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By teffyrula

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❝ Me iré viajando a donde mis fantasías me guíen; bailando un compás que sólo nosotros sabemos de qué va. Por... More

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By teffyrula

(。☬ Nishinoya ☬。)

Para Nishinoya la vida era presencial, divertida y ardua. Sobre todo de índole especial. Con sensaciones que quería experimentar a flor de piel en hechos y actos llenos de trabajo por su parte, para así llevarse la experiencia completa sin ningún arrepentimiento. Porque no tenía nada que perder, porque podía hacerlo. Carecía de ciencia imprudente por más loco que sonaran sus planes. La imprudencia no estaba acompañando su travesía de cosas espontáneas, eso jamás iría con él. Nunca. Era listo para algunas cosas, para otras no tanto.

Sabía que necesitaba dinero, una y otra vez hizo diferentes reparaciones de motocicletas y autos con lo que su Saeko-neesan le enseñó. Se llevaba sorpresas inesperadas en sus trabajos a medio tiempo, el salvajismo lo acaparaba por delante y por detrás, de arriba a abajo. Ésa era la apariencia y la primera impresión que te podrías llevar de él.

Por el logro de un año y cinco meses de trabajo, cubría lo básico para su meta: viajar. Noya quería viajar.

La gran mayoría no se esperaba eso. Bien pudo montar un negocio, invertido en algún objeto de valor. Pagar alguna carrera universitaria o vivir la común vida de un residenciado. Asahi sabía desde su último año de preparatoria que esas cosas no irían con Noya, se creía que seguiría jugando Voleibol, porque ¿con qué otra cosa lo relacionaban? Podía ser bueno en lo que quisiera si se lo proponía, esa era al vibra que dejaba.

Pero él quería conocer el mundo. El sueño que el adulto formal consideraría infantil. Pero Noya no iba rumbo a la imagen del adulto formal.

Su hermana mayor lo regañó, un chico atlético como él tenía las puertas abiertas para ser un jugador profesional bien conocido, no lo aprobó a primera voz. Mientras que las otras dos lo apremiaron. Su abuelo gritó victorioso de que el miedo brillara por su invisibilidad para con su nieto. Tomaría la vida por los cuernos, de la forma que el quería con su gran sonrisa feroz.

¿Que faltaba allí? ¿Algo faltaba? Si, él lo sabía. Su querida confidente más cercana, el apoyo más concurrido de su vida, su nov...

—Es mejor que nos demos un tiempo.

Primer toque a tierra. No, a bajo tierra.

Shinomiya Akane tenía una expresión de desapego. Franqueza a negativa. Dura y hasta algo triste, retraída.

No podía creerlo. Ella debía ir con él, estaba en su mente. Y si no iba con él, jamás se imaginó terminar la relación. Llevaban casi los dos años juntos. Se respetaban en todo.

—Yū, estoy terminando contigo.

Silencio fúnebre. Cejas fruncidas. Golpe en la entrepierna.

Estaba ciego con anterioridad, porque debía suponerlo. Akane era conservadora como sus padres. No quería irse al extranjero ni mantener una relación a distancia. Quería estudiar Mercadeo. Quería una vida estable.

Se cayó al precipicio con fuerza. Casi lo niega. Casi le dice que lo pensara mejor. Pero eso no se dice. ¿Qué decir? Ya casi no lo recuerda. Ya había pasado un año; el cielo estrellado de Almaty le recorría con aire frío y pesado. Era de esa manera porque Akane venía casi siempre a sus recuerdos como bomba lacrimógena o una sombra sobre su cabeza. Antes de dormir una nube llena de agua se posaba en la almohada.

Pesado, así se sentía aveces. O todo el tiempo. Es difícil describirlo.

El año está conformado por 12 meses con 365 días. En todo ese tiempo Nishinoya había ido y venido. Su primera parada fue Mongolia por un conocido de su abuelo que le ofreció recoger cosecha de caña. Disfrutó tanto esos 7 benditos meses porque aunque estaba con el corazón roto, la venda cocida y las manos temblorosas, el mundo le parecía tan grande tras esos palillos de dos metros, transitados hasta la porción de azúcar que le sacaban y sentirse parte de todo ese proceso le abrumó. En demasía. Con picardía, susurrándole que él podía, que la cultura era demasiado rica. Que en las noches escuchaba relatos de folklore de esa familia que le ayudó a adaptarse, y esos niños que jugaban por los potreros le daban tanta vida. Que creyó, por ser un tonto, que había sanado.

