Videtur

By NeverAbril

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Jess siempre quiso enamorarse, pero nunca pensó que su primer novio sería uno falso y mucho menos que sería X... More

🎶 💐
0 | Videtur
Especial de San Valentín
2 | Best friends, best lovers
3 | From Hollywood to Broadway
4 | Aphrodite's love
5 | World record

1 | A blind date with a serial killer

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By NeverAbril

💐 JESS 💐

Ir a una cita a ciegas era como prepararse para el fin del mundo. Planeabas cada paso con cuidado, ya fuese cómo te vestirías, qué comerías y tus defensas a la hora de sobrevivir, en ese caso, contra los nervios de la posibilidad de estar conociendo al amor de tu vida o al idiota más grande del sistema solar.

Sobre todo, la constante sensación adrenalina de no poder predecir lo que sucedería al siguiente instante resultaba igual de espantosa. Al menos así me sentía yo cada vez que asistía a una.

A pesar de los contratiempos que enfrenté, aguardé sentada en una de las mesas del restaurante con el maquillaje que me esforcé para hacerme, el vestido bonito que tardé horas en elegir, y los datos interesantes que saqué de los libros de una amiga para parecer inteligente.

Intenté calmar mis nervios durante los primeros quince minutos de espera, después de media hora comenzó a darme hambre y a los cuarenta minutos empecé a dudar si debía irme o no. Me quedé, incluso al sufrir de unas ganas de llorar por alguien que ni siquiera conocía.

¿Por qué me esforcé tanto?

Nunca funcionaba. Esforzarte nunca era suficiente si el mundo no te ayudaba un poco.

Incluso si me atraía una persona, yo no le gustaba a nadie lo suficiente como para que se enamorara de mí.

¿Cuándo iba a ser mi turno?

¿Cuándo alguien me vería y diría "esa es la chica que quiero"?

Siempre había sido el tipo de chica que se quedaba en un rincón suspirando y hablando de romances ficticios mientras los demás encontraban a alguien por arte de magia y me contaban sobre sus grandes conquistas en la vida real.

Era la amiga de todos y el personaje secundario en la gran historia de amor de alguien más. En el pasado solía ser un rol que me agradaba, ahora me hacía sentir encasillada.

Si los demás obtenían todo lo que querían, ¿por qué yo no podía tener una costa tan simple?

Sabía que compararme no estaba bien, sin embargo, no podía evitar tener esos sentimientos en lo profundo de mí. Si los seres humanos únicamente experimentaran buenos sentimientos, no serían humanos en absoluto.

No envidiaba a los demás, solo quería ser igual que ellos. Veía que iban de vacaciones a lugares exóticos, gozaban de aventuras épicas, y conseguían los trabajos que deseaban con un chasquido de sus dedos. Lo veía desde afuera porque nunca hice ninguna de esas cosas. No tenía dinero para viajar, me intimidaba ir sola a sitios desconocidos, y tardé muchísimo en elegir una carrera porque aunque todos sabían qué quieran ser de niños, yo estuve perdida por un tiempo y no fui una niña prodigio como ellos. Eran hechos, nada más.

Además, quería saber cómo se sentía que alguien se enamorara de ti por quien eres. No estaba obsesionada con ello, simplemente me daba curiosidad.

Quizás me esforzaba demasiado para obtener algo que no estaba destinado a pasar y ese día era una señal para que me rindiera. Perseguí al amor con todas mis fuerzas y él me esquivaba y corría mucho más rápido que yo como si yo no fuera merecedora de él. Me enojaba, me entristecía, me ilusionaba, y me rompía el corazón.

Deseaba saltar varios años para llegar a la parte donde ya era exitosa, estaba felizmente casada, y mi única preocupación fuera a donde iría a pasar las festividades luego de retirarme.

Pero eso no era posible. Nada era posible.

¡Ser joven apestaba!

¡Estar soltera apestaba!

¡No ser multimillonaria apestaba!

En resumen, mi vida era un asco.

Rayos, hasta mi corazón era tan virgen como yo. No me había enamorado ni había tenido sexo y faltaba poco para que cumpliera veintidós años. Sabía que no había edad para el amor y que no existía la presión para hacer algo más, pero ese era el punto. Yo quería hacerlo, solo me faltaba alguien con quien hacerlo, una pieza clave, debía agregar.

A ese paso moriría soltera en un asilo de ancianos y los únicos que vendrían a visitarme serían los gatos que adopté o sería uno de esos cadáveres que tardaban dos semanas en descubrir porque no tenía a nadie en el mundo.

Sacudí la cabeza ante aquel pensamiento tan sombrío.

Por supuesto, tal vez no estaría tan alterada si no fuera el Día de San Valentín y mi único pretendiente era un pastelito con crema que había en el menú y parecía que me hacía ojos para que lo comprara.

En algún punto me cedí ante la tentación del apetitoso aroma de las comidas que iban y venían. Mientras bebía el delicioso chocolate caliente que tuve que ordenar para que no me echaran del bar por esperar y no pedir nada, llamé a la camarera para que me trajera uno de esos pastelitos.

Si no podía comerle la boca a alguien, prefería comer un dulce.

No iría y devoraría un plato lleno de vegetales.

¿Qué sentido tenía eso?

Solo me pondría más triste de lo que estaba.

Yo comía dulces cuando algo me entristecía y comía verduras cuando estaba de buen humor para balancear las cosas. El sistema no era perfecto, pero funcionaba.

Nadaba en las corrientes del aburrimiento cuando me puse a analizar mi alrededor. Había parejas por todas partes. Volaban igual que mosquitos que aparecían de la nada y zumbaban en tu oído para molestarte o picarte. Reían, coqueteaban, y actuaban como tontos enamorados. Quedé boquiabierta al ver que en la otra punta del establecimiento había un hombre proponiéndole matrimonio a una mujer que saltó de alegría al ver el anillo.

¿En serio? ¿Acaso no podía esperar hasta la hora de la cena?

Una vez que recibí mi pedido, miré el bonito pastelito que poseía decoraciones en varios tonos de rosa y tenía "amor" escrito con crema y le di un buen mordisco, destrozando el dibujo.

A pesar de mi humor de perros, degusté el dulce y acabé sonriendo ante su sabor.

Comenzaba a aburrirme de nuevo justo cuando me desconcentró un grupo de chicas que se ubicaba a mi izquierda. Ellas cuchicheaban con secretismo, mirando desde una mesa amplia a un chico que no vi que entró y en la actualidad ocupaba un asiento en la barra del bar donde servían cócteles y otras bebidas. Él se encontraba de espaldas y parecía estar en su propio mundo, por ende, me dio curiosidad por qué llamaba tanto la atención.

Permanecí embobada, estudiándolo por un segundo a varios metros de distancia, y de pronto, un hombre desconocido se aproximó y me sacó de mi burbuja. Supuse que pasaría de largo, no obstante, él se acomodó en la silla frente a mí.

Carraspeé la garganta, incómoda por la intromisión.

―Disculpa, este asiento es para alguien más.

―Sí, ese alguien soy yo ―respondió el extraño con una naturalidad aterradora e ignoró la taza vacía y el envoltorio que quedó en la mesa―. ¿No ordenaste todavía? Sé que te gusta el té de manzanilla, así que ordenaré eso.

Vacilé.

¿Cómo rayos sabía eso?

¿Se trataba de un acosador?

¿Empezaría el día llamando a la policía?

―A mí me gustaría saber quién eres ―mascullé en un tono que fue demasiado suave y sujeté mi pequeña cartera por si debía correr.

―¡Soy Anwen! ―exclamó casi ofendido―. Hablamos por teléfono. ¿De verdad no reconoces mi voz?

Temblé mientras metía la mano para localizar algo oculto en su chaqueta. Volví a respirar al vislumbrar su identificación. El hecho de que probara que era Anwen no mejoró la situación. Me sentí tan estafada como cuando comprabas un producto de un catálogo, te lo mandaban a domicilio con un paquete bonito y al final lucía completamente diferente en la realidad.

Una tarde estaba aburrida, recortando el periódico para hacer una manualidad, y me topé con un anuncio interesante. Se trataba de una agencia de citas que brindaba como servicio encontrar a una persona que se ajustara a tus gustos para hallar a tu pareja ideal. Debido a que la primera cita era gratis, me anoté y así terminé ahí.

Después de que me ilusionara esperando más de una semana a que me contactaran, la noticia llegó y me mostraron el expediente de Anwen. Como las cosas que había escrito sonaban razonables, acepté y me dieron su número para que arregláramos los detalles del encuentro. Él me llamó primero y mencionó que teníamos unos años de diferencia en las llamadas que intercambiamos. Imaginé que serían dos o máximo cinco, ¡no veinte!

El problema no estaba en que era mayor, sino en que mintió respecto a su edad. El archivo de su perfil mostraba la fotografía de un muchacho que aparentaba estar en sus treinta y él superaba los cincuenta con notoriedad.

Por supuesto que no lo reconocí, ¿en qué pensaba ese sujeto?

No deseaba averiguarlo.

¿Cómo fui capaz de creer que una locura semejante saldría bien?

―Claro que sí ―pronuncié para variar.

Todavía no me recuperaba del susto.

―Perdón por la demora. No suelo levantarme tan temprano. ¿Esperaste mucho?

Aunque pasé allí una hora, negué con la cabeza.

Y el reloj que estaba colgado al fondo del restaurante marcaba que ya habíamos pasado las doce del mediodía. Eso no era para nada temprano.

Cuando me preparé, traté de olvidar que decían que en las citas a ciegas todo se basaba en la primera impresión y que mi cara sería mi carta de presentación. Me cuestioné si mi rostro podía contener errores de ortografía al igual que un currículo. Ya no importaba. No me importaba qué impresión le fuera a dar a alguien que me engañó de manera deliberada.

Me puse en marcha.

―Me voy a ir.

―¿A dónde? ―preguntó el hombre, elevando la voz.

