver a enfocar mi atención. Y sabe cómo hacerlo.

-Por fin. Por fin te vas a estar quieta- murmura mientras se acomoda entre mis muslos, besa mi ombligo y describe una linea con su lengua desde allí hasta alcanzar mi clítoris.

Me tenso. Me retuerzo. Me defiendo de su lengua, sus labios y sus dientes sobre mi sexo, no puedo evitarlo, el placer se me hace inmanejable, comienza a construirse el orgasmo y sé lo que viene. Él no necesita las manos para evitar mi huida, así que fija mis caderas con sus manos y me quejo. No me gusta perder así el control. Lo intento, lo intento, dios, lo intento pero no soy capaz de seguir conteniéndome por mas tiempo, el clímax me golpea y las lágrimas se escapan mezclándose en mi cara con mi pelo desordenado, pero mi cuerpo no lo deja ir. Su boca sigue infatigable y mi cuerpo avaro cierra la mano sobre el orgasmo, que vibra en oleadas de intensidad sobre intensidad. Sólo me ocurre con el sexo oral. Lo idolatro. Lo detesto. Estoy llorando sin control y mi cuerpo solloza, espasmódico. Y él se detiene. Me observa mientras la garra codiciosa va abriéndose lentamente, permitiéndome volver a la calma. Por unos segundos, no hay tiempo ni hay lugar, mientras mi consciencia vuelve poco a poco a su zona de confort.

Ambos nos tomamos un minuto. Respiramos. Nos calmamos. Su cabeza reposa en uno de mis muslos, y aun no se ha movido.

La saliva baja por mi mentón, mi cuello y entre mis pechos. Con la mordaza puesta, no hay nada que yo pueda hacer.

No me gusta. Me da asco.

Pero él hunde su cara en mi abdomen murmurando algo que no logro entender y me sorprende lamiendo el reguero líquido con dedicación. Yo jadeo a contrapelo, porque increíblemente, mi cuerpo reacciona. No se si me gusta. No se si me disgusta, pero mi cuerpo palpita y parece saber qué hacer. Cuando llega a la mordaza, abre la boca y me besa presionando la bola entre nosotros. Yo protesto. Él se ríe y se incorpora, deshaciéndose de los pantalones y los bóxer, liberando por fin su erección.

Se sienta a mi lado y lo agradezco, agradezco el calor que su cuerpo desprende. Mis fluidos se enfrían y me ponen la piel de gallina.

-Necesitas entrar otra vez en calor- murmura. Él se levanta y aviva el fuego con una brazada de leña fina, y yo no puedo evitar reírme. Él se vuelve, extrañado, leyendo la risa en mis ojos y mi gesto.

-¿De qué te ríes?- me pregunta, suspicaz. Yo niego con la cabeza. No necesito ese tipo de calor. Necesito su calor. Necesito cercanía. Ruego de nuevo con mis ojos y entonces agradezco llevar la mordaza, porque jamás verbalizaría la necesidad que tengo de él.

No lo admitiré. Jamás.

Él me observa desde la chimenea, su cuerpo delineado con la luz cálida que desprende el fuego. Se toma su tiempo. Cierra la mano sobre su erección y comienza a moverla, lentamente, masturbándose, con los ojos azules clavados en mis ojos oscuros. Provocándome. Los labios entreabiertos, los párpados entornados, los músculos en tensión. Y yo no puedo hacer absolutamente nada. No me puedo mover. No puedo reclamar lo que es mio. Pienso en que no es la mordaza lo que debería llenarme la boca. No es su mano la que debería encerrarlo, sino la mía. Me revelo a medida que aumenta el ritmo. Mi cuerpo clama por su cuerpo, el frío ha desaparecido y él no me ha puesto ni un dedo encima. Tironeo de mis brazos. Nada. Me roba su placer ante mi mirada lasciva e impotente.






La soluciónWhere stories live. Discover now