Pero se estaba engañando a si mismo. Porque al primer atisbo de cariño que veía de una pareja por las aceras o aquel viejo matrimonio con las manos arrugadas llenas de amor, se cacheteaba mentalmente de que la vida no era sólo eso. Que tenía que dejar de pensar en aquello, que el mundo era demasiado grande para agendarlo con la palabra Amor como si lo fuera todo.

Regaño, fatiga, risas, tristeza. Regaño, fatiga, risas, tristeza. Regaño, fatiga, risas, tristeza. Juraba que se había convertido en un ciclo molesto, entonces haciendo las flexiones de castigo que acostumbraba a hacer, decidió irse a Kazajstán, con destino a Astana, la capital. Porque ese primo lejano del señor le invitó el pasaje para que trabajara cargando mercancía a refugios clandestinos.

Le sonó tan curiosa la idea que se embarcó, esperanzado a que esos sueños que los demás tenían alucinando para él quedaran en el pasado. Porque aún había sueños, guardados en cajones, que él tenía miedo de botar con intuición de que algún día los iba a necesitar. Pero esos sueños eran los recuerdos, y otra vez se engañó a si mismo.

Astana le bombardeaba el cerebro por las personas que habitaban ahí. Era pequeño pero majestuoso. Esas historias de costumbres que rondan por miles de años para un país que le hacía sentir en una película de acción.

El conocimiento que iba adquiriendo por las experiencias de distintos barrios le avisaban otra vez que el mundo era demasiado grande y que él podría conocerlo.

Sin darse cuenta que tarde o temprano caería otra vez en el mismo ciclo. Conduciendo con una venda en los ojos, porque por más comida, caminos, lugares y personas que conociera, su mente volvía a ese último año en Japón, al último año en Karasuno. Y se sentía triste sin saber porqué. Siempre.

Ni siquiera era que extrañara esas antiguas épocas, que se veían tan lejanas. Eran las memorias de cariño, un roce de manos, besos en la frente.

Se sentía perdido.

«—Si vas a los pozos de los desiertos de Almaty, se te curará el alma y encontrarás lo que estás buscando».

Su compañero, un señor de mediana edad con piel oscura y ojos rasgados, le cuenta que en los desiertos de Kazajstán existen veredas esotéricas perceptibles para el alma. Que ahuyenta los pesares.

Abrió los ojos fascinado y extrañado. Le leyeron los pensamientos que estaban ahogados entre aguas turbulentas.

Después de dos días y medio de viaje llegó a la región más fantasiosa que había visto. Gélida, extendiéndose a lo largo. Con casitas de años que se cuidaban a pesar del descuidado viento y hogareños criados a base de la religión.

A la primera semana, entró a una casa donde vendían de todo y compró un par de botas más un cepillo de dientes nuevo. Vió la cerveza, el lugar, la cerveza, las mesas y cedió.

Entonces fue cuando la vió.

El tipo extranjero con el que hablaba notó su poco inglés, iniciando conversación. Pero la castaña de melena prominente le lanzó un rayo de luz como si él fuera adivino y pudiera leer las estrellas en las puntas de esas hebras.

La nariz de Noya estaba rojiza, sus ojos brillantes y con la expresión de borrachín. Se balanceaba descuidado en la silla y el norteamericano se burlaba de su comportamiento. La mujer de espalda pequeña con su enorme mochila le deja claro que es una mochilera igual que él. Pantalones anchos de trabajo, botas de refuerzo y camiseta de botones blanca. Mas el harapo que parecía turbante por su cuello hasta su cabeza.

Consuelo vistoso. Pestañas negras. Esa era Yusara.

No buscaba un tipo de negociación confidente en el que el trato fuera pasar la noche y un Que te vaya bien.

Porque difería entre esos encuentros de poca importancia que no le dejarían nada especial. Inclusive si la fuera ver por la zona después de conseguir un pequeño trabajo arreglando telares en espacios de destilería. Yusara, ése era su nombre. Hábil con las lanas escurriendo como cataratas entre sus dedos hasta crear costales de distinta anchura para cargar mercancía. Yusara sabía tejer cosas de valor, con las trabajadoras de edad mayor en la destilería y por sobre más apariencias: tenía linda sonrisa. Hablaba dos idiomas y aprendía uno nuevo al parecer. Era de origen árabe y cocinaba delicioso. Se peinaba el cabello en una trenza y bailaba lado a lado mientras trabajaba.

Preciosa, al menos para él.

Solo que era difícil al verla, otra chica rondaba por su cerebro.