Esquivé contacto visual y mentí.

―A ver a mi amiga en el hospital.

Para ser perfectamente clara, yo era terrible para mentir.

Me ponía nerviosa, me sudaban las manos, y la verdad tendía a escaparse de mí porque era incapaz de decir una mentira sin acabar confesando todo.

La cita del desastre había tenido lugar en el Hotel D'Grieff que pertenecía a una cadena hotelera que poseía hoteles de lujo esparcidos por todo el mundo. Por eso me entusiasmé. No solía ir a sitios tan caros.

Pese a las circunstancias, era lindo, en especial el restaurante al que podías ir a comer sin la necesidad de ser un huésped. Contaba con una colección de tonos monocromáticos, elegantes mesas de madera que se reservaban dependiendo del día y estaban organizadas en una especie de hexágono, una araña de cristal en el centro, y un mostrador en el fondo donde detrás de la barra enseñaban la selección de botellas carísimas que tenían. Sería más lindo si hubiera ido con alguien que conocía y no un completo y total desconocido.

―¿Cómo está? ―El tono de preocupación destilaba una falsedad impresionante.

No tuve control sobre ninguna de las palabras que pronuncié.

―Mal. Está muriendo mientras hablamos. Soy su número de emergencia y recibí una llamada hace un par de minutos. Dijeron que tuvo un accidente horrible. Se mencionaron huesos partidos, la mitad de los órganos internos muy expuestos, y mucha, mucha sangre. Es desagradable.

Supuse que cuanto más gráfica fuera, más asqueado estaría y me dejaría en paz. Su expresión lo corroboró.

―¿Quieres que te acompañe? ―consultó sin leer la habitación.

¿Por qué insistía en seguirme?

―No, ella es bastante quisquillosa respecto a los extraños. Soy su única amiga.

Él también se levantó.

―Yo no soy un extraño, soy tu cita.

La frustración no era buena para mi salud. Me tembló el párpado del ojo derecho.

―Sí, aun así, debo insistir... ―inicié y me interrumpió.

―Y yo debo insistir en ir contigo. Luego me encantaría tenerte para cenar.

Alguien sálveme de terminar descuartizada y servida para la cena, supliqué en mi cabeza, temiendo que en la suya hubiera ideas sobre cómo secuestrar a chicas ingenuas.

¡Yo era una chica ingenua!

Bueno, en realidad, mi amiga decía eso. Yo solo no la contradecía.

Tampoco se me daba muy bien rechazar a las personas y decirles que no. No me agradaba cuando me rechazaban, así que, ¿por qué hacer que otra persona pasara por eso?

Aun así, algunas situaciones requerían que fuera firme y concisa.

Entonces, se presentó una mujer de la misma edad que Anwen con una mueca cargada con una rabia que apuntaba hacia el hombre que me acompañaba. Antes de pronunciar cualquier cosa, agarró el vaso de agua que un cliente dejó en una mesa que no limpiaron todavía y se lo arrojó a él desde atrás. Soltó un par de maldiciones que me azoraron y se calló de sopetón al ver quién se lo tiró.

―Tessa ―masculló con puro miedo.

Tessa me apuntó con el índice y sentí que me sentenció a muerte.

―¡No creí que fueras capaz de engañarme otra vez y aquí estás! ¡Ella podría ser tu hija! ¿Acaso no tienes vergüenza?

¿Escuché correctamente?

Quise que me pasara un camión por encima.

―De hecho, no conocí a mi padre. Así que, eso es posible. Nunca conocí a mi padre. Lo que hace que esta situación sea más perturbadora ―murmuré sin premeditarlo. No entendía cómo alguien podía serle infiel al individuo que eligió para pasar el resto de su vida―. ¿Tienes una esposa?

―Estamos casados hace más de veinte años. No te lo dijo, ¿verdad? ―Tessa se aproximó a Anwen, quien se había reducido a una criatura con los hombros hundidos y la cabeza cabizbaja―. Eres un bastardo asqueroso. ¡Ella es una bebé! Cuando ella empezaba a caminar, tú ya estabas graduándote de la universidad. ¿No te parece retorcido?

Anwen se atrevió a hablar.

―Te lo puedo explicar, Tessa. No es mi culpa. Yo no te engañaría nunca. Bueno, lo hice una vez, dos veces, diez veces. Pero no significo nada. Ella es una zorra que intento engatusarme.

Entendí que Anwen probablemente usaba la agencia para conocer a chicas más jóvenes, usarlas, desecharlas y pasar a la siguiente. Me repugnó.

Parpadeé con fuerza y fruncí mi ceño con la intención de liberar una sarta de maldiciones. Al final las encadené en mi cerebro.

―¿Disculpa? Eso no es cierto, yo no hice nada, y esa no es una palabra que se deba usar, señor, excepto si está hablando del animal. Zorros. Zorras. Animales.

La mujer me estudió con ridiculez. Su problema no era conmigo, por ende, me habló sin rudeza.

―¿Es verdad?

Me alegró tener una excusa para irme. Pero me dio pena Tessa. Nadie merecía ser tratado así, menos por alguien que elegiste para pasar el resto de tu vida.

―Oh, descuide. No lo quiero. Es todo suyo, señora ―comuniqué, poniéndome la cartera sobre el hombro para irme.

¿Por qué pelear si se podía evitar?

Oí que siguieron peleando en cuanto me fui. Evité que me afectaran las miradas ajenas que me lanzaron aquellos que se encontraban almorzando en el restaurante. Yo era inocente. No me informó que estaba casado. Aun así, me incomodó el momento. Iba a morir de la vergüenza. Sería una anécdota más de mis fracasos amorosos.

Llegué al precioso vestíbulo del hotel que no sabía cómo describir y me distraje viendo que la puerta principal había sido bloqueada por una turba de gente gritando incoherencias y periodistas con sus mejores cámaras. Supuse que los rumores que decían que celebridades se hospedaban ahí eran ciertos. Me pregunté quién era en esa ocasión. El lado negativo de las cosas era que escuché al botones explicarle a una anciana que debería esperar a que despejaran la entrada para poder salir.

Resoplé, agobiada. Me asusté de golpe al percibir una mano sobre mi brazo izquierdo y giré sobre mis talones, poniéndome en posición de ataque y con eso me refería a que me limité a cerrar los puños.

―¡Por todos los soles y girasoles, no te acerques a una chica desde atrás, las asustas!

―¿Por qué te vas tan rápido? ¿No quieres divertirte conmigo? ―demandó Anwen, bloqueándome el camino.

Lo rechacé con un movimiento de mi cabeza, di un paso al costado y él imitó mi accionar.

―No, gracias. Prefiero divertirme sola.

Él procedió a agarrarme el brazo con más fuerza de la que imaginé e insistió.

―No sabes lo que dices.

―Lo sé. Para tu información, solía sacar diez en las pruebas de ortografía y gramática ―refuté, tirando el codo para atrás en busca de zafarme de su agarre. Lo logré, solo que no todo fue un éxito―. No me interesas. En absoluto. Así que te pido con amabilidad que me dejes tranquila.

Debido a que no tenía a dónde ir, regresé en dirección al restaurante y él me persiguió. Comencé a entrar en pánico al notar cómo aceleraba sus pasos cuando yo me apresuraba. No me gustaba lo que estaba sucediendo. Un miedo extraño, visceral, y espantoso me aplastó el pecho. Miré para todos lados y lo único que se me ocurrió fue ir a un lugar público. Si las cosas se salían de control, podía llamar a la seguridad del hotel.

Como me hallaba muy ocupada volteando hacia atrás, no vi que alguien salía del restaurante justo cuando yo planeaba entrar. Choqué contra un torso esculpido, un perfume adictivo, y calor humano. Alcé la vista, subiendo por su pecho cubierto por una camiseta blanca, y me topé con el tipo de rostro que no podías creer que era real a causa de lo hermoso que era. A pesar de eso, él tenía una expresión seria como si contara hasta diez para no explotar.

Las chicas que mencioné antes suspiraron, aguantando la respiración como si yo hubiera insultado a un dios. Era el hombre del bar, lo reconocí por la chaqueta de cuero que utilizaba y la silueta que podría inspirar a artistas para crear una exposición de fotografía.

Pero, rayos, el chico era guapo. Tal vez demasiado para alguien que estuviera parado tan cerca de mí. Pese a que me miró como se contemplaba a cualquier otro ser humano, fue como si el universo me sonriera. Tenía la mirada natural de una estrella de cine que nunca pasaba de moda. Exceptuando eso, parecía molesto.

¿El motivo?

Yo.

A pesar de que intenté suprimirla, una risa nerviosa brotó de mí.

―¿Te estás riendo? ―preguntó él con aspereza.

El atractivo era innegable al igual que el mal genio.

Borré la sonrisa de mi cara.

―No.

¿Cómo no te sonrojabas ante alguien así?

Mi cerebro sonaba igual que un coro cantando para generar más drama.

―Entonces, tu boca está haciendo algo muy raro.

No pude concentrarme en la conversación. Anwen me llamaba a unos metros de distancia y eso me ponía los pelos de punta. Medidas desesperadas requerían acciones todavía más desesperadas.

―¿Puedes ser mi novio? ―le pedí, perdiendo el aliento.

Él dio un paso para atrás, manteniendo la distancia a pesar de que una diversión malintencionada que enmarcaba sus ojos.

―Claro, ¿puedes decirme quién diablos eres primero?

Su voz era áspera, rústica, y grave del tipo que podrías oír por horas hablando de cosas aburridísimas.

Mi explicación fue simple y muy caótica. Le agradecí con la mirada que no corriera en la dirección opuesta.

―Soy un ser humano que necesita la ayuda de otro ser humano. Hay un tipo que me está siguiendo y quizás sea mi imaginación o quizás existe la posibilidad de que sea un asesino serial. Así que, como te ves como una especie de un líder de la mafia, pero guapo, creí que podrías espantarlo.

