Jugando con una tramposa #3 ♧...

By LoveandRainbows15

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Lauren aprendió desde pequeña a desenvolverse en los barrios bajos de Londres. Ahora que sus hermanas se han... More

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By LoveandRainbows15

Barrios bajos de Londres, ruinas del antiguo teatro, 1803
 
—¡No es justo! —protestó la chiquilla de apenas ocho años, cuyos hermosos cabellos obscuros y grandes ojos verdes la hacían parecer un ángel—. ¡No quiero quedarme aquí! ¡Yo también quiero ir!

La pequeña Lauren se rebelaba, harta de todos los cambios que se habían  producido en su vida en los últimos años.
Sus hermanas y ella habían pasado de vivir en la lujosa casa de su abuela a subsistir en los barrios bajos de la ciudad, escondidas como ratas, y aún no  comprendía los motivos.

Sólo sabía que tenía que disimular su apariencia bajo mugrientas ropas de chico y ocultarse de su tío hasta que fuese lo suficientemente mayor. Y, mientras eso ocurría, ella no encajaba en ningún sitio:  siempre era demasiado pequeña, demasiado descuidada o demasiado torpe.

Siempre era «demasiado algo» para hacer otra cosa que no fuese esconderse en los pasadizos del ruinoso teatro, y ya no podía soportar más su forzado encierro.

Lauren quería demostrarles a sus hermanas de una vez por todas que podía ser como ellas y sustraer alguna bolsa a los posibles incautos cuyos bolsillos, para su fortuna, estaban demasiado repletos.

—Eres demasiado pequeña para adentrarte entre las multitudes —respondió Perrie, la mayor, mientras daba los últimos toques a su disfraz—. Podría pasarte algo, y nunca me lo perdonaría.

—¡Pero Lena va a ir contigo, y es sólo dos años mayor que yo!

—Yo tengo doce y soy lo suficientemente adulta como para conseguir sustraer alguna que otra bolsa —continuó Perrie—. Lena tiene diez, y es lo bastante madura como para seguir cada una de mis instrucciones y ayudarme distrayendo a algún primo. Tú solamente tienes ocho años, Lauren, y la última vez que te llevé conmigo me entretuviste y estuvieron a punto de atraparnos, algo que no podemos permitirnos. ¡Así que te quedas y punto!

—¡Pues me escaparé en cuanto tenga oportunidad y robaré mucho dinero para demostrarte que soy la mejor! —declaró la pilluela enfurruñada mientras jugueteaba con su cena, consistente en un duro mendrugo de pan y un gran trozo de queso un tanto añejo.

—¡Ah, no! Eso ya lo tenía previsto, así que John vendrá a hacerte compañía para asegurarnos de que no te escapas.

—¡Tú no confías en mí! Nunca me dejas hacer nada divertido… —se quejó una vez más la pequeña Lauren.

—No es eso, hermanita, ¿es que no comprendes lo difícil que es esto para mí? — preguntó Perrie, resignada mientras se sentaba junto a Lauren, dispuesta a explicarle una vez más por qué tenían que dedicarse a una vida de robos y  delincuencia, y a recordarle cuán peligroso era para ellas—. Si robamos es únicamente para sobrevivir, y si vamos siempre disfrazadas de chicos es porque así todo es más fácil. Si no te llevo conmigo se debe a que temo por ti; aún no te has adaptado  del todo a tu disfraz de Lawrence y cometes algunas imprudencias. Te lo tomas todo como un juego, cariño, y esto no lo es.

—¡Pero somos ricas, y tenemos una gran casa y todos los criados nos quieren y…!

—Eso era antes, Lauren. Ahora no tenemos nada y no podemos permitirnos llamar la atención.

—¿Por qué? —quiso saber la pequeña, confusa por los giros que había dado su vida.

—¿Te acuerdas de hace dos años, cuando huimos de la casa de la abuela por la noche y nos refugiamos aquí con John?

—Sí, esa noche la abuela estaba muy malita, ¿estará mejor ahora?