Santo cielo ¿por qué tenía que compararla con Akane inconscientemente? No tenían nada de parecido. Akane era pequeña, de cabello rubio y tez blanca. Mientras que Yusara es esa clase de chica a la que debes tratar de mujer, reía como mujer, trabajaba como una mujer, una mujer que lucía saber de todo y saber a donde iba, con cabello tirando a un negro, cejas pobladas y la piel tostada como pétalo de orquídea.

Había otra cosa. Yusara tenía un anillo en el dedo anular izquierdo. Pero estaba sola.

Y sea lo que fuera que eso significase, eso no impedía que ella se acercara una noche después del trabajo a su lado en la mesa y le invitara comer estofado.

Cerveza y buena comida. Dijo que si. Y le trató de hablar. Se les unió Mikhael, un chico de Vietnam que fue criado parte de su vida en el país. Mientras más cerveza iban agotando de los recipientes de arcilla, más incongruencias hablaban hasta llegar a esas historias del pasado donde salían a relucir entre sus alientos de vapor condensado los relatos de amores no correspondidos, corazones rotos y pasados infelices con alguna persona. Mikhael lucía demasiado joven pero era el mayor entre los tres, su ex-esposa lo había dejado para irse del país.

Era cómica su narración, alzaba el vaso de arcilla intercalando sus palabras como si eso fuera un ademán. Noya, más borracho de lo que manejaba, habló de Akane, con el inglés que sabía y poco a poco fue aprendiendo. Era inesperado para los otros dos el escucharlo tan sensible, porque siempre era un megáfono la mayoría de las veces y gritaba alegre si había dado con el manubrio del telar que se accidentó, pero verlo como lo veían justo ahí, en ese instante, les ponía el corazón como una pasa deshidratada.

—Yusara no está para escucharnos decir esas cosas, chino de segunda.

Nishinoya se quejó en voz alta con la voz a medio quebrar y un deje de diversión para disimular.

—¿Noya no es japonés? –la sonrisa de la joven adulta se notó deslumbrar–.

—Si si, como sea.

Los tres se rieron a la par. Dispuestos a llevar la responsabilidad de beber en el taller hasta altas horas de la noche.

—Yusara, aguanta un poco más. Tienes anillo en dedo y se ve como de esos cristales de granadas –un hipo torpe de Mikhael se dejaba escapar sacando a volar el tema como si fuera la cosa más esperada entre todos–.

—Ah, ¿éste? –señaló el anillo con sus destellos entre marrón y rojizo–. Es un regalo.

Un sonido de alarma resonó por los oídos de Noya. Estando alerta ante lo que fuera a decir.

—¿Quién carajos regala anillos con pedrería de granada sin el motivo de casarse? –preguntó Mikhael–.

La aludida guardó silencio. En Nishinoya Yū germinó la infame impaciencia. ¿Diría algo? Quería seguirla escuchando hablar. No tenía miedo, si estaba casada lo soportaría. Lo olvidaría.

—Es un regalo –el hilo de voz se tornó a un susurro–, es un anillo que me dió mi padre.

Sus oscuros ojos observaban con nostalgia el anillo. Era su amuleto de felicidad. De promesa. Un anillo de promesa sin carácter romántico.

Mikhael guardó silencio y después sonrió. Noya también sonrió y la velada se formó más amigable.

A la mañana siguiente, tomando el desayuno, cuando Yusara le habló sobre la noche anterior, las carcajadas sobresalieron en alto volumen. Fue ahí cuando Nishinoya lo supo en su interior: lo que necesitaba era que alguien le lanzara luz, la que fuera, una sugerencia, una brecha, un camino para volver al amor.

No era como si quisiera que fuera Yusara. Ni que fuera Mikhael, o el viaje a un país. Tenía que ser él el que se diera la oportunidad de soltar el pasado y volar, mirar hacia arriba.

Cuando se dedicó el tiempo a visitar los pozos después de un mes en Almaty, no fue solo. Ella lo acompañó. Sus penas guardadas flotaron por la superficie de sus labios.

—¿Era de tu mamá entonces?

—Si –caminaban el trayecto faltando metros para llegar–. Papá se lo había dado a mamá. Murió cuando tenía 15, dos años después de tenerlo guardado me lo obsequió.

—Es demasiado genial, como una herencia –la curva de sus labios se crispó tras ver cómo Yusara se ponía roja–. Bueno, no quise incomodarte.

La mujer negó con las mano en aire, sonriendo.