Cada palabra que pronuncié pareció entretenerlo todavía más, aun así, escogió apartarse como si yo estuviera intentando venderle drogas o algo por el estilo.

―Al único que están espantando es a mí.

―Es justo. Entiendo que esto te suene raro.

―No es raro, es rarísimo. Hay una gran connotación en medio.

―Vamos, ¿qué harás cuando enciendas la televisión, veas las noticias, y aparezca mi foto y los periodistas empiezan a describir las formas horribles en las que me asesinaron?

―Cambiar de canal ―se limitó a responder él, sacándome de mi órbita.

―Y yo que pensé que eras una persona decente.

―Literalmente es la primera vez que nos vemos.

―Por eso, ¿qué pasaría si te digo que soy una neurocirujana muy importante y llego tarde a una cirugía que salvará la vida de un niño? ¿Qué le vas a decir al niño? ―planteé con extrema rapidez.

―Le diría que tiene suerte de que fuera yo quien impidiera que una desconocida sin ningún conocimiento en medicina le hiciera una lobotomía.

―¿Cómo sabes que no soy una neurocirujana?

La neutralidad endureció sus facciones.

―No lo eres. Claramente estás mintiendo.

Me ofendió su suposición. Mis balbuceos empezaron de nuevo.

―Podría serlo si me interesaran las interesan las cirugías de cerebro y no tuviera el pulso de alguien que está en medio de un terremoto. Podría serlo.

―¿Normalmente te acercas a desconocidos y les pides que sean tus novios?

―No, es la primera vez.

―Me siento tan especial ―dijo con falsedad―. Quizá no llame a la seguridad del hotel.

―¡Soy inocente!

―Es obvio que vas a decir eso. ¿Quién admite que es culpable?

―Eres...

―¿Racional?

―Agh ―gruñí.

El desconocido miró más allá de mi hombro sin preocupaciones.

―Oh, ¿qué te parece? Creo que tu asesino serial se está acercando.

Intenté voltear con disimulo, fracasé y giré por completo por un segundo, detectando una sombra borrosa en la otra punta del pasillo alfombrado. Me alisté para salir corriendo.

―Solo tienes que fingir ser mi novio o algo por el estilo por cinco minutos. ¿Me ayudarás o no?

Él me investigó con un vistazo, logrando que se marcaran los huesos de su mandíbula en el proceso. Luego puso los ojos en blanco y se rindió de mala gana.

―Yendo contra mi buen juicio, sí. Lo haré, chiflada con pintas de Mary Poppins ―comunicó, haciéndose el rudo para disimular el hecho de que me ayudaría―. Y será por un minuto. Mi agenda está llena.

―Gracias.

―Después hablaremos acerca de que piensas que soy guapo.

Festejé por un segundo, ignorando lo demás, y después reflexioné acerca de algo más preocupante.

―Lo haremos si salgo con vida de esto. ―Ladeé la cabeza―. Aguarda, ¿cómo sé que no eres un pervertido con planes todavía más perversos?

Sus hombros subieron y se aflojaron. No sabía decir si era muy honesto o solo gruñón.

―¿Cómo voy a saberlo?

Me hundí en mis propias preocupaciones.

―Espero por mi bien que eso sea un chiste.

―No soy tan gracioso ―expuso con naturalidad.

―Debería haberle pedido ayuda a la abuelita de ahí.

―¿Por qué asumes que tiene nietos?

Por más que ese era un punto válido, el mundo no me regaló más tiempo para contestarle. El presunto asesino serial, es decir, Anwen resurgió de las cenizas, encontrándonos en el umbral de la entrada al restaurante del hotel.

―Oye, ¿por qué huyes de mí como si planeara hacerte algo? ¿Quién crees que eres? Solo quiero hablar contigo a solas.

―Bueno, yo no quiero. Puede hablar con la pared, señor. Tendrá más suerte con ella.

―Claro, ahora no quieres. ―Anwen le dio un vistazo a mi acompañante. Yo no lo vi, él estaba detrás de mí―. Lo mínimo es que me des lo que prometiste. No te hagas la frígida inocente cuando te pusiste ese vestido para provocar. Vinimos a un hotel, es obvio lo que íbamos a hacer. Es lo quieres, no te hagas la difícil. ¿O qué? ¿Esto es lo que haces? ¿Calientas a tipos y los dejas con las ganas? Las chicas de tu edad son unas rameras sin moral. Después se hacen las pobrecitas.

―De acuerdo, esto sobrepasó el límite ―suspiró el desconocido, avanzando lo suficiente para ponerse entre nosotros para servir como escudo humano―. Una palabra más y llamo a la policía.

Si bien lo pronunció con un tono calmado y educado, logró que sonara intimidante.

―¿Y tú de dónde saliste?

―La puerta.

Anwen insistió, estando desconcertado ante su respuesta.

―¿Quién mierda eres? ¿Por qué te metes?

Él se movió, bloqueándole el camino en cuanto intentó acercarse a mí sin permiso.

―Me meto porque ella es mi novia.

Dejé mi tarea de observar a Anwen con temor para guiar mi atención hacia mi supuesto novio y quedé maravillada. Me ayudó. Quizás sí era un ser humano decente.

―¿Estás saliendo con él? ―preguntó Anwen como si fuera un chiste, como si yo no fuera lo suficientemente bonita y estuviera muy fuera de su liga.

―Sí. ―Pisé con firmeza―. ¡Y él es un miembro de la mafia!

El desconocido se acarició la sien, como si dijera que exageré con la mentira y se muriera de la vergüenza.

―No soy un miembro de la mafia, ¡soy el líder!

Doblé el cuello y mi cara rozó su brazo sin querer cuando intenté aguantar la risa al darme cuenta de que él era peor que yo.

―¿Qué?

―Así que es mejor que te vayas porque sé dónde vives ―amenazó él y Anwen no le creyó.

―¿Dónde vivo?

―En una casa ―rematé al quedarme sin imaginación―. ¡Con pisos, paredes, y ventanas!

Él se arremangó las mangas de su abrigo y me sorprendí al descubrir que sus brazos estaban cubiertos de tatuajes hechos con tinta oscura.

―El punto es que antes de siquiera pensar en acercarte a ella, tendrás pasar sobre mí y te informo que eso no va a suceder.

―No vale la pena que la defiendas así. Me acuso de ser infiel y ella también te está engañando. Arruinó mi matrimonio y ahora se va con el primer tipo que ve. ―Un resuello provino de Anwen―. Al final, todas las mujeres son iguales.

No dudé en intervenir.

―Uno, eso es imposible, todos los seres vivos son distintos, y dos, usted no debería hablar sobre mujeres a menos que sea de una forma respetuosa y no parece que usted pueda hacer eso. Así que, silencio.

―Joder, ni siquiera estás tan buena ―se burló basándose en lo poco que le conté de mi vida―. No tienes dinero, no tienes nada que sirva, solo estás desesperada porque alguien te quiera. Buena suerte. No vas a encontrar a nadie.

―Dije con mucha firmeza: ¡silencio! ―mascullé, extraviando mi poca gentileza en medio del caos.

Anwen arrugó su expresión y la manchó con desdén antes de marcharse de una vez por todas.

No permití que me doliera lo que dijo, bloqueé sus dichos como si tuviera un escudo. Yo me quería a mí misma, sabía que no era perfecta y aprendí a aceptar que eso estaba bien. No necesitaba a nadie más. Aun así, me daba un poco de miedo terminar sola. Pero, incluso si terminaba sola, estaría bien.

Mi felicidad no se basaba en la noción del amor. Mi felicidad era mía y de nadie más.

Por fin volví a respirar y pude pensar con claridad.

―Bueno, eso salió bien ―comentó el desconocido con ironía―. La misión fue un éxito, ¿no lo crees? Pero siento que algunas cosas pudieron haber salido mejor.

―Lo de la mafia fue un error, ¿no?

Fue su turno de balbucear.

―No, el error fue decir que yo era su líder. No me atrevo a cruzar mal la calle, mucho menos a crear una organización criminal.

La ternura me sobrepasó.

―De todos modos, gracias por ayudarme, perfecto desconocido.

―No parecía que necesitarás mi ayuda. Ya lo tenías todo cubierto, perfecta desconocida.

―Aun así ―me encogí de hombros y le tendí una mano para arreglar la situación.

―De nada.

Él detuvo mi accionar, marcando la distancia con su brazo sin tocarme, y dijo sin perder su expresión neutral:

―Espacio personal.

―Y perdón por arrastrarte a todo esto. Normalmente no soy así. Bueno, en realidad sí lo soy. Es mi personalidad. ¿Si no soy yo, quién soy? Lo que quiero decir, es que normalmente no me comporto así.

―Hablas muy rápido ―denotó con una especie de sonrisa.

―Lo sé. Siento que, si hablas a una velocidad normal, pierdes mucho tiempo. ¿Te molesta?

―No.

―Excelente porque no iba a dejar de hacerlo.

Asintió sin más.

―No tienes por qué hacerlo.

Cerré los puños, los abrí con alegría, y sacudí mis manos por un segundo para realizar un gesto nervioso.

―En resumen, esta soy yo.

―Bien. ¿Y cómo eres?

Le sonreí y ese fue el comienzo de todo.

―Sería un placer mostrártelo. Me gustaría recompensarte por tu buena acción.

Su pregunta fue breve, concisa, y capaz de quitarme el aliento.

―¿Cómo?

―Con la charla que mencionaste antes ―aclaré sin comprender sus intenciones. La amabilidad iba ante todo―. Claro, si no estás ocupado.

Él acomodó su chaqueta de nuevo y revisó el reloj que portaba en la muñeca derecha.

―Estoy libre como el viento.

―¿No dijiste que tu agenda estaba llena hace unos minutos?

―Ya no.