—No, Lauren. La abuela murió esa noche, y nuestro tío iba a quedarse con nuestra tutela, pero él no nos quería y estaba dispuesto a deshacerse de nosotras de un modo horrible, así que tuvimos que huir y escondernos.

—No me gusta el tío Simmons, ¡es malvado! —declaró Lauren sin dejar de prestar atención a las explicaciones de su hermana.

—A mí tampoco me gusta —convino Perrie —, por eso nos escondemos. Cuando seamos lo suficientemente mayores como para enfrentarnos a él, lo haremos y reclamaremos todo lo que es nuestro.

—¡Yo ya soy mayor! —expresó Lauren indignada.

—No, aún eres pequeña. Pero un día serás lo bastante mayor como para ayudarnos a Lena y a mí —comentó despreocupadamente Perrie mientras removía con cariño los revoltosos rizos de su hermana.

—¡Pues no pienso ser buena con John cuando venga! ¡Y me llevo la cena a la  cama! —gritó Lauren enrabietada mientras se dirigía hacia un viejo colchón, que hacía las veces de lecho, situado tras unas harapientas cortinas rojas que alguna vez habían formado parte de un suntuoso escenario en ese viejo teatro abandonado que ahora era su hogar.

Acostumbrada al temperamento de su hermana pequeña, Perrie negó con la cabeza y terminó de cubrirse con la andrajosa gorra que ocultaba sus hermosos rizos rubios.

—¡Estoy lista! —exclamó extasiada Lena, golpeando el talismán que ocultaba en sus desaliñados pantalones de chico.

Perrie la revisó de arriba abajo intentando hallar algún defecto delator en su disfraz, pero su hermana de diez años se había convertido totalmente en un niño: vistiendo pantalones anchos junto con un jersey dos tallas mayor, unas sucias botas y una gorra doblada que ocultaba sus llamativos rizos rojos, Lena pasaba por un perfecto pilluelo de los barrios bajos de Londres en busca de sustento.

—Ensucia un poco tu bonito rostro con hollín, Leo —ordenó Perrie mientras se embadurnaba el suyo también.

—Bien. ¿Adónde iremos a robar hoy, Pierre? ¿Junto a la Ópera? ¿A la salida de alguna suntuosa fiesta? ¿O tal vez en algún alborotado teatro…?

—Iremos a… —Perrie calló cuando vio cómo asomaba una pequeña naricilla chismosa tras las cortinas que dividían la habitación—. Te lo diré luego, Leo.

—Sí, será lo mejor —señaló Lena, mirando con disgusto a su entrometida hermana pequeña.

* * *

Mientras las dos hermanas se marchaban por uno de los pasadizos ocultos del antiguo teatro, el Viejo John, un hombre apodado así en los bajos fondos, no tanto por su avanzada edad como por la sabiduría que dejaban traslucir sus ancianos ojos, entraba en la estancia anunciando con su habitual alegría su presencia en el lugar.

Una vez más se notaba que ese pícaro timador, que las había instruido desde hacía un par de años en los tejemanejes de los suburbios de Londres, había sido bendecido por la diosa fortuna.

Sus ropas de esa noche eran bastante más elegantes y pulcras que de costumbre, y su viejo porte había sido pulido hasta parecer un anciano pero distinguido hombre de negocios.

Que sus negocios fueran honrados era otra cuestión…

—¿Dónde está mi pequeña Lau? ¿Es que hoy no le vas a dar un abrazo al Viejo John? —exclamó alegremente sentándose en una destartalada silla junto a la ajada  mesa que hacía las veces de comedor.

—¡Hoy no pienso salir de mi cuarto! ¡Estoy enfadada con todos porque pensáis que soy demasiado pequeña para cualquier cosa!

—Es una verdadera lástima —comentó John mientras barajaba hábilmente un  juego de cartas—, ya que hoy me he traído mi baraja de naipes franceses y podría enseñarte a jugar.

—¡Jugando no se consigue dinero! —repuso la pequeña Lauren recordando las reprimendas de su hermana.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó John escandalizado.

—Mi hermana Perrie —confesó la niña al tiempo que asomaba su curiosa naricilla entre las cortinas para observar cómo John jugaba con las cartas, cada vez más interesada.

