Cuero y acero

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Sus ojos azules brillan intrigados cuando mete la mano y extrae la primera correa de cuero. La coloca frente a él. No emite ni una sola palabra. Luego otra. Y otra. Y otra. Hasta que las cinco correas lucen estiradas, ordenadas con precisión de cirujano.

Yo espero, nerviosa, retorciendo el borde de mi vestido, intentando leer en su cara de póker lo que está pensando. Está procesando. Casi puedo ver los engranajes de su cerebro rodar a toda velocidad intentando asimilar lo que está pasando. Clava los ojos en mí unos segundos, más bien incrédulos, y vuelve a dirigir su atención a la mochila. Y saca las cadenas. Y sonríe. Una sonrisa involuntariamente perversa, depredadora, que pone en estado de alerta cada una de las fibras de mi cuerpo.

-Pero qué extrema eres, niña- murmura estirando las cadenas en torno a las correas y ordenando los mosquetones. Dos grandes y dos pequeños. El suelo parece la mesa de su instrumental. Los dos nos quedamos inmóviles, observando el despliegue.

-Siempre dices que no paro de moverme-intento justificarme. Creo que le hecho un agujero a la tela del vestido porque he saltado varios puntos de la lana con los nervios.
-Ahora te aseguro que no te vas a mover. Ni un milímetro.
-Falta algo-
digo en voz baja, sin estar muy segura de lo que estoy haciendo. La he probado en casa y es...incómoda, desagradable, fascinante. Él enarca las cejas y saca la mordaza. La bola es roja y dura. El cuero huele de manera penetrante y las hebillas y argollas relucen.
-Ya está.
-Eres muy detallista, has pensado en todo.
-Si. Ya sabes como soy.

Me estoy poniendo muy nerviosa. No ha movido ni un sólo musculo. Su cara no muestra ninguna expresión concreta. Pero me acuerdo de la reacción que el cuero y el acero produjeron en mí y me doy cuenta de que estoy buscando señales en el lugar equivocado. Y miro su entrepierna. Bingo. Me incorporo soltando una risita y lo ataco sin previo aviso, agarrando su erección bajo el pantalón de pana.
-¡Te ha gustado!- exclamo, triunfante.
-Por supuesto que me ha gustado. Siéntate en el sofá.
Su tono ha borrado la sonrisa de mi cara. De un plumazo.
-¿Qué me vas a hacer?
-Aun no lo se con seguridad. Iré improvisando sobre la marcha.
-No me gustan las improvisaciones.
-Ah. Haberme avisado. Siéntate en el sofá, niña. Haz lo que te digo. Por una vez en tu vida, hazme caso y siéntate.

Y eso hago. Todo esto me pasa por...¿inconsciente?, con él nunca, nunca sé calibrar las consecuencias de lo que hago, y me meto continuamente en berenjenales de los que no puedo salir.
Él se sienta a mi lado. Ha dejado abandonado sobre la alfombra todo el arsenal y eso me insufla un poco de coraje, así que llevo mis manos hasta su cuello. Acaricio su nuca, deslizo las manos por su pecho y agarro el borde de su camiseta blanca, tirando de ella para que se la quite. Él sube los brazos para facilitarme la tarea y queda desnudo cintura arriba.
Me siento a horcajadas sobre sus muslos y mis labios recorren su mentón, sus labios, su cuello, su esternón y sus pezones. Escondo mi sonrisa al sentir su respiración hacerse más jadeante y cómo sus manos se aferran a mis caderas apretándome contra él. Me encanta saborear su piel, lamerla, besarla, morderla. Sus dedos se enredan en mi pelo, acompañando el movimiento de mi boca.
-No creas que no me doy cuenta de lo que estás haciendo- advierte con voz ronca. De hecho, carraspea para recuperar el control de su voz.
Vaya.
Y yo que pensaba que lo estaba haciendo bien. Tengo que sacar la artillería pesada, así que me quito el vestido por encima de la cabeza. Lentamente. Estirando los brazos y arqueando la espalda, dejando la tela deslizarse hacia arriba descubriendo la ropa interior muy poco a poco y dejándola caer en el suelo con un gesto estudiadamente casual.

Ahí está.

Esa mirada de párpados entornados, esa sonrisa tenue de labios entreabiertos y el gesto de tácita aprobación de lo que está viendo. Es mío. Sube las manos hacia mis pechos y se las aparto. Lo intenta una vez más, y recibe un manotazo. Estoy pisando terreno peligroso, pero todo esto ha sido idea mía y tengo derecho a cambiar de opinión, ¿no?
- ¿Quién te ha dicho que todo esto es para mí? El que se va a quedar bien quietecito vas a ser tú- indico con voz dulce, apoyando las palmas de mis manos sobre sus pectorales y empujándolo hacia atrás.
Muy mala idea.


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