Gesticulé un «okay» y caminamos de vuelta al bar. Él se sentó en el taburete que vi que ocupó antes en simultáneo que yo me acomodaba a su izquierda, dejando un asiento entre nosotros para respetar su pedido de espacio personal.

Miré las botellas de alcohol con la boca entreabierta. Dudé sobre qué hacer. Tampoco conocía mucho sobre tragos. Todas poseían nombres raros que no tenían nada que ver con su preparación.

―¡Dame lo más fuerte que haya aquí!

El hombre que había estado ocupado al otro lado de la barra vino hacia la zona donde estábamos nosotros cuando lo llamé con la mano.

―Ella está bromeando ―aclaró el sujeto me ayudó hacía un minuto y todavía no sabía su nombre.

―Sí, estaba bromeando. Dame lo más suave que tienes aquí ―especifiqué y luego me incliné sobre el mostrador para susurrarle algo a quien nos atendía―. Y, si puedes, que también sea lo más barato que hay. No tengo mucho efectivo y no bebo. ¿Tienes algo que sea así?

La opción que me dio fue obvia.

―Agua del grifo.

Aunque hidratarse estaba bien, no era lo que quería en ese instante.

Ojeé la etiqueta de trabajo que tenía clavada en su camiseta negra y caí de culo en mi taburete.

―Eso no es gracioso, Gary. Pero gracias por responderme. Ten un buen día.

Gary se retiró para limpiar uno de los vasos de cristal.

―¿Qué le dijiste? ―curioseó el hombre sentado cerca de mí.

―Es un secreto de estado. No puedo decirte.

Él se removió sobre el taburete para poder mirarme de frente al hablar.

―Lidias con un montón de temas importantes. La mafia, el gobierno, y listones.

Jugué con la colección de listones de colores que sujetaban la parte superior de mi cabello como si tuviera media coleta hecha. Me encantaba decorar mi pelo con listones, moños, clips, y todo tipo de accesorios para crear peinados divertidos que aumentaban mi confianza.

―Hago lo que puedo.

―Ella quería invitarte un trago ―expuso Gary, colocando el vaso limpio con los otros, y resoplé.

―¡Gary! ¡Eso era entre tú y yo!

El perfecto desconocido ejecutó una demostración impoluta de lo que era una sonrisa petulante que terminó con él apretando los labios con autosuficiencia.

―Oh, sí. ¿Por qué?

Un calor vergonzoso subió por mi espalda y también se acumuló en mis mejillas.

―Siento que esto es una emboscada. ¿Ustedes se conocen?

―Sí, mi historia con Gary se remonta hace siglos. Somos como hermanos. ―Él apoyó un codo en el mostrador y descansó la nuca sobre su palma sin parar de contemplarme―. Lo conocí hace menos de una hora cuando entré aquí.

Aquel detalle mejoró mi condición.

―Bueno, ¿alguno de ustedes va a ordenar algo o se van a conseguir una habitación? ―intervino Gary en busca de tener las cosas claras.

Y volví a sonrojarme, no porque significara algo, sino porque hasta la cosa más pequeña me ponía nerviosa y hacía que mi cara pareciera una salsa de tomate. Se lo adjudicaba a la falta de experiencia.

―Yo ya tengo una habitación. Es solo un dato.

Se tensaron las puntas de mis pies dentro de mis zapatos.

―Sí, estoy segura de que a Gary le interesa mucho esa noticia.

Gary negó con la cabeza.

―En realidad, no.

―Yo voy a pedir lo mismo de antes ―le informó mi acompañante para que fuera a realizar el pedido.

―¿Bebes de día?

―Es curioso que me lo digas con ese tono considerando que hace un rato ibas a invitarme un trago.

―Era para ti. Es la recompensa que mencioné ―expliqué―. Yo no bebo.

Pareció sorprenderle aquel trozo de información.

―Yo tampoco. Es un trago sin alcohol.

―¿Existen?

―No, los acabo de inventar junto con la electricidad y los ganchos para la ropa.

Pese a los eventos recientes, me di cuenta de que estaba de buen humor.

―Y pensar que te creí por un segundo.

―Bueno, ¿qué quieres tú?

―Nada. Ya desayuné mientras esperaba a... ―Intenté no decaer―. No quiero nada. Gracias por la oferta.

―Dices "gracias" muy seguido.

―¿No deberían hacerlo todos?

―Supongo ―concordó sin ser redundante―. Pero no me gusta comer solo y es la hora del almuerzo. ¿Estás segura de que no quieres nada?

―Yo fui la que te invitó. ¿No debería ser la que pagará todo esto?

―Ya me estás pagando.

―¿Con qué? ¿Aire? ―bufé, poniendo las manos sobre mis rodillas.

―No, con tu tiempo.

Tuve que fingir que no me afectó su respuesta. No entendía qué estaba sucediendo, pero tampoco deseaba que parara.

―Aun así, no me sentiré bien si haces eso.

―Te propongo un trato. Dejaré que pagues por este trago si permites que te regalé algo que te guste ―ofreció para que estuviéramos a mano.

―Es un trato justo. De acuerdos, sí. Eso está bien.

―¿Qué te gusta?

―Tu sonrisa ―suspiré, admirando la forma en que sus labios se curvaban hacia arriba por un segundo, y después entré en pánico al reaccionar y darme cuenta de que lo dije en voz alta―. Quise decir, pastelitos. Quiero un pastelito, por favor.

Le causó gracia mi nerviosismo.

―Como gustes.

Tras unos minutos que no resultaron muy incómodos para ser dos extraños en un bar en la tarde, él tuvo su trago que parecía un whisky y no lo era y yo, mi dulce.

―Así que, no quiero parecer entrometido, pero es mi deber civil preguntarte qué pasó antes ―curioseó él justo cuando yo estaba muy distraída, devorando lo que me compró.

―Asumo que no hice una muy buena impresión.

Él me extendió una servilleta sin juzgarme.

―La primera impresión no sirve de nada y guiarse por ella es algo tonto. Conocer a la persona es lo que cuenta.

Limpié la crema que manchó mis labios.

―Entonces, ¿no piensas que fue raro?

Se limitó a beber un pequeño sorbo de su bebida.

―Fue raro, lo voy a admitir. No es algo que se ve todos los días.

―¿No hay muchas chicas que te pidan que seas su novio? ―planteé, dudando que fuera cierto.

El bullicio fuera del hotel se hizo más fuerte. Lo noté en el vago silencio que hubo entre nosotros.

―No, hay bastantes.

―Qué modesto de tu parte responderme así.

―Solo digo hechos ―se encogió―. Y me refería al asunto del bruto que te perseguía.

Exhalé con fuerza y deposité el pastelito en el mostrador para concentrarme.

―¿Quieres saber la historia?

Él también abandonó su vaso momentáneamente.

―Tengo toda la tarde libre para escucharte.

―Esto va a llevar menos de cinco minutos. No es una historia tan larga. De hecho, es muy aburrida.

―Estás de suerte. Me gustan las cosas aburridas. Sin embargo, por lo que he visto, no parece que tengas nada aburrido.

―Recuerda que tú lo pediste.

―¿Cómo terminaste aquí?

―Escapo de una boda ―confesé, sintiéndome mal al respecto.

―Mal día para ser el novio.

―Oh, no era mi boda. Ojalá lo fuera. Yo no huiría de mi propia boda. ¿Sabes lo caras que son? Prefiero casarme antes que desperdiciar dinero.

―Perdón por asumir ―se disculpó con franqueza―. Tienes un vestido blanco, te ves bien arreglada, y estás un poco nerviosa.

―Es un error muy común.

―En ese caso, si no es tu boda, ¿de quién es?

Agaché la cabeza, avergonzada.

―De uno de mis amigos. Bueno, ya no es mi amigo.

Ahogó un suspiro con dramatismo.

―¡¿Se murió?!

―¡No! ―exclamé―. Se va a casar, ¿recuerdas?

―Es lo mismo.

―Casarte no es lo mismo que morir.

―De cierta forma, sí. La persona soltera y sin ataduras que eras muere para poder construir esa nueva vida ―se explayó para darle más sentido.

―Aunque debo discernir, tienes posturas muy raras y extrañamente llenas de sabiduría.

―Deberían poner eso en mi epitafio: "raro, pero sabio".

―Me pregunto qué pondrían en el mío. "Buena amiga y eso es todo".

Hice un repaso por mi memoria.

―Así que, él se casa, ¿ese es un problema?

―No es un problema, solo es doloroso.

―¿Te gusta?

―Lo sé. Está mal ―mascullé a sabiendas de que estaba mal―. Me gustaba alguien que se va a casar. No me juzgues.

―Puede gustarte quien quieras. Eso no se puede controlar. Lo que sí se puede controlar es lo que haces al respecto.

―¡Eso es lo que siempre digo! No siempre, lo dije una vez. ¿Entiendes mi punto?

―Tal vez. ―Aflojó sus hombros―. ¿Cómo se conocieron?

―Estudiamos juntos. Éramos amigos, solo que no tan cercanos. Éramos conocidos.

―¿Por qué hablas en pasado? ¿Qué pasó?

Incluso Gary se quedó a escuchar disimuladamente.

―Bueno, como te dije, me gustaba. Es decir, es del tipo de chico que les gusta a todos y te hace sentir bien cuando te da atención por segundo, aunque sea solo para preguntarte donde está el baño.

Alzó el vaso como si brindara conmigo.

―Eso suena romántico.

Le di un mordisco diminuto a mi pastelito.

―Romántico rima con patético, ¿no?

―¿Qué es lo que tiene de especial ese tipo? ¿Es un espía internacional? ¿Su pene es un unicornio?

―Dios santo ―exclamé ante la última parte y me atraganté un poco―. ¿Sueles hablar así?

―No te escandalices. Solo hablo, no lo hago de ninguna forma en particular.