—Con los juegos de azar y las trampas se puede conseguir mucho dinero, querida. Incluso puedes marcharte felizmente con él en las manos delante de las narices del incauto sin que éste pueda decirte o reclamarte nada.

—Entonces… ¿el juego es una forma fácil de robar? —preguntó con sumo interés Lauren, saliendo finalmente de su escondrijo con paso vacilante.

—No, para nada —negó el Viejo John—. Es algo muy complicado y entraña tanto o más riesgo que sustraer dinero de un bolsillo repleto.

—¿Y yo podría aprender? —se interesó Lauren mientras se sentaba junto a él y observaba atentamente cómo sus diestras manos jugaban con las cartas.

—Sólo los más hábiles y listos son capaces de ganar siempre en el juego. Y sólo los mejores hacen una fortuna con ello.

—¿Tú eres el mejor? —interrogó Lauren, absorta en los naipes.

—No, tan sólo un aficionado —respondió John—, ¡pero quién sabe! Si aprendes lo suficiente, tal vez llegues a ser una de las mejores.

—¡Seré la mejor de todos los tramposos! ¡Aprenderé a hacer todos los trucos y las trampas posibles y al final haré una gran fortuna con ello y se la refregaré por las narices a mis hermanas!

—Los buenos tramposos no hacen jamás alarde de su fortuna, o son muy pronto descubiertos —la reprendió John—. Además, tus hermanas se preocupan por ti, por eso salen todos los días a la calle y se juegan el pellejo.

—¡Pero no me dejan ir con ellas! Dicen que no sirvo, y no es justo. ¡Yo soy tan capaz como ellas! —declaró Lauren indignada.

—Bueno, pues demuéstrales lo capaz que eres de otra manera. Aprende y sé la mejor, pero no para restregárselo a tus hermanas, sino para ayudarlas como ellas te ayudan a ti trayendo dinero para tu sustento.

—¡Comencemos con las clases, John! —apremió Lauren—. ¡Al final de esta  semana tengo pensado ser la mejor!

—¡Oh, pequeña…! Dudo que en tan poco tiempo llegues a aprender ni siquiera a barajar las cartas en condiciones…

* * *

Pero la pequeña Lauren aprendió con enorme rapidez, y al final del mes jugaba tan bien como cualquier chico de la calle. Aunque aún no terminaba de cogerle el truco a eso de hacer trampas, ya que siempre la delataba su hermosa sonrisa cuando tenía una buena mano o cuando sabía las cartas que tenía su rival.

—¿Qué es lo que hago mal, John? —preguntó exasperada la pequeña tramposa.

—Tu sonrisa te delata, mi joven pilluela. Cuando los hombres juegan en serio, ponen en su rostro una perpetua mala cara, tengan o no una buena mano. Así nadie sabe nunca cuál es su suerte.

—Pero a mí no me gusta estar seria mientras juego. ¡El juego me divierte!

—Entonces nunca llegarás a ser una gran jugadora.

—¡Eso ya lo veremos! —declaró Lauren pensativa mientras acariciaba sus escasas ganancias, que consistían en tres caramelos, mientras que John tenía más de diez en su poder.

Al final de la tarde, en cambio, era John quien perdía. Tan sólo le quedaba un caramelo, que cedió con dignidad en la última mano ante la gran habilidad de la pequeña tramposa.

—¿Cómo has podido ganarme? —preguntó confundido por su derrota.

—¡Es que soy la mejor! —presumió Lauren mientras degustaba una de sus dulces ganancias.

—¡Es tu sonrisa! Estás siempre sonriendo y eso me confunde —afirmó John ilusionado al haber encontrado el fallo en su juego.

—Dijiste que mi expresión debía confundir al adversario y, como yo no sé poner una cara tan seria como tú, decidí sonreír en todo momento, ya sea con una mano ganadora o con unas muy malas cartas.

