Marea 11. Notas.

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Los aplausos resonaban completamente vacíos, monótonos y tremendamente aislados de la realidad en mi cabeza. No era gente apoyándome en mi salida al escenario, eran personas que simplemente juntaban repetidas veces las manos en señal de respeto o como un ritual social, eso lo tenía muy claro. Yo avanzaba mecánicamente, acompasando los movimientos de mis brazos y piernas en un intento por caminar de la manera más formal y correcta posible. Todo sin ser consciente de dónde estaba ni hacia dónde me dirigía. Y sobre todo del porqué. De porqué seguía tocando ante todas estas personas que me olvidarían en cuestión de horas o días; y no para ella, que fue la única capaz de esperar algo más de mí y de guardarme en su memoria. Que fue el ser más terrenal y a la vez más distante, teniendo en cuenta sus muchas subidas y bajadas del cielo. Yo formaba parte ella, me atrevo a aventurar, ella ocupaba un volumen más grande que el del agua dentro de mí. Al final, las personas estamos hechas casi por completo de un elemento que la ciencia nunca podrá encontrar y poner bajo un microscopio: de más personas. Ella cogió mi esencia y, tras reducirla a pedazos, la transformó en algo más grande y mejor. Todo hasta el día que fui eliminado, claro está. Hasta que toda ella se eliminó por algo tan humano como un conductor despistado. Los granos de arena que la componían, tan pequeños, tan distintos y tan importantes en la totalidad de una persona, fueron borrados por una ligera pero certera racha de viento que también se llevó una gran parte de mis órganos internos -incluyo, claro está, mi corazón-. Un soplo nos tumba a veces por completo.


El esmoquin relucía bajo la fría y estéril luz de los focos que parecía iluminarme por completo. Hubiera sido perfecto si mi principal foco de luz siguiera con vida. Miré al público sin detenerme demasiado y me incliné, oxidado, para hacerles la reglamentaria reverencia. El esmoquin chirriaba y tiraba de mi camisa, era realmente incómodo. Me erguí y repasé sus caras, más por mi estado de lejanía que por la curiosidad que lleva a un músico a observar a su público. Inicié el paso de nuevo hacia mi enemigo acérrimo y aquella banqueta sobre la que debería retenerlo o incluso, llegué a temer, luchar contra él.


Las teclas blancas y negras correspondientes a las notas que habían marcado mi existencia me observaban como si de una boca enorme y voraz se trataran. ¿Cuánto tiempo llevaba sin tocar? Desde que ella se fue, quizás un año. ¿Por qué había decidido volver? Ni siquiera lo recuerdo. No fue el dinero, por supuesto. De eso tenía demasiado y seguía siendo aun así el hombre de los ojos continuamente caídos y llorosos. Quizás la presión de los medios y aficionados, que no cesaban en su empeño por ver tocar a uno de los pianistas y compositores más importantes del siglo XXI de nuevo tras su gran y comentado derrumbe moral. Quizás sentí la mirada acusadora de ella clavándose desde el cielo en mi nuca. Quizás escuché sus palabras una vez más en mi oído. ''No puedes dejarlo, idiota. Sal ahí y haz algo bueno. Haz que te odien, haz que te adoren. Haz que todas esas personas sientan algo''.


Me acomodé en el asiento y modifiqué ligeramente su altitud. Sin más demora ni pensamiento que hiciera de lastre, comencé a tocar una pieza cuya melodía y nombre se perdió hace ya mucho tiempo en los pliegues de mi memoria.


Las teclas parecían más pesadas que nunca, se estaban resistiendo. El piano es una bestia a la que hay que domar, y ésta me estaba ganando el juego. Yo no lo tocaba a él, él estaba iniciando extraños sonidos dentro de mí que llevaba mucho tiempo sin escuchar. El tempo no me importaba, las variaciones de volumen y sonoridad tampoco. Yo solo seguí tocando como un mero poseso. Cada nota se clavaba con una fuerza desmesurada en mi pecho, haciéndome sentir un dolor difícil de cargar que impulsaba mis hombros hacia abajo sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo.


Mi.


Mi sueño, mis despertares con una sonrisa en la cara y una mancha de café sobre las sábanas que ya lavaríamos cuando alguno tuviera tiempo o ganas. Mañanas de gritos, vecinos quejándose y comida como reconciliación. Mis mañanas. Mis mañanas cuando tú estabas aquí.


Fa sostenido.


La rutina que se dejó de ser tediosa para convertirse en un libro hecho película hecha realidad. Un molesto pie sobre mi regazo y una petición de un masaje a la que contesté con un ''ni lo sueñes''. Como desearía que lo hubiera soñado.


Re.


Unos brazos rodeando mis hombros, mi alma, y dios sabe qué más. Un yo estudiando primero en la carrera del amor y no pasando el curso ni acudiendo a las recuperaciones. Un apretón de manos que me volvía rojoazulverdeamarillo.


Si bemol.


Su sonrisa. Tan deslumbrante, tan idílica y dolorosa que algo tan simple como las palabras no serán capaces de describir ni en un millón de años. Su hueco entre los caninos y los incisivos. Sus anotaciones en los márgenes de los libros ''para recordarme a mí misma lo que sentí la primera vez que lo leí''.


Noté la presencia de enormes gotas resbalando por mis mejillas y supe que había empezado a llorar. La pieza estaba terminando. Miré de soslayo al público. Muchos de ellos también lloraban, o mostraban una expresión de suma y sincera tristeza. Los había hecho sentir algo, me habían sentido a mí. De alguna forma, todos esos recuerdos que me mortificaban habían sido capaces de fusionarse con las notas que salían del piano, y un poco de todo el dolor que había estado cargando había llegado a mis desafortunados espectadores para instalarse momentáneamente dentro de ellos. Increíble y egoístamente, me sentí más ligero. El dolor, el miedo y la soledad son más fácil de cargar si tienes un poco de ayuda extra. Escuché el latir de cada uno de sus corazones y, tras terminar mi pieza con la cadencia plagal que correspondía al final, pude escuchar unos aplausos tan sinceros y espontáneos que hicieron que el mío empezara a latir automáticamente después de mucho tiempo en desuso.




Marea. Historias cortas.Where stories live. Discover now