―Ajá. Él es mayor que yo y tiene muchos amigos superinteligentes que hablan de causas excéntricas, van a bares para oír poesía, y te miran mal si tienes una opinión diferente a las suyas. Siendo honesta, no se me hacía tan guapo o gracioso y creo me empezó a gustar para encajar. Sin embargo, lo hacía, pero no estaba enamorada ni nada por el estilo.

―¿El idiota tiene un nombre?

―Chad.

―Como dije, idiota. Continúa.

―¿En serio no tienes nada más interesante qué hacer?

―¿Eso es un insulto para mí o para ti? ―consultó, confundido.

―¿Los dos?

―Es justo. Y no, no tengo. Estoy teniendo un día complicado y oírte hablar sobre tus problemas me ayuda con mis problemas.

―¿Cómo?

―Me hace dar cuenta de que no son tan malos a comparación con los tuyos.

―Bueno, me alegra ser de ayuda ―bufé.

Nunca fui de la clase de persona que le contaba sus problemas a los demás. En realidad, solía ser la persona a la que elegían para relatarle los detalles de su vida cotidiana como si fuera su psicóloga personal y les daba consejos a pesar de que nunca viví algo remotamente similar.

¡Lo peor era que funcionaban!

Además, nadie notaba el hecho de que yo casi nunca revelaba datos sobre mis triunfos y pesares.

Sin embargo, durante aquella tarde fue diferente. Supuse que resultaba más sencillo y liberador conversar con un desconocido que no volverías a ver jamás. Quitaba las inhibiciones, eliminaba las ataduras, y erradicaba las presiones. No existía la vergüenza, la tristeza, o el miedo sobre lo que pensarían más tarde. Se olvidarían de ti al día siguiente y tú también de ellos.

Me agradaba. No tenía que pensar antes de hablar, como si estuviéramos en un musical y de la nada pudiera ponerme a cantar sobre mis sentimientos.

―Bueno, sigue hablando ―habló Gary, interrumpiendo mi hilo de pensamientos―. No nos dejes con la intriga.

Entrecerré los ojos, divirtiéndome con el hecho de que les entretenía mi versión libre de romance de una tragedia romántica.

―En fin, creí que él me correspondía porque siempre ponía excusas para pasar tiempo conmigo y hacía otras cosas que ahora me doy cuenta de que no significan nada hasta que de un día para el otro él aparece con una chica que nadie conocía y dice que se va a casar con ella después de conocerla por un mes. ¡Un mes!

―Lo entendimos. Treinta días en promedio.

―Aunque apoyo ser espontáneo, eso es demasiado. ¿Acaso están en una película de Disney?

Mi acompañante comenzó con sus comentarios y notas.

―Sí, y por eso es probable que termine en divorcio.

―¿Cómo sabes eso?

―Casi todos los matrimonios terminan en divorcio. Es una regla.

―Es una regla muy triste ―denoté, haciendo pucheros por accidente.

―Y real.

―No, solo es triste.

―Sí, lo que quieras. ¿Qué pasó después?

―Él nos presentó a Sophie, la chica, y resultó que ella no es mi mayor fan. Todos sabían que Chad me gustaba, así que quedé como una tonta y, bueno, a Sophie no le agradaba la idea de que estuviera en el mismo grupo de amigos. Podía entender que no le cayera bien, pero yo no iba a hacer nada al respecto. Ni siquiera confesé mis sentimientos.

―Esto no tiene pinta de terminar bien ―comentó él, finalizando su trago.

―No, para nada. Lo es de locos porque a mí no me molestaba. Si lo hacía feliz, no había problema. Intenté ser amiga de Sophie e incluso le regalé un par de tartas que horneé. Las encontré en la basura luego de que fingiera frente a Chad que le encantaban. Ella las tiró sin siquiera probar un bocadito. Podría habérselas dado a alguien más. Desperdicié ingredientes que podrían haber sido muy deliciosos. ¡Tenían confites de colores!

―¿Cómo puedes odiar a alguien que te da comida gratis?

―Entonces, la situación se puso cada vez más tensa ―inicié, entristeciéndome―. Por más que no había hecho nada malo, me sentía culpable cada vez que me reunía con mis amigos porque si iba yo, Chad cancelaba los planes. A su novia le molestaba mi presencia. Fue así hasta que Sophie lo hizo elegir. Era ella o yo. Si quería estar con ella, tenía que dejar de ser mi amigo y parar de verme en general.

―Eso es retorcido, nena.

Llené mi boca con lo poco que me quedaba del pastelito.

―Gracias por el comentario, Gary.

―¿Qué hizo Chad? ¿Le dijo amablemente que eso estaba mal? ―indagó el desconocido que todavía no me había dicho su nombre, lo que le añadía un misterio encantador.

Le indiqué con un movimiento de cabeza que no.

―No, él la eligió a ella. Sin dudarlo ni por un segundo.

Su voz fue más sutil, suave, y gentil.

―¿Y qué hay de ti?

Mi sonrisa se desvaneció en un segundo y mis ojos se cristalizaron.

―Yo me quedé sola. Como siempre. Y te estoy contando sobre eso.

Él tendió su mano sobre el mostrador. No alcanzó la mía, solo la dejó ahí como si fuera una especie de consuelo silencioso.

―Entonces, él se lo pierde.

―No, no lo hace. Conservó sus amigos, su novia, y todo lo que tengo yo es el envoltorio de un pastelito que ni siquiera pagué ―articulé, asegurándome de que no se me escapara alguna lágrima―. Lo siento, no quiero llorar frente a extraños. Es que lloro con mucha facilidad. Todo me hace llorar, incluso las cosas felices, como los dulces, los bebés, y las películas de romance.

No noté que Gary se fue hasta que volvió y me entregó un vaso.

―Ten, siento que te hace falta.

―¿Es vodka?

―No, es agua ―reveló Gary―. Quiero ayudar mientras sea gratuito.

―De acuerdo.

Me refugié en el vaso. Gary se marchó a la otra punta para atender a otro cliente. Solo quedamos el mafioso adorable y yo.

―Llorar está bien, solo que un tipo así no merece las lágrimas de nadie.

―No me malentiendas. No lloró por él. Casi no me dolió. Es solo que vengo acumulando un par de cosas y esa fue la gota que rebalsó el vaso. ¿Te ha pasado?

―Más de una vez.

―¿Y qué haces cuando eso sucede?

―Escribo ―comunicó mi acompañante―. No lo sé. Si lo pongo en papel, siento que el peso de las cosas es más ligero.

―Suena terapéutico.

―Y productivo. Puedes escribir sobre lo miserable que es tu vida y decir que es arte y venderlo. Es lo que yo hago.

―Intentaré seguir tu consejo.

―En ese caso, aquí tienes otro consejo. Olvídate de él. Hay millones de hombres en el mundo, incluyéndome a mí. Solo quería aclararlo.

―¿En serio? Yo creí que eras una especie de oso pardo que podía hablar. Estaba a un truco de llamar a un refugio animal ―bromeé, genuinamente divertida con nuestra charla.

―No menciones osos. Me aterran.

―¿Incluso los de peluche?

―Especialmente los de peluche. ¿Por qué hacen que los juguetes para niños sean animales salvajes y peligrosos? No entiendo a los fabricantes.

―Tranquilo, no volveré a mencionarlos a menos de que me digas algo muy grosero.

―Pero ahora que me doy cuenta no fue muy inteligente de mi parte decirle a una completa extraña mi peor miedo, ¿no? ―dijo un poco asustado y resultó más gracioso.

―No, y tampoco fue muy listo de mi parte contarte sobre mi inexistente vida amorosa.

Se rindió como si le diera lo mismo.

―¿Qué se va a hacer? Vamos a morir de todas formas, ya sea por arrugas o por un loco desconocido.

―Es la forma en la que funciona el universo ―coincidí.

―Así que, volviendo al tema de antes que estaba resultando entretenido para mí y un poco deprimente para ti, dijiste que escapabas de una boda.

Tiré de mi labio inferior.

―Sí. Para algunas personas, el amor va sobre la amistad. Para mí es al revés.

―Eso no es amor, es control. No puedes prohibirle a alguien ver a otra persona ―cortó él, dando su opinión―. No puedes prohibirle nada a nadie, excepto si eres la ley. Eso es diferente. La Constitución, Nueva York, Manhattan, etcétera. Prosigue.

―Bueno, ya no me interesa su relación. Yo estaba siguiendo adelante como lo indican esas camisetas con frases inspiradoras y un día encontré a Chad tocando mi puerta.

―¿Esa es una metáfora de alguna clase?

―¡No! ―exclamé ante las ideas que me azotaban―. Él literalmente tocó mi puerta. Apareció en mi residencia después de pasar mucho tiempo sin dirigirme la palabra.

―¿Para qué?

―Para invitarme a su boda.

―Ese es un nuevo nivel de idiotez ―destacó él como si estuviera más indignado que yo.

―Y, para colmo, me pidió que me disculpara con ella.

―¿Por qué? ¿Tratarla bien?

―El descaro, ¿cierto? Es impresionante.

―Por favor, dime que le dijiste que no y quemaste la invitación en su cara.

Arrugué mi expresión.

―Dije que sí.

―¿Por qué harías eso?

―¡No lo sé! ¡Entré en pánico! ¡Y no soy muy buena para rechazar a la gente! ―me justifiqué.

―¡Es fácil! ¡Solo requieres dos letras! ¡NO!

―¿Por qué estás enojado conmigo?

―¡No estoy enojado contigo!

―¿Entonces por qué estás gritando?

―¡No lo sé! ¡Tú empezaste y ahora yo no puedo parar!

Los dos reímos.

―¿Sabes? Perdóname si estoy siendo muy atrevida, pero estoy empezando a pensar que tú y yo podemos ser buenos amigos.

―Tienes razón. Eres muy atrevida. Tienes que ir a una comisaría de inmediato ―continuó haciéndose el chistoso.

―Ja ja ja.

―Además, yo no concuerdo contigo. No puedo ser tu amigo.

―¿Por qué? ―objeté, dolida―. ¿Te caigo mal?

―No, es porque eres muy buena.

―¿Cómo es eso un problema?

―Solo soy amigo de gente mala.

―¿Ese es el verdadero motivo?

―No, solo estaba bromeando contigo ―expuso―. ¿Al final vas a ir a la boda o no?

―Depende.

―¿De qué?

―De si sigo mi impulso de tirarme de una terraza para terminar hecha puré en la acera y así tener una excusa válida para no ir ―formulé con agotamiento.

―No puedes sentirte mal al respecto.

―¿No? Mírame.

―De acuerdo ―suspiró profundamente―. ¿Quieres que me ponga duro contigo?

―Dame lo que tienes.

―Si ellos tienen el descaro de invitarte después de hacer eso, tú ten el descaro de ir, interrumpir la boda, robar el pastel, y llevar una cita caliente para ponerlos celosos, por ejemplo, yo.

Reí de modo que mis ojos parecieron dos líneas con pestañas. Tardé unos instantes en recuperarme de la imagen mental que generó.

―No, está bien. Estoy bien. Todo está bien ―repliqué―. Siempre la dama de honor, nunca la novia. Ese es mi lema.

Un sector recóndito de mí que era sombrío y oscuro a comparación de mi personalidad amante del arcoíris anhelaba regodearse con la venganza. Quería que lloraran por mí, que sus autos dejaran de funcionar por haberse burlado de que yo andaba en bicicleta, que sus estilistas les hicieran un corte de cabello horrible, y que sus madres oyeran que sus hijos no eran sus perfectos angelitos y les quitaran su mesada.

Pero sabía que eso estaba mal. Por ende, era otro sentimiento malo que no dejaría que me dominara, un deseo al azar que se cruzaba por mi cabeza y se iba al instante. Lastimar a otros no iba a reparar el daño que me hicieron.

―Haz lo que quieras. Si fuera tú, me vengaría.

―Dicen que la mejor venganza es olvidarlos.

―Nah, yo me robaría el pastel por lo menos.

―Bueno, yo no. Prefiero enfocarme en el futuro. Después de la boda, se irán a vivir a Marruecos, así que no los volveré a ver. Solamente debo sobrevivir a la boda. ¿Cuánto durará? ¿Dos horas?

―Estoy seguro de que las bodas duran más que eso ―esclareció para mi mala suerte.

―Tengo que aprender a decir que no.

―Sí.

Apoyé ambos codos en el extremo de la barra, ahogando mis penas con la vista de las botellas de alcohol que reflejaban una versión borrosa de mí.

―¿Qué hay de ti?

―Espera. Todavía no entiendo qué tiene que ver eso con lo que pasó antes.

Por otro lado, yo no me había divertido en la época de la escuela. Me perdí de la típica experiencia de adolescente rebelde que descubría su verdadero yo y encontraba su camino real tras varios tropiezos. No fui a muchas fiestas escandalosas, no me emborraché, no tuve pijamadas con amigas ni novios. Pero quería hacerlo ahora e inventé pasos para alcanzar mi objetivo. Temía arrepentirme en el futuro de no haberme alocado en mi juventud. Había oscurecido mis años dorados y añoraba devolverles su luminosidad.

―Se relaciona con mi propósito de este año ―respondí más animada―. Me cansé de estar soltera y perderme toda la diversión. Decidí que era hora de que empezara a tener citas para seguir adelante.

―Así que, es Día de San Valentín y tu solución es ir a una cita con un asesino serial. Interesante elección.

―No lo elegí, no sabía quién era.

―¿Cómo no sabes con quién vas a salir?

―Era una cita a ciegas.

―Bueno, quien pensó que sería un buen partido para ti, debe odiarte mucho ―espetó sin despegar sus ojos de mí.

―En realidad, llamé a una agencia de citas que aparecía en el periódico.

―Tienes que presentar una queja y dejar de confiar en los anuncios que ponen extraños en un pedazo de papel. Es broma. Pero en serio tienes que revisar tu criterio.

―Créeme. Hoy aprendí esa lección ―murmuré entre dientes.

―¿Qué te llevó a llamar a una agencia? Puedes conocer a una persona nueva cada vez que sales a la calle. Nueva York está llena de gente.

―No es tan simple.

―¿Por qué no?

―He ido a muchas citas y esta no es la peor. Imagina mi prontuario.

―¿Qué pudo ser peor que esto? ―trinó―. ¿Acaso intentó comerte un caimán?

―No, aunque esa sería una anécdota divertida.

―¿Con qué clase de gente has salido?

―Mi gusto es cuestionable. Tengo la tendencia de que me gusten hombres que jamás van a corresponderme.

―Se solicitan ejemplos.

―Veamos. ―Medité para realizar la lista―. El primero se mudó, el segundo, me dijo a la cara que yo era como una especie de repelente para humanos, el tercero era gay y yo no lo sabía, y el cuarto ya lo conoces, Chad.

―¿Has salido con todos ellos?

―No, solo me han gustado. Nada serio. Aunque no estoy segura de que me hayan gustado de verdad. Me atraían físicamente, sí, y algunos tenían lindas personalidades. El problema era que ninguno de ellos me hizo sentir esa descarga.

―¿Te refieres a una descarga eléctrica? Claro que no, son personas, no una fuente de electricidad ―articuló como si sus chistes fueran a mejorar mi día.

―Me refiero a esa sensación que describen cuando cuentan cómo se dieron cuenta de que se han enamorado. No he sentido eso.

―¿Nunca?

Me puse nostálgica.

―En realidad, sí. Una vez. Con el primer chico que me gustó de verdad. Fue hace años. No lo he visto desde entonces. Es el que se mudó lejos. ¿Quién sabe a qué se dedica ahora? Quizás sea el líder de la mafia.

―No, ese soy yo. ¿Recuerdas?

―Por supuesto.

―Porque no quiero solo conocer a alguien y listo, quiero enamorarme ―recalqué y él habló luego de unos prolongados segundos de silencio puro.

―¿Por qué?

―¿Por qué quiero enamorarme? ¿Qué clase de pregunta es esa?

―Es una pregunta simple y cortita.

Reflexioné al respecto como lo había hecho tantas veces cuando estaba acostada en mi cama de madrugada mirando al techo y soñando con preguntas, estrellas, y esperanzas imposibles de alcanzar.

―¿No es lo que quiere la mayoría de la gente? ―protesté y señalé a nuestro alrededor. Algunas personas se habían marchado, no obstante, todavía había parejas en el restaurante.

―¿Deseas eso porque lo quiere casi todo el mundo?

―No.

―Explícame ―solicitó con suavidad.

―Crecí con películas y libros que trataban acerca de encontrar el amor verdadero. He visto a decenas de parejas enamorarse en la vida real. Solo quiero ver qué se siente.

―Digamos que lo encuentras, ¿qué harás después?

―Ser feliz para siempre ―contesté, elevando mis hombros al sonreír.

Mi vida había sido una película de terror. En la actualidad, me apetecía ser la protagonista de una comedia romántica, hacer todas las cursilerías y los clichés con alguien como colocar su fotografía en mi billetera o escapar de la rutina para tener una cita. Me desvivía por soñar despierta, hacer toneladas de gestos románticos por alguien y recibir un par. Fantaseaba con amar y ser amada. El amor era la magia más extraordinaria y quería caer bajo su hechizo.

―No existe eso del "felices para siempre".

―Sí, lo hace.

―No ―inició él y cambió de asiento para acomodarse en el taburete junto al mío―. Verás, el amor cambia mucho, se quiebra, evoluciona, e implosiona. Algo así no puede durar mucho tiempo. Muere al final. A veces después de un mes, otras, luego de diez años, y así por un millón de razones diferentes.

―No me importa.

―¿No te importa saber que eventualmente te van a romper el corazón?

―No ―confesé, sincera―. Porque para que te rompan el corazón tienes que amar a alguien y yo quiero hacerlo. Quiero amar a una persona y entregarle todo lo que pueda. Pero a veces siento que tengo mucho para dar y nadie lo quiere.

―O tal vez todavía no hallaste a la persona indicada.

―¿Dónde está? ¿Tienes su número de teléfono? Me gustaría llamarla.

―Vamos.

―No, no me agrada ese discurso. Todos me dicen que estoy en la mejor época de mi vida, que las respuestas van a llegar por sí solas, y que estoy exagerando. No es cierto.

―Si te sirve de consuelo, yo tampoco siento que sea la mejor época de mi vida ―comunicó brutalmente honesto.

―Seamos miserables juntos, ¿no?

―¿Por qué no?

―Yo solo estoy aquí por la experiencia. Es curiosidad. Quiero saber cómo se siente y listo. Es como pasar toda tu vida escuchando sobre lo delicioso que es el chocolate, morirte de ganas de probarlo y nunca tener suficiente para comprarlo. Roza el concepto de tortura.

―O sea que no has salido con nadie jamás.

―No.

―Eso es imposible.

―No, ni siquiera una sola persona me ha dicho que le gusto a lo largo de mi vida ―argumenté sin que me importara reconocer eso frente a él.

―No te creo. Es imposible que no le hayas gustado a nadie. No es científicamente posible.

La ciencia difería.

―¿Por qué no?

―Porque eres muy hermosa ―confesó él de repente y fui consciente del hecho de que mis latidos frenaron de sopetón―. Y pareces una buena persona.

―¿Qué?

―Objetivamente, te encuentro muy atractiva.

―¿Qué? ―repetí, dejando de pestañear ante el shock.

―Ojo, eso no significa que me gustes. Apenas te conozco.

―¿Cómo puedes encontrar a alguien atractivo y que no te guste?

―Es muy sencillo ―farfulló, iniciando otro de sus debates―. Imagina que vas a la escuela. Tienes materias como arte y matemáticas. Nadie puede negar que el arte y las pinturas son hermosas, pero eso no significa que sea su materia favorita y mucho menos que se vayan a dedicar a eso. Algunas personas prefieren matemáticas o algo así.

―¿Quién preferiría matemáticas?

―Contadores.

―¿Eres un contador?

―No, ellos no tienen permitido usar chaquetas de cuero. Va en contra de las reglas de la oficina.

La broma despejó el ambiente.

―Entonces, ¿qué estás diciendo con ese discurso? ¿Soy como las matemáticas?

―No, en ese ámbito eres como una de esas pinturas hechas por artistas nuevos que de un día para el otro alguien encuentra de casualidad en una galería, se queda maravillado con lo que le hace sentir, y decide llevársela a casa luego de hacer de todo para tenerla porque se dio cuenta de lo gloriosa que es por sí sola.

Miré sus ojos, admirando todas las posibilidades.

―Bueno, soy gloriosa por mi cuenta ―apunté siendo optimista.

―Ese es el espíritu. Es un ejemplo para que entiendas a lo que me refiero. Nada más.

―Es un punto de vista interesante.

―Dices eso sobre todas mis opiniones.

―Creo con firmeza que todas las opiniones de los demás son interesantes. Algunas son acertadas y otras, no. Aun así, aprendes mucho acerca de una persona con ellas.

―Ese es un punto de vista interesante ―sostuvo él.

―Ya hablamos de mí. Ahora te toca a ti. Por favor, esta vez no evites la pregunta con tus argumentos de sabiondo que viene del futuro, y dime cómo te va.

Como sabía que ya no podía evitarlo, se alejó un poco para sacarse la chaqueta sin problemas y quedé embobada con la forma en que lo hizo. Sus brazos eran musculosos, no tanto como para ser del tipo que igualaba el tamaño de mi cabeza, pero lo suficiente para resaltar lo atractivo que él era en general. Además, tenía tantos tatuajes que resultaba difícil distinguir de qué eran.

―Estoy pésimo. Gracias por preguntar.

―¿Por qué? ―pregunté, arrastrando las palabras―. ¿También te persiguió un asesino serial? ¿Quieres que lo espante por ti? Puedo pegarle con mi cartera. Se me ocurrió después del incidente.

―No, aunque aprecio el esfuerzo. No quiero que dañes tu cartera.

―Okay.

―La verdad es que me mudé aquí. Las cosas no salieron muy bien donde vivía antes, así que, dije, quizás la ciudad es el problema ―contó con una especie de humor seco y pesimista―. Es broma. Es obvio que yo soy el problema. Aun así, dicen que cambiar de aires siempre es algo bueno, por más que el aire sea el mismo en todo el planeta.

―¿Por qué elegiste Nueva York y no un pueblito donde todos se conocen y ocasionalmente cantan como en algunas obras?

―Porque en Nueva York están todos mis buenos recuerdos. Crecí aquí antes de mudarme.

―Entonces, querías viajar al pasado ―comenté y se dispuso a bromear.

―Oh, si tan solo tuviera una máquina del tiempo.

―No necesitas una. Puedes cerrar los ojos y revivir tus recuerdos.

―No tengo la imaginación para eso ―destacó―. Además, no suelo ser nostálgico. Simplemente, me gusta la ciudad. Y vine por trabajo. Está ese detallito.

―Todo sea por el dinero.

―Exacto.

―Entonces, ¿así terminaste aquí?

―¿Aquí?

―Estás en el Día de los Enamorados escuchando a una desconocida quejarse sobre sus fracasos amorosos ―exhibí―. De seguro, hay algo más.

―No soy amante del romance. Para mí, hoy es un día normal.

Señalé a las pocas parejas acarameladas que disfrutaban de su almuerzo tardío en sus respectivas mesas.

―¿Qué? ¿Esto te parece un día cualquiera?

―Es solo por la propaganda. De repente alguien dijo que este era el día para celebrar el amor y los negocios se aprovechan de eso, nada más.

―Entonces, ¿no celebras San Valentín?

―No.

―¿Nunca?

―Nunca ―afirmó él.

―Y si estás en una relación, ¿qué haces hoy?

Se agachó como si fuera un secreto.

―Es simple. No salgo con nadie.

―¿No?

―No creo que el amor exista.

―Voy a necesitar unos segundos para procesar eso ―declaré, permaneciendo boquiabierta por unos momentos―. ¿Por qué no?

―Porque no es real.

―En ese caso, ¿por qué hay películas, libros, y miles de personas declarando que sí? ¿Por qué la gente está obsesionada con encontrarlo?

―Porque el amor es como una religión. Hay gente que cree en él porque les da esperanza, una razón para vivir, o un significado a todo y hay otras personas como yo que viven sin darle tantas vueltas al asunto ―manifestó como si ya hubiera especulado sobre eso.

―Es una forma de verlo.

Tuve la sensación extraordinaria de que éramos amigos que se conocían hacía años y podían debatir de cualquier cosa y no simplemente dos extraños que se toparon en un bar para desahogar sus penas.

―Así que, tal vez exista o no. Depende de tu punto de vista. A mí no me interesa.

―¿Por qué?

―No he visto pruebas de que el amor sea real. Es algo que inventaron los seres humanos igual que las guitarras y los micrófonos.

―¿Y cómo explicas ese sentimiento que tienes cuando amas a alguien?

―No puedes usar ese argumento. Tú misma me has dicho que jamás te has enamorado.

―Rayos ―maldije―. Siento que estoy en el grupo de debate de mi antigua escuela.

―Es agradable debatir contigo. No suelo hablar de estos temas tan seguido.

―Yo saco este tema todo el tiempo.

―Claro, eres arcoíris, unicornios, y nubes de algodón de azúcar ―expuso él con una sonrisa grande que me hizo reír a pesar de su tono de voz.

―Y tú eres tatuajes, ropa de leñador, y bares que sirven tragos carísimos.

―Entonces, estamos de acuerdo en no estar de acuerdo.

―Sí, jamás podría ser como tú.

―Y yo jamás podría ser como tú y eso no es algo malo. Solo somos personas diferentes.

―Precisamente. Aun así, creo que el amor está en todas partes.

Miramos de reojo el restaurante y nos sorprendimos al notar que únicamente había una pareja en el fondo. Todos los clientes se habían ido en algún punto y no nos dimos cuenta de ello.

―Yo también he visto miles de parejas ir y venir y ninguna dura. Siempre se engañan, se tratan mal, pierden la chispa, o las circunstancias no colaboran. Al final, todos terminan olvidándose o haciendo como que nunca conocieron a esa persona que decían amar con tanto ahínco.

―Hay una diferencia entre que no funcione una relación y que no exista el amor ―frené―. Si te esfuerzas lo suficiente...

―Incluso así es posible que no funcione.

―Hablas como si pensaras que el amor es eterno. ¿Qué te hace pensar que lo es?

―¿Cómo puedes olvidar a algo que amas? ―planteó.

―No lo olvidas, solo lo dejas ir, ya sea por tu bien o por el suyo.

―Suenas como una experta para alguien que no salió con nadie.

―Lo tomaré como un cumplido porque pareces muy dolido como para recibir un insulto.

―No estoy dolido.

―Sí, lo estás.

―No, no lo estoy.

―Contesta esto ―resoplé―. ¿Alguien te rompió el corazón?

―Sí, pero fue hace mucho tiempo y no tiene nada que ver con eso.

―¿Vas a renunciar al amor solo por una persona? Es como decir que la humanidad dejó de existir solo porque una persona se murió. El mundo funciona así. Tienes que seguir adelante.

―¡Seguí adelante! ―exclamó en su defensa.

―¿Cómo?

―No somos tan diferentes. Has ido a muchas citas, yo he salido con muchas chicas, por así decirlo.

―Es decir, eres un mujeriego.

―No soy un mujeriego, no me gusta el concepto, es algo despectivo.

―¿Cómo lo dirías tú?

―Amo a las mujeres y les regalo felicidad por momentos.

―Oh, cielos ―suspiré, mordiéndome el labio inferior a sabiendas de lo que significaba.

―Te lo digo en serio.

―¿Y ellas están bien con eso?

―Soy honesto sobre lo que buscó. Se los digo. Estoy en una etapa de mi vida en la que quiero disfrutar de estar solo.

―O tal vez eres igual de romántico que yo, sin embargo, prefieres alejarte del tema para no abrir tu corazón porque temes que te hieran otra vez.

―¿Qué te dio esa idea?

―El hecho de que pensaste mucho en esto.

―Pienso mucho en el calentamiento global, no por eso lo adoro ―replicó el amargado.

―Déjame ponértelo en términos que entiendas. El amor puede ser como esa canción que no puedes sacarte de la cabeza y te queda rondando por ahí hasta que la encuentras y la puedes escuchar con tranquilidad. Todo sin importar que tanto pretendas que la odies.

―Eres una optimista muy testaruda.

―Me lo han dicho antes en palabras menos elegantes ―repuse.

―Bien, tú ganas. No es que crea al cien por ciento que el amor no existe, solo no lo quiero en mi vida.

―Ya que nos metimos en esto, ¿puedo hacerte una pregunta?

―Tengo tiempo libre.

―Tú eres un desconocido para mí, ¿no?

―Que yo sepa ―contestó, siguiéndome el juego.

―No tienes ningún motivo para mentirme por cortesía.

―No.

―Perfecto. ¿Has salido con alguien?

―Hace mucho tiempo.

―Sabes cómo es.

―Más o menos.

―¿A simple vista pensarías que tengo material para ser una novia? ―consulté con la ilusión brotando de los ojos.

―Considero que el hecho de que estemos así es una prueba contundente de que mi opinión no es imparcial. Pero sí, solo que no para mí.

―Se aprecia tu cruda sinceridad. Así que, según tú, ¿por qué no?

―Es que es aterrador.

―¿Qué?

―Enamorarte de por vida. Vivir hasta que mueras con alguien.

―Es romántico.