—¡Has hecho muy bien! ¡Has transformado algo que otros creerán una debilidad en una ventaja para ti! —exclamó John con orgullo—. Creo que es hora de que le demuestres tus habilidades a alguien más que a mí. Esta noche, disfrázate muy bien,  mi pequeño Lawrence, pues daremos un gran golpe en la taberna del Zorro Amarillo. Tú serás mi inocente y jovial sobrino y yo sólo un viejo borracho. Eso sí, Lau, ahora que sabes ganar, deberás aprender a perder para que podamos hacernos con una cuantiosa bolsa.

—¿Cómo es eso de que tengo que perder? No lo entiendo —preguntó confusa la chiquilla, ajustando bien el sucio gorro en su cabeza para que ocultara todos y cada uno de sus rebeldes rizos negros.

—¡Oh, no te preocupes! Te explicaré todo cuanto tienes que saber esta noche — señaló John mientras ambos se dirigían ya hacia la salida en busca de su gran premio.

* * *

Perrie y Lena miraban una vez más la nota que su hermana pequeña había dejado  para ellas. No sabían si estaban más furiosas o sorprendidas por la escapada  de Lauren, pero lo que sin duda se reflejaba en sus jóvenes rostros era confusión.

¿Desde cuándo sabía su hermana jugar a las cartas o hacer trampas? ¿Por qué diablos la había dejado salir John? Con lo distraída que era, seguro que acababa metiéndose en problemas.

Una vez más, ambas jóvenes se paseaban de arriba abajo por la pequeña estancia  sin dejar de preocuparse por lo que podía llegar a pasar cuando oyeron la jovial risa de Lauren acompañada de las estruendosas carcajadas del Viejo John.

—¡Los hemos desplumado! —afirmaba Lauren, cautivada por la acción del juego.

—¡Sin duda alguna, pequeña! Ésos no volverán a decir que eres demasiado joven para jugar.

—¿Cuándo regresamos? —preguntó la niña emocionada.

—¡Nunca! —contestó Perrie mostrando su enfado.

—Pero, Perrie, ¡soy la mejor y puedo conseguir mucho dinero! ¡Mira! — señaló Lauren arrojando todas sus riquezas encima de la quebrada mesa.

—Es muy peligroso y…

—Perrie, vivir aquí ya es de por sí peligroso —intervino Lena poniéndose de parte de su hermana menor al ver de lo que ésta era capaz.

—Pero podrían atraparte, y entonces…

—Si a ti nunca te atrapan, ¿por qué piensas que me atraparán a mí? ¿Es que acaso no soy tu hermana? ¡Déjame demostrarte lo buena que puedo llegar a ser! —pidió Lauren.

Perrie observó con curiosidad el botín obtenido, luego miró atentamente el disfraz de su pícara hermana, con el que parecía un verdadero pilluelo de la calle.

—Nunca timarás dos veces en el mismo lugar, y siempre irás acompañada por John —decidió Perrie, dando así la aprobación a su hermana.

Lauren corrió alegremente hacia su colchón, jugando con una baraja que había obtenido esa noche como premio en una de sus partidas.

—Una cosa más, Lauren: sé la mejor —le aconsejó Perrie antes de dejarla en paz.

* * *

Lauren se tomó muy en serio su labor, así que con el tiempo pasó de los juegos de cartas a los dados, luego fue la ruleta y algún que otro entretenimiento callejero  del tipo «¿Dónde está la bolita?».

Finalmente se convirtió en la mejor tramposa de todo Londres, hasta que el juego ya no tuvo misterios para ella, porque siempre sabía cómo y a quién ganaría y en el momento en que ocurriría cada jugada.

Definitivamente, había nacido para ser una jugadora.

* * *

Muelles de Londres
 
—Esta noche ya he perdido demasiado dinero, niña, ¡así que dame mis ganancias o probarás mi bastón en tu espalda!

—¡Pero usted no ha ganado, señor, no ha adivinado dónde estaba la bolita! — respondió asustada una joven de apenas doce años de inocentes ojos marrones  y  bonitos cabellos castaños.

—¡Pues claro que lo he adivinado! ¡Lo que ocurre es que tú la has cambiado de lugar en el último momento!

