Escena 18

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Escena 18, toma 1

Aquella noche tuve pesadillas. Es curioso, porque la sabiduría popular recomienda no comer demasiado por la noche precisamente para evitar pesadez de estómago y malos sueños. No dejaba de ser irónico. Soñé con hombres con mascarillas y gafas oscuras, con noches interminables y un abrigo con flecos, soñé con la ciudad mugrienta y un hombre joven, rubio, con ojeras y pelo largo, sentado sobre las ruinas de un contenedor de vidrio quemado como si fuera un rey en su trono. Algo en aquel sueño me llenó de amargura, y  cuando me desperté, estaba tan cansado que no quise salir de la cama.

Lot ya no estaba allí. Le escuchaba trastear por el piso. Supe que estaba haciendo limpieza y se me escapó una sonrisilla, a mi pesar. Era un bastardo de mierda sin sensibilidad, pero probablemente también era el mejor amo de casa que había conocido nunca. Me quedé tumbado, dejando que mis pensamientos revolotearan un rato hasta que empezó a oler a comida. Estaba planteándome en serio eso de abandonar la horizontal cuando la puerta se abrió y Lot hizo acto de presencia, vestido con su elegancia habitual y con el delantal sobre la camisa y el chaleco. Traía una bandeja en una mano.

—Buenos días, princeso.

—Buenos días —murmuré.

—Desayuno británico para chicos flacos —anunció, colocándome la bandeja sobre las rodillas cuando me hube incorporado a medias—. Café, huevos, bacon, patatas, salchichas y judías con tomate. —Luego hizo una mueca y empezó a imitar a John Wayne—: Métete esto entre pecho y espalda si quieres volverte un hombre, muchacho… te saldrá pelo en el pecho y tendrás tu primer infarto.

No pude evitar una risilla. Con su presencia, mi humor se fue despejando poco a poco y empecé a comer animadamente. Como de costumbre, todo estaba buenísimo. Mientras comía, Lot estaba inspeccionando el libro que había en mi mesita de noche. Era una edición ilustrada del Kamasutra que no recordaba haber puesto ahí. La abrió y empezó a hojearla, riendo entre dientes.

—No tienes remedio —dije, mirándole con ojos brillantes.

—Te recuerdo que el libro es tuyo. ¿Lo tienes para aprender dónde va cada cosa? ¿O prefieres que te lo explique yo? —añadió, dedicándome una sonrisa maliciosa.

Justo estaba mordiendo una salchicha, cosa que le resultó muy interesante, porque se quedó mirándome. Me dio una mezcla de risa y vergüenza.

—¿Qué es lo que has estado haciendo hasta ahora, si no? —le pregunté.

—Pura exhibición. —Dejó el libro en la mesilla y se recostó a mi lado sobre el colchón, desatándose el delantal perezosamente—. La gente de la india es muy extraña. Siempre me he preguntado por qué ese amor a las vacas, o la manía de llevar una marca de francotirador en la frente.

—Son sus creencias —repuse, sin tomarme en serio su falta de respeto—. Seguro que a ellos les resultarían extrañas nuestras costumbres. Tu corbata, y tu gomina.

—Todos los salvajes se asombran ante la civilización —respondió orgullosamente.

—Es curiosa la visión del sexo en ese libro —proseguí—. Es algo sagrado. El único pecado es practicarlo con frivolidad. Creen que a través de la unión carnal se puede alcanzar la iluminación y el despertar.

Aquello pareció interesarle. Me miró con curiosidad.

—¿Despertar a qué?

—A la divinidad. A aquello que te une con las fuerzas primordiales. Creen que podemos trascender, que el ser humano va más allá de la idea simplista que tenemos los occidentales.

Flores de Asfalto II: La SalamandraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora