Nate sacó una bolsa y me la tendió.
—Toma, te traje esto.
Dentro había golosinas y, por supuesto, mis barras de chocolate favoritas.
—Gracias.
—El viaje será largo. —El pelirrojo cambió la velocidad cuando salimos a la autopista; subió las ventanas, temperatura estaba algo fría—. ¿Aún eres una devoradora de libros?
—¿Cres que estas ojeras son por desayunar droga?
Nate se echó a reír.
Tomé una barra de chocolate y rompí el envoltorio.
—¿Y sigues enamorándote?
—Emperrarme con personajes literarios no es una fase, Nate, es un estilo de vida. —Le di un mordisco al chocolate—. ¿Y tú, pelirrojo teñido, todavía deseas recorrer el mundo con el violín a cuesta?
Me miró de soslayo antes de enfocarse en la carretera.
—Eso es un eterno pendiente. Es difícil alcanzar los sueños y, aunque me duela aceptarlo, no todos estamos destinados a llegar a la meta. Algunos se quedan en el camino, otros se dan por vencido. No sé en qué grupo estoy, Rough.
Me sentí identificada.
—Lo que no debemos es rendirnos —musité.
Él esbozó una sonrisa triste.
—Nate… —Las cuerdas vocales se me anudaron, sucedía siempre que intentaba hablar de mi padre—. Nate, ¿Hyun Kim te dijo algo ese día?
El profesor Kim, mi padre, había sido el mentor de Nate en la Academia. Solían llevarse muy bien; el pelirrojo era su alumno estrella y siempre estaba hablando de lo genial que era con el violín. Las cosas cambiaron cuando supo que su prodigio estaba con su hija. No obstante, con el tiempo lo aceptó.
Nate fue la última persona con la que habló papá antes de quitarse la vida.
Sus manos se tensaron al volante y apretó la mandíbula.
—Lo sé —añadí—, sé que mi padre te llamó antes de arrojarse por la ventana del ático.
Nate redujo la velocidad, desvió el auto y entró al aparcamiento de un local a la derecha de la carretera.
—Hyun quedó destrozado después de la muerte de tu madre. La culpa lo consumió. Había perdido las ganas de vivir hace mucho. Lo que hizo no deja de ser egoísta, pero te quería.
La nariz comenzó a arderme, la vista se me nubló y en segundos no pude ver nada por las gruesas lágrimas. Las gotas caían en mi falda de uniforme y mis hombros temblaban.
Es increíble cuánto dolor y lágrimas podemos esconder en el cuerpo.
Y recordé la última vez que lo vi vivo.
—¡Estoy sufriendo!
Las ventanas de su despacho estaban cerradas, la luz apagada y desde la esquina se escuchaba la tenue melodía de una canción de Ella Fitzgerald, la cantante favorita de mamá. Mi padre estaba barbudo y el ambiente expedía un desagradable olor a alcohol.
Respiré con fuerza hasta sentir mis pulmones llenos y caminé hacia él.
—¿Crees que yo no? ¿Crees que para mí ha sido fácil la muerte de mamá?
—¡Ella no está muerta! —Otro grito, este aún más desesperado y quejumbroso.
—Engañarte no la traerá de vuelta. ¡Entiéndelo! —Un sollozo escapó de mi garganta—. Te necesito, papá —balbuceé—. Lamento haberte molestado, regresaré a mi clase.
—Mi pequeña, por favor... —Le escuché decir antes de llegar a la puerta.
Cerré los ojos y apreté el picaporte.
—Perdóname por no ser razón suficiente para que continúes viviendo.
Nate se acercó con cautela, como si me diera la oportunidad de apartarlo si quisiese. No lo hice, y él no dudó en estrecharme en sus brazos.
—¿Por qué te fuiste? —Quise saber—. ¿Por qué me abandonaste?
Nate tragó saliva, un largo y sonoro suspiro escapó de su garganta.
—Hice un trato con Loryn.
—¿De qué hablas?
—Perdóname…
—Nate, ¿de qué hablas?
Pareció sin intenciones de contestar.
—¡Respóndeme! —demandé.
—Tú nunca lo entenderías, no sabes lo que es pasar hambre o trabajo en la vida. Necesitaba el dinero.
—¿Dinero? —indagué, el enfado crepitó en mí—. Nate, por favor, no me digas que…
—Nunca le caí bien a Loryn. Me odió desde que supo que yo era el hijo de un asesino y que no tenía ni donde caerme muerto. Hizo de mi vida un infierno. Me dejó sin opciones. Al final, terminé rindiéndome. Ella tenía razón, tú no tenías futuro conmigo, nuestra relación era caótica. Acepté el dinero que me ofreció y desaparecí de tu vida.
Las luces de los autos me iluminaron al pasar por la carretera. El cegador haz llenaba por instantes el espacio que nos separaba, que, a pesar de ser unos pocos centímetros, parecía un abismo que se volvía más grande conforme los segundos pasaban.
El mundo no se detiene por mucho dolor que tengamos. El universo sigue su curso; no importa que tan destrozados estemos, no parará porque estemos en agonía. A nadie le importan nuestras luchas, solo a nosotros.
Nate levantó la cabeza e intentó tomar mi mano, pero lo aparté.
Rompió el silencio y el auto se llenó de sus «lo siento», sus «no fue mi intención hacerte daño» y los terroríficos «por favor, di algo».
—¿Dónde estás viviendo? —Fue mi primera pregunta—. Digo, después de volver, ¿dónde estás viviendo?
—Aquí. —Nate miró el asiento trasero.
Mantas, ropa desparramada, zapatos, un cepillo de dietes y, más atrás, el estuche de su violín. ¿Cómo no lo había notado antes?
—¿Desde cuándo?
—Agosto. No pude regresar antes. Loryn... —suspiró—, es una auténtica hija de puta.
—Loryn Luken... —Un hormigueo me recorrió la piel al pronunciar su nombre y, antes de darme cuentas, de poder reprimirlo, una lágrima llegó a mis labios. El sabor salado me hizo darme cuenta que había estado llorando todo ese tiempo.
Nate desistió de abrazarme; me mirada como si quisiera hacer o decir algo, pero al notara mi malhumor las ganas se le esfumaran.
Mi teléfono comenzó a sonar.
Busqué entre todas las cosas innecesarias que guardaba en los bolsillos de mi chaqueta. Saqué unos lollipops, unas horquillas del cabello y el regalo de Anton.
Por fin, encontré mi teléfono.
«Toby, el perro».
Casi me da un ictus al leer el "hermoso" apelativo con el que había agregado el número de Tobyas y, como si se tratara de un delito, escondí el teléfono. Me apeé para responder.
—Hola, ¿qué tal? —Intenté sonar casual, pero se escuchó más fingido de lo que pensé.
Tobyas bufó, molesto, y se tardó bastante en reaccionar.
—¿Se puede saber dónde carajo estás?
Sí, estaba enfadado.
—¿En dónde estoy? Pues aquí, donde claramente no estás tú. Porque, si estuvieras aquí, ya te hubiera visto. —Despistar a los demás se me daba del asco.
—Rough, no estoy para juegos. —Hizo una pausa—. ¿Dónde estás? Iré a buscarte.
Nate se apeó.
—No es necesario...
—Rough, dime dónde estás —reiteró en tono irascible—. Estás con Nate, ¿no es así?
—¿Sí lo sabes para qué preguntas?
Lo escuché resoplar.
—Porque a veces uno sabe que va a estrellarse y en lugar de presionar el freno, aprieta el acelerador. —Suspiró y lo imaginé contrariado, con el teléfono al oído y los ojos cerrados.
Y colgó.
—¿Quién era? —preguntó Nate.
—Anton. —Mentí y ni siquiera supe por qué. Guardé el teléfono.
—¿Todo bien?
Asentí.
—Rough, deberíamos irnos ya.
Estiré las piernas todo lo que me permitió el cuerpo y me subí al Mustang.
Me sentía impotente y airada. No quería permanecer en aquel espacio reducido con el chico que me cambió por unos cuantos miles, pero no tenía opción. Estaba en medio de la nada, a medio camino a Villa Padua y tenía un objetivo claro.
Aclaré mi garganta cuando él reanudó la marcha.
—Hay algo que quiero saber, Nate —musité.
El pelirrojo me miró a través del espejo retrovisor. Exhaló hondo, cuando habló supe que él sabía lo que iba a preguntarle.
—Abandonarte fue difícil, Rough. No hubo una noche en que no pensara en ti. A veces venía de paso a Nueva Estación solo para verte caminar a la bolera o salir de la Academia. Tuve que perderte para darme cuenta que ni con todo el oro del mundo podría ser feliz sin ti. Volver fue aún peor. Me costó meses poder reunir el poco efectivo que tomé del que me dio Loryn. Se lo devolví, Rough, cada centavo, y entonces pude regresar a ti.
La cabeza comenzó a dolerme.
Nate puso su mano sobre la mía. La apretó con delicadeza.
—Perdóname.
Fijé la mirada en la carretera. No le respondí, pero tampoco aparté su mano.
Transcurrieron los minutos. El único sonido dentro del auto fue el de nuestra respiración: la de Nate, entrecortada y cautelosa, como si estuviera a punto de hablar pero cambiara de idea antes de proferir alguna palabra; la mía aún más apresurada, mesclada con el sonoro masticar de unas galletas.
Al cabo de una hora y media en silencio llegamos a Villa Padua. Nate estacionó a unas tres de cuadras del Arcade.
—¿Quieres que te acompañe o prefieres ir sola? —preguntó.
—Iré sola.
—Desde aquí se ve la entrada del local. Cualquier cosa que necesites solo llámame.
Asentí antes de apearme. Le eché un último vistazo al Mustang antes de entrar al Arcade.
No fui difícil localizar a la hacker. La jovencita no pasaba por alto con facilidad: rubia, vestida con colores pastel, como si fuera una muñeca y no una preadolescente. A unos cuantos metros había dos fornidos guardaespaldas.
Ocupé el lugar vació a su derecha, como explicó Nate.
—¿QueenBee?
La niña ladeó una sonrisa macabra y giró la cabeza en mi dirección. Cuando sus enormes ojos me enfocaron me encestó un leve escalofrío. Fue raro que trasmitiera esa vibra tan tenebrosa, teniendo en cuenta que estaba vestida como un personaje de My Little Pony.
—Rough Kim, ¿no? —pronunció con una voz gruesa y rasposa—. ¿Qué necesitas de mí?
Miré atrás, a los guardias. Ellos no parecían alarmados, quizás creían que era solo una clienta del Arcade teniendo una conversación simplona con otra clienta.
—Hace un años alguien me está siguiendo, pero no fue hasta hace tres meses que comenzaron a llegarme mensajes anónimos desde diferentes números que cuando intento llamar dan apagados. Las cosas empeoraron con la llegada de tres becarios a la academia de artes a la que asisto, los cuales están viviendo conmigo.
La hacker no pareció asombrada con nada de lo que dije. De hecho, en su aniñado rostro no hubo expresión alguna. Parecía más autómata y menos niñas. Daba algo de miedo.
—Dame los números.
Le entregué el teléfono.
—Silver —gritó un chico de ojos verdes y piel acanelada, corrió hasta la hacker—, dice Yong que le prestes efectivo que se le acabó.
La niña puso los ojos en blanco.
—Hugo, dile a Yong que no soy una alcancía.
Apareció otro chico, un poco más alto, con el pelo negro desgreñado y facciones asiáticas.
—Venga ya, Silver, no seas tacaña.
QueenBee refunfuñó, pero al final vacío sus bolsillos en las manos de los otros dos.