—¡No, eso no es cierto! Yo soy una joven  honrada, si la suerte no me sonríe, lo dejo estar. Yo nunca hago trampas.

—¡Ja! Tú eres una más de los bastardos del muelle, una más de esos niños sucios y harapientos que no tienen moral. ¡Seguro que ni siquiera tienes nombre!

—Sí lo tengo, señor, me llamo Camila.

—¿Camila qué más? ¿Cuál es tu ilustre apellido? —preguntó  burlonamente  el noble a la impertinente joven.

—Yo… No lo sé, señor.

—¿Ves como tengo razón? Yo soy lord Simmons de Withler, un gran hombre de la sociedad, tanto por mi nombre como por mi apellido, y tú simplemente eres una raterilla de poca monta llamada Camila. ¿A quién te parece que creerían si decido denunciarte?

—Tome sus ganancias, señor —dijo finalmente la chica, acobardada ante la presencia de un hombre notoriamente más poderoso que ella.

—Así me gusta, rata de cloaca, que seas obediente y sepas cuál es tu lugar.

La oronda y tambaleante presencia del aristócrata desapareció del pequeño puestecito de apuestas del muelle, no sin antes derribar con su bastón todo lo que la chica había logrado conseguir. La improvisada mesa, que no era más que una vieja caja con un sencillo trapo, ahora yacía en el suelo rota en pedazos. Las tazas que usaba para ocultar la bolita, una hermosa canica verde, estaban todas quebradas e inservibles y, finalmente, la canica había desaparecido entre los viejos tablones del muelle.

Camila lloró en silencio esperando que nadie lo notara, pues eso en los barrios  bajos de Londres sólo significaba debilidad. Las lágrimas limpiaban lentamente su sucio rostro mientras recogía los restos de su pequeño sueño, el  cual una vez más había sido roto con violencia, haciéndola despertar a la verdad.

Lo que decía su hermana mayor era cierto: siendo buena y honrada no se conseguía nada.

—¿Qué te ha pasado esta vez? —preguntó una joven de unos catorce años con el rostro enfurecido mientras miraba el desastre que había a sus pies.

—Lo mismo de siempre, hermana —comentó Camila resignada.

—¿Quién fue esta vez: un niño mayor, un matón harapiento…?  —preguntó la joven en busca de un culpable al que castigar.

—Fue un lord tramposo. Por lo visto,  siempre que tengas un nombre completo con el que hacerte valer, no importa si haces trampas y eres despreciable.

—Pero nosotros ya tenemos nombre, yo soy Sofia y tú eres Camila.

—Sí, pero carecemos de apellido.

—Nadie nos puso uno —contestó Sofia—. No veo por qué tiene eso que ser importante.

—Pues, por lo visto, lo es —concluyó su hermana.

—Entonces elijámoslo nosotras —decidió Sofia—. Al final de esta semana tendremos un apellido por el que todos nos conocerán.

—Al final de esta semana no sé siquiera si tendremos casa. En el orfanato ya no cabemos, hoy han metido a quince niños más, ya comienzan a decir que somos demasiado mayores para quedarnos, y no sé cómo vamos a sobrevivir en las calles — comentó Camila con preocupación—. Por lo visto, el ser honrada no funciona.

—Ya te dije que tu negocio nunca funcionaría. Eres una chica a la que la suerte le sonríe, pero hay demasiados tramposos por estos lugares como para que una persona honesta consiga algo.

—Entonces ¿qué insinúas? ¿Que abandone mi sueño?

—No, hermanita, insinúo que te conviertas en una de las mejores tramposas de Londres y no te dejes engañar nunca más por nadie. Así jamás se aprovecharán de ti y podrás cumplir todos tus sueños.

—¿Y quién me enseñará a ser una tramposa? ¿Tú? —repuso irónicamente la joven Camila.

—¡No digas tonterías! Si yo apenas sé hacer el truco ese de la bolita, mucho menos hacer trampas. He conocido a un hombre al que llaman el As. Es el mejor jugador de cartas, de dados y de cualquier otro juego que puedas imaginar. Sus dedos comienzan a fallar y necesita a alguien hábil al que enseñar para poder conseguir dinero en un futuro. Tú podrías ser ese alguien.

—¿Qué tengo que hacer para conocerlo? —preguntó Camila, interesada en aprender a ser la mejor jugadora, ya fuera con trampas o sin ellas.

—Mañana hará una especie de audición en la Taberna del Cojo. Tú sólo aparece y hazte notar. Después de todo, a ti siempre te sonríe la suerte. Seguro que el As te elige y puedes llegar a cumplir tu sueño.

—¿Y tú? ¿Cómo harás para cumplir los tuyos, Sofia?

—No te preocupes por mí. Mis sueños están empezando a cumplirse, cada vez son más los que me conocen.

—Y muchos más los que te temen. Tú no querías que te conocieran por ser una matona, sino por ser alguien importante —comentó Camila, apenada por su hermana mayor, una joven muy parecida a ella en su aspecto, pero a la vez tan distinta.

—A mi manera, estoy cumpliendo mi sueño, igual que tú, a tu manera,  cumplirás el tuyo —declaró animadamente Sofia, tendiéndole la canica que Camila creía perdida.

* * *

A la mañana siguiente, a la entrada de la Taberna del Cojo había una gran multitud de niños harapientos de todas las edades.

La cola daba la vuelta al edificio, pero Camila estaba decidida a ganar, así que, haciendo uso de sus cualidades de embaucadora, convenció a la mayoría de que el As era un hombre horrible que esclavizaba a los niños haciéndolos trabajar mucho y ganar poco. A otros les contó la extraña desaparición de sus anteriores aprendices, y, así, al final de la mañana había avanzado enormemente en la cola.

Delante de ella sólo había doce niños.
Camila los observó atentamente y decidió que ninguno de ellos era competencia para ella. Luego admiró relajadamente al que sería su mentor. Lo primero que observó fueron sus ropas caras y poco usadas. Su rostro, el de un hombre que comenzaba a envejecer pero que aún no era tan anciano como para ser engañado. Su figura mostraba que la vida le había sonreído: no era demasiado delgado como los maleantes hambrientos del lugar ni demasiado orondo como los vagos borrachos de los alrededores.

Aunque su genio parecía ser algo desagradable, pensó la chica cuando, una vez más, descartó a otro joven con ásperas palabras.

—¡No! ¡Demasiado gordo! ¡Se comería todo lo que ganara! ¡Fuera de aquí, glotón! —gritó una vez más el As para que se moviera.

—¿Esto es todo cuanto has podido conseguirme, Beltrán? —preguntó el afamado jugador al dueño de la posada, observándolo con reprobación desde el desvencijado asiento donde juzgaba a todos los candidatos.

—Sí, lo siento, señor. Tal vez mañana… —se disculpó servilmente el posadero retirándose tras la barra.

—En fin… —suspiró resignado el jugador levantándose de su lugar.

—¿Y yo qué? —comentó una joven de hermosos rasgos y actitud decidida.

—Tú eres demasiado guapa para el juego, muchacha —sentenció el As, dispuesto a deshacerse de la chica.

—Que yo sepa, no se juega con la cara, sino con las manos y la suerte —contestó desvergonzadamente la joven.

—Ah, el juego es algo más que eso, chica —indicó el hombre a la pequeña impertinente.

No obstante, la muchacha finalmente había llamado su atención, por lo que volvió a sentarse y comenzó a observarla con más detenimiento.

—El juego consiste en leer a tus rivales y saber, en cuanto se reparten las cartas, la mano que tiene cada uno de ellos, saber cuándo debes rendirte y cuándo proseguir, saber cuándo el premio vale la pena y cuándo no. En el momento en que un hombre juega, y lo hace bien, no usa sólo sus hábiles manos, sino todo lo que hay a su alrededor: su entorno, su presencia, su sonrisa… Todo puede hacerte ganar o perder. Ésta es una lección que te doy gratis, y ahora, chaval…, ¡vete de aquí y no vuelvas!