—Si es como una herencia. Diste justo en el clavo –se detuvo y miró a lo lejos– ¡Mira, allá están!

Corrieron a pesar de tener los muslos tensos por haber caminado más de una hora. Emocionados para confirmar si los pozos te curaba los males, sin embargo, gozar de verlos era la riqueza más sobresaliente.

—¿Crees que se puede pedir un deseo?

—¿Tú que deseas, Yusara?

Se arregló el cuello del hiyab, analizando.

—Quiero ir a Polonia para después ir a Italia.

Noya se empezó a reír estruendosamente. Además de pedir el deseo en voz alta (cosa que no debía hacerse por conocimiento común) mencionó países tan lejanos y distintos. Y lo más gracioso, era que él pensaba ir a Italia.

—¿Y tú, Yuu?

Le gustaba como decía su nombre, como el You en inglés. Le gustaba como sonreía, la figura de su cuerpo. Le gustaba como reía. Como se trenzaba el cabello. También le gustaba que no fuera una adulta formal. Le gustaba el sonido de su voz, con ese acento arábico y exótico. Pero lo que más le gustaba de Yusara, era que estaba enamorada de lo que sabía, de lo que haría, estaba enamorada de la vida.

Cerró los ojos, confundiéndola.

—Listo.

—No es justo ¡Yo te dije mi deseo!

Le empujó el hombro y le dió la espalda, para dejarla con la duda.

—Tenemos que hacer fotos.

Yusara entre nervios y fingida amargura trató de perseguirlo y caer con él en el suelo. Yū se reía sin parar. Ella igual, rogándole que le dijera su deseo.

—Los deseos no se dicen Yusara.

—¿El mío no se cumplirá?

Volvió a reír, el estómago le dolía.

—Bueno, eso depende de tí. Yo también quiero ir a Italia, ¿sabes?

Abrió los ojos con sorpresa. Sus dientes perlados le inyectaron endorfina.

—¡Entonces vamos juntos! –le dolía la espalda y el suelo se sentía caliente, terminó por levantarse. Ayudó a Yusara y ella se levantó tímidamente–. Sólo si quieres darme el honor.

Se mordió el labio emocionado. Tenía rato sin sentirse así. Cuando estaba en sus primeros años de preparatoria, hablar con una chica no era tan fácil. El tímido era él. Quizás lo que nacía en su interior era ese enamoramiento inmaculado. No inocente pero si fantasioso, irreal pero maduro. Le estaba empezando a gustar.

Aprovechó ese instante de valor. El roce de sus labios se proyectó con diligencia, haciéndola reír. Los pocos turistas les parecía adorable el afecto público.

Yusara le llevaba más de 5 centímetros pero eso no impedía que le tomara la cintura, le besara con dulzura y profundidad de loco. Por supuesto que le correspondió el beso, acariciando su cabello por detrás. El delirio de aquello le sacó un suspiro cuando se separaron milímetros. Con sus mejillas sonrosadas y el cabello escapando del hiyab. Yusara se veía preciosa esa mañana de sábado.

Sonrió victorioso, socarron y atrevido. Y le susurró: —Claro que quiero.

A Asahi constantemente le llegaban fotos sobre las travesías de Noya. Manteniendo el contacto y dejándolo al día con sus ocurrencias. Esas cosas nuevas que aprendía. Pero siempre estaba preocupado. Ideas de que aunque hiciera lo que hiciese, le saldría bien si ponía empeño, se preguntaba cómo se sentía.

Pero cuando llegaron nuevas fotos para guardar en la galería, no se esperaba ver a una mujer con apariencia de extranjera, cabello oscuro y ropas de aventurera. Sonriendo con su mejor amigo, tomados de las manos y mochilas de viajero. Leyó la descripción de las imágenes. De ahí partió de que todo iría bien, porque no tenía de que preocuparse tanto.

Se sintió feliz por Nishinoya, le sonrió a la pantalla y guardó el teléfono. Deseándole suerte como siempre lo hacía.

Ese mensaje era acorde con el deseo que Noya había pedido con fe a los pozos de Almaty.

Asahi-san, Kazajstán es increíble. Siempre hay leche de cabra en la destilería. La gente sabe mucho sobre animales y cosas de Dios.
¡Ah! También tengo noticias: creo que he encontrado al fin alguien que estará conmigo cuando abra por completo mi corazón. Si, creo que he hallado un camino para volver al amor”.

(。☬ A Way back into Love - Hugh Grant ft. Hailey Bailey ☬。)
Movie: Music and Lyrics
2007


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