La mochila

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La chimenea emite una cálida luz dorada, pero sólo quedan unas pocas brasas. Él carga el fuego mortecino y yo me acomodo en el pequeño sofá, sirviendo las últimas dos copas que quedan en la botella.

-Por estar aquí contigo -brinda él con sencillez y hacemos chocar el cristal con un sonido musical y vibrante.

Paladeo el contenido de la copa con calma pero él, tras un largo trago, la deja de lado sobre la piedra de la chimenea. Se acomoda a mis pies y yo lo reclamo a mi lado, pero niega con la cabeza.

-Voy a empezar por aquí -me informa, levantando uno de mis tacones de color granate y acariciándome el empeine. Yo sigo con mi vino tinto, y clavo mis ojos en los suyos cuando empieza a besarme el empeine y recorrer mi tibia dejando una estela de pequeños círculos oscuros por la humedad de sus labios. Será mejor que deje la copa en la mesita, porque el ascenso no se detiene y cruza por mi rodilla en dirección al muslo. Definitivamente abandono la copa cuando abre mis piernas con firmeza y se acomoda de rodillas entre ellas. Mis manos viajan lánguidas hasta su nuca y los dedos se entrelazan en su pelo, demasiado largo.

Sus labios llegan hasta el encaje de mis medias y rozan la piel desnuda del muslo erizándome la piel, sopla sobre mi sexo y cuando todo mi cuerpo tiembla con la anticipación, siguen su camino replicando en perfecta simetría un recorrido descendente sobre la otra pierna. Se ríe débilmente cuando escucha mi gemido de protesta y decepción.

-No.

-¿Por qué no? -pregunto, airada.

-Porque estoy harto de que nunca te estés quieta -responde, acomodando una de mis piernas sobre su hombro y deslizando las manos cálidas por mi cintura, llevándose el vestido en su recorrido hacia arriba.

-¡Oh! respecto a eso... -informo sujetando sus brazos e impidiendo su avance antes de que me desconcentre más de lo que estoy, -creo que he encontrado una solución.

La cara de autentico pánico me hace reír, porque es eso, pánico, aunque dure sólo un segundo.

-¿Con qué me vas a salir ahora? -pregunta, suspicaz. Y es que según él, soy una caja de sorpresas. Pero no de las normales, soy como esas muñecas rusas que cuando las abres aparece en su interior otra, y luego otra, y otra...

Aprovecho que está con la guardia alta para dejar caer mi pequeña sorpresa.

-He traído unas cositas.

-¿Qué cositas?

-Unas... ¿Me puedes traer mi mochila rosa de dentro del armario?

Me mira largamente, intentando saber qué estoy maquinando y yo sonrío, inocente, haciéndole un gesto para que haga lo que le digo. Finalmente se levanta, murmurando algo sobre lo insoportable que soy, y me trae la mochila.

Me acomodo en la alfombra de rodillas, instándole a que se siente frente a mí. Sus ojos me dicen que me está otorgando el beneficio de la duda, pero que no va aguantar mis juegos mucho más. Se está impacientando.

Abro la cremallera y la expectación crece. La que está algo asustada ahora soy yo. ¿Cómo reaccionará?, ¿pensará que estoy loca?, ¿saldrá corriendo o le verá todas las ventajas que le he visto yo? Estoy ensimismada pensando en todas las posibles implicaciones y siento que me arrebata la mochila de las manos.

Su paciencia se ha acabado.


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