* * *

Camila se marchó, pero volvió a la mañana siguiente, y a la otra, y así sucesivamente durante una semana. Y, cada vez que volvía, recibía una nueva lección del maestro, que, sin saberlo, había elegido ya al que sería su sucesora.

—¿Otra vez tú? ¿Es que nunca te das por vencida? —exclamó el jugador entre carcajadas.

—No, nunca me rindo —respondió Camila.
—Pero hay que saber cuándo retirarse, y creo que éste es el momento. Así que, venga, vete y no vuelvas más.

—No, esta vez no me marcharé —replicó la chica, enfrentándose al maestro—. Le propongo un juego: la carta más alta gana. Si la saca usted, no vuelvo a aparecer por aquí; si la saco yo, usted me enseña todo cuanto sabe.

—¿Te crees capaz de ganar al maestro, muchachita?

—Sí, sin duda alguna puedo conseguirlo —sentenció Camila decidida.

—¡Beltrán! —llamó entonces el jugador—. Saca una baraja nueva de cartas sin abrir. El maestro ha sido retado. Barajarás tú y repartirás sin trampa alguna. ¿Estás de acuerdo, pequeñaja?

—La verdad, señor, preferiría que repartiera las cartas alguien que no lo conociera. No es por nada, pero usted me comentó en una ocasión que las cartas son muy fáciles de marcar para los expertos.

—¡Serás insolente! —exclamó gratamente sorprendido el jugador—. ¡Bien, elige tú al repartidor!

Camila observó la pequeña taberna con detenimiento y, en un rincón de la estancia, distinguió al niño orondo que había sido terriblemente ofendido por el maestro. Sin duda, él no haría trampas que beneficiasen al As, por lo que fue elegido como la mano inocente.

El niño barajó torpemente las cartas y luego entregó una a cada uno, las cuales permanecieron boca abajo a la espera de saber cuál de ellos sería el vencedor. Los hombres y los niños rodeaban expectantes a los jugadores. En torno a ellos  comenzaron a hacerse apuestas.

El maestro fue el primero en girar su carta.
Una reina le sonrió desde la mesa.

—Una carta bastante alta y difícil de superar —señaló degustando ya su victoria.

—Pero no imposible —sentenció Camila sin dejar de mirarlo mientras volteaba la suya. Por la reacción que vio en el rostro de su rival, de inmediato se supo ganador.

—¿Cómo demonios lo has hecho? —preguntó el maestro sorprendido, observando el as que se reía de él en manos de su adversaria.

—Tengo un secreto —susurró la niña a su rival.

—¿Ah, sí? ¿Y cuál es? —se interesó el hombre, acercándose a Camila a la espera  de descubrir su trampa.

—Soy una chica a la que siempre le sonríe la suerte.

El maestro se apartó de su discípula y sus carcajadas resonaron por todo el local. Nadie supo nunca cuál fue el secreto susurrado al oído del tramposo, pero todos quedaron tremendamente sorprendidos cuando el maestro al fin declaró:

—Sin duda me equivoqué contigo. Eres altamente apropiada para ocupar mi lugar. ¿Cuál es el nombre de mi nueva aprendiz? —preguntó interesado en su singular discípula.

—Camila Sin.

—Un nombre algo singular… ¿Sin no significa «pecado»?

—Sí, señor, mi hermana y yo decidimos que estábamos hartas de que siempre nos dijeran lo malos e inadecuados que somos, así que lo adoptamos como nombre para  que dejaran de recordárnoslo.

—Muy conveniente…, y dime, Camila, ¿por qué quieres aprender a ser la mejor en el juego?

—Muy fácil, quiero llegar a tener una casa de juego enorme, donde acudan todos los lores a gastarse su dinero.

—¿No es algo contradictorio que un jugador regente una casa de juego, y más aún uno tramposo? Porque sabes que te enseñaré a hacer trampas, ¿verdad?

—Si soy la mejor, nadie me ganará, y si sé hacer trampas, nadie me engañará jamás.

—Sin duda eres muy ambiciosa, pero adecuada. Aunque debo advertirte de algo: siempre habrá alguien que sea más tramposo que tú, por lo que nunca deberás dejar de ser la mejor.

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