—Y no vuelvan más.
Los chicos se fueron a trote y ella continuó trabajando. Al cabo de unos minutos se volvió.
—Los teléfonos prepago no pueden localizarse —dijo—, sin embargo, he podido dar con el que tienes registrado como «Nate».
—Ese solía ser el número de mi ex-novio, pero perdió el teléfono hace casi un año.
La hacker asintió, inexpresiva.
—Ese móvil se encuentra en Nueva Estación, a las afueras, en la mansión Marble Anne.
Quedé en shock.
—Los becarios con los que vives entraron al programa de becas Luken a finales de julio —continuó—. Anton Vane, Tobyas Regan y Joshua Jones. A excepción del último, el primero está muerto y el segundo no existe.
—¿Qué?
QueenBee emitió una sardónica risita.
—Anton Vane murió hace dos años en un accidente automovilístico. —Me mostró la pantalla de su portátil, donde había una foto de un muchacho moreno—. Está usurpando una identidad. En cuanto al otro, supongo que compró una identidad falsa hace poco.
Tragué con dificultad.
—¿Y Joshua Jones?
Silver tecleó en su portátil antes de darme una respuesta.
—Nacido en Nueva Estación, donde aún reside su familia; 27 años; graduado con honores en la universidad francesa Vhermont; cinturón negro en taekwondo; toca dos instrumentos; habla cuatro idiomas… ¿Buscas algo en particular sobre él?
Negué con la cabeza.
—No, con eso es suficiente.
Un escalofrío se instaló en mi pecho cuando salí del Arcade al notar un par de hombres al otro lado de la calle. Respiré hondo y continué la marcha hasta el Mustang.
Mi paranoia se disparó al no encontrar al pelirrojo allí. Lo llamé, pero su tono, El vuelo del Moscardón, resonó desde el interior del auto. Miré en derredor, en su búsqueda, y entonces me di de bruces con la desagradable vista de los dos hombres detrás de mí.
—¿Puedo ayudarlos, caballeros? —Fingí la serenidad que no tenía, y resalté con saña la última palabra, cualidad que ellos no poseían. Estaba aterrada, y no era para menos.
—Rough Kim —pronunció uno de ellos, los ojos en la identificación de mi uniforme.
Retrocedí un par de pasos, con intenciones de echar a correr.
—¿A dónde piensas que vas, ramera?
El otro me interceptó.
Me aguantó por un hombro y me lanzó contra el muro del callejón en el que Nate estacionó el auto. Mis huesos tronaron por el impacto y de mi garganta escapó un alarido cuando me propinó un fuerte puñetazo en el abdomen. Mi cuerpo se dobló de dolor e intenté llevar las manos a la zona donde me había golpeado, pero él me detuvo al darme una bofetada.
Me pegué a la pared, ansiando conseguir algo de estabilidad y defenderme. Caí sin fuerzas sobre el adoquín, jadeando por el impacto en mis rodillas. Me levantó por el pelo y, antes de que pudiera abrir la boca para protestar, me abofeteó otra vez.
—¿Qué mierda quieren? —grité.
Su compañero emitió una gutural carcajada y le atizó una palmada en el hombro.
—¿Qué le hicieron a Nate? —chillé, desesperada.
Dada la circunstancia, estaba segura de que algo le había pasado al pelirrojo.
—Acabemos con esto —gruñó el que me tenía sujeta—. ¿Cuál es la orden de la señora?
—Dejarla viva, pero inútil.
No pude evitar alarmarme. Aquello no era casualidad, tampoco era un atraco normal, y ellos no eran asaltantes comunes. Estaban ahí por mí.
Vi con horror como abrió una navaja frente a mis ojos.
—¿Lista, belleza?
N/A:
¿Reconocieron a la hacker? 😎
Espero que la nueva versión les esté gustando. Por lo menos a mí me gusta más que la anterior, el resultado final de este libro me está convenciendo más.
Gracias por leerme.
XOXO, Aru♡