―Medítalo ―solicitó―. Por ejemplo, el estrés de tener que despertar cada día con la misma persona.

―Eso se resolvería con dormir en camas separadas para más comodidad.

―Hallarás una solución a cada escenario hipotético que te ponga, ¿no?

―Mientras no sea uno relacionado con matemáticas.

―Simplemente, tienes que buscar a alguien que quiera las mismas cosas que tú y hay personas que no están hechas para tener pareja.

―¿Tú lo estás? No te estoy proponiendo nada. Piensa que es como una encuesta para obtener un promedio.

―Estadísticamente, no. Hay tiempo para eso. Mientras tanto, planeo disfrutar de otras cosas.

―¿Qué cosas? ―cuestioné sin captar la indirecta. Él alzó una ceja, marcando la obviedad de la verdad, y entendí la referencia―. Oh, ya comprendí. Yo no sé si podría hacer eso.

―Puedes hacer lo que sea que te propongas.

Me alegró que dijera eso.

―¿Cómo?

―Puedes enamorarte y conocer al indicado como dices. También puedes divertirte mientras tanto igual que yo.

Yo adoraba el romance que se desarrollaba lentamente, incluso cuando jamás viví uno. Me encantaban esos pequeños instantes donde te tomabas de la mano, intercambiabas miradas accidentales o compartías una química implícita antes de siquiera besar al otro. En consecuencia, eso no encajaba con mi plan para enamorarme en un futuro. Pero la idea era tentadora. También tenía necesidades.

―¿Cómo lo haces? ¿Cómo haces que quieran salir contigo?

―Las invito ―resumió con sequedad.

―¿Y eso funciona?

―No lo he intentado contigo.

―No va a funcionar.

―¿Te apetece que lo intente?

―Adelante. Házmelo ―pedí de una vez.

La sorpresa tiñó su rostro y luego lo llenó de perversidad. Me miró como si yo pudiera ser una de las chicas que deseaba, como si yo pudiera gustarle, incluso si fuera por un par de horas, y extrañamente me gustó. Me gustó sentirme deseada.

―Si insistes.

―No, eso sonó mal. Quiero que lo hagas conmigo. Carajo, fue aún peor.

―Tranquila. Dime tu nombre.

Vacilé.

―No, solo hazlo.

―Hola ―contestó él, suavizando la voz de una manera que hizo que se me debilitaran las rodillas por más que estaba sentada.

―¿Y eso funciona?

―Lo hace si eres yo.

―¡Oh por Dios!

Cambió igual que un actor cuando bajaban la cortina del teatro.

―¿Qué te puedo decir? Tengo talento. Si siguiéramos así, te sugeriría que subiéramos a mi cuarto.

―Deja de decir tonterías. Eres tonto, yo soy tonta, ¿es muy tonto si te digo que quiero hacerlo? ―balbuceé y, sí, era estúpido.

―Como dije, es una habilidad peligrosa. Conquistar a tanta gente no es lindo si tienes que reventarles la burbuja.

―¿Cómo lograste eso?

―Experiencia ―simplificó―. A veces no importa mucho lo que digas, sino cómo lo digas. Tú también puedes hacerlo.

―Lo dudo. Mis habilidades para coquetear son nulas.

―Se mejora con la práctica. Es como nadar.

―Sí, como nadar en ácido ―corregí, desilusionada.

―Quieres llegar al "felices para siempre" y saltarte el resto y no funciona así. No puedes saltarte etapas. Para llegar a la primavera, tienes que pasar por el invierno.

―Buena metáfora.

Él tenía razón. Todos decían que la diversión estaba en el camino y no les creí nunca, sin embargo, ese día había sido un fiasco y servía como evidencia para mi teoría. No podía continuar con esa mala racha. Cuando algo no marchaba bien, debías intentar algo distinto para ver qué tal.

―Práctica conmigo.

―¿Qué?

―Coquetea conmigo ―pidió y de pronto sentí que estábamos muy cerca al estar sentados uno frente al otro―. Adelante.

Lo estaba considerando y estaba a punto de hacerlo cuando Gary apareció, no detrás de la barra, sino del lado del restaurante.

―Lamento interrumpir lo que parece un adorable momento, pero tienen que largarse de aquí.

―¿Por qué la prisa, Gary? ¿Qué te hicimos? ―mascullé, levantándome de mi asiento luego de que mi acompañante agarrara su chaqueta con una mano y me tendiera la otra para bajarme del taburete como cortesía.

―Nada. Llego la hora de cierre. Por eso deben irse y continuar su cita en otra parte.

Intenté disimular la descarga eléctrica que sufrí ante el roce de la mano de cierto individuo tatuado.

Los únicos tres individuos en el restaurante éramos nosotros.

―¿Crees que estábamos en una cita?

Gary resopló como si fuera obvio y puso los ojos en blanco.

―Llevan más de dos horas charlando y apestan a tensión sexual, diría que sí ―opinó desde su perspectiva.

Mi acompañante sonrió por lo bajo como si lo admitiera y me escandalicé.

―No estábamos en una cita. Estaba en una cita antes, solo que no con él.

―No me incumbe. Solo les pido que se retiren. El restaurante se toma un descanso de dos horas y yo realmente quiero descansar de oírlos a ustedes dos cuchichear.

―Buenas tardes ―expresó el hombre que fue acusado de ser mi cita.

―Me quejaría de tu tono, pero fuiste bueno conmigo, Gary. Adiós.

Yo también decidí irme aunque no tenía otra opción.

El desconocido y yo caminamos despacio a través del pasillo en el que nos topamos por primera vez como si hubiéramos salido del hechizo del bar y estuviéramos procesando todas las cosas que nos dijimos pese a que fue nuestro primer encuentro.

―Eso fue incómodo, ¿no? ―comenté, jugando con mis dedos al darme cuenta de que de pie él era más alto que yo. Medía alrededor de quince centímetros más, lo que significaba que rozaba o superaba por poco el metro ochenta, considerando que yo me enorgullecía de mi metro sesenta y cinco―. El hecho de que él creyera que estábamos en una cita. Es una locura.

Sus cejas se hundieron con diversión.

―¿Por qué?

―Porque fue un desastre total desde el inicio.

Él sacudió la cabeza, resopló con teatralidad, y miró para el otro lado.

―Gracias por llamar a los únicos momentos que tuviste conmigo un desastre. Mi compañía es tan agradable.

―No me refería a ti. Cielos, te tomas todo tan personal.

―Y tú no notas cuando alguien está bromeando ―recalcó, encarándome.

―Lo notaría si fuera gracioso.

Sus labios se curvaron hacia abajo de alguna forma, exhibiendo lo sorprendido que estaba.

―Y yo qué pensé que no podías ser un poco grosera. Es divertido.

―Lo siento ―me disculpé sin mentir―. No quise decir eso.

―¿Qué quisiste decir?

Fuimos más lento a pesar de que el pasillo no era tan largo, como si no quisiéramos dejar de hablar porque sabíamos que sería la primera y la última vez que nos veríamos.

―¿Qué consideras que es una cita?

―Cada momento que estuve contigo ―respondió, mirando hacia el frente y luego volvió a contemplarme.

Yo no sabía que mi corazón podía dar un salto y menos por una oración tan corta. Él tenía una forma de hacer que las cosas más simples sonaran como si fueran sacadas de una de las películas que vi.

―Voy a necesitar que desarrolles esa respuesta.

―Lo haces sonar como si estuviera en un examen. Pero bien. Me refiero a que para mí una cita simple sería ir a un buen restaurante, hablar sobre temas que nosotros tocamos hoy, y conocer a la otra persona. Es lo que hicimos nosotros. Solo que esta vez no es una cita, es una charla normal, si ignoramos a los asesinos seriales y los mafiosos.

La aclaración me disuadió. Alcanzamos el vestíbulo que ya era menos concurrido. Tuve que escanearlo con la mirada.

―Hablando de eso, tengo que ver si Anwen ya se fue.

―¿Quién es Anwen? Suena como el nombre de un jarabe para la tos.

―Es el asesino serial ―contesté sin regalarle ni un vistazo.

Cielos, ¿en qué momento eso se convirtió en una respuesta normal?

Mi acompañante aguardó a que terminara de mirar para todos lados con paranoica.

―La zona está despejada. Debería irme.

―Y yo debería regresar a mi habitación ―notificó él a medida que nos adentrábamos en el vestíbulo que tenía dos ascensores pintados de dorado en el fondo―. Aunque primero revisaré si no hay ningún asesino serial escondiéndose debajo de mi cama como venganza.

―Tal vez esté en tu armario.

―Gracias por regalarme ese pensamiento tan tranquilizador.

Reímos ante la broma.

―Bueno, aunque es probable que nunca te vea otra vez en mi vida, fue lindo conocerte.

Nos detuvimos en la puerta del ascensor para que él presionara el botón y esperara a que viniera.

―También fue lindo conocerte. Y, un consejo más, no te conformes con cualquier amor, elige el que te mereces de verdad.

Sus dichos calentaron mi corazón.

―Lo haré ―accedí, pensativa―. Y tú trata de dejar de ser un poco menos amargado y disfruta de la vida. Podría sorprenderte lo buena que puede ser.

En vez de responderme, asintió justo cuando llegó lo que quería. No dijimos nada más. Él se despidió con un ademán antes de meterse adentro del elevador y yo lo saludé con la mano a modo de despedida. Las puertas automáticas se cerraron de golpe y lo perdí de vista para siempre. Permanecí ahí por nueve, casi diez segundos aceptando que quizás no fue una tarde tan mala.

Giré sobre mis talones, planeando regresar a casa y contarles a mis amigas sobre lo que sucedió, y me sobresalté cuando escuché el delicado sonido del ascensor y luego una mano tocando mi espalda para llamar mi atención. Estaba por golpear con mi cartelera a quien me estaba tocando hasta que me di cuenta de que era mi cita que no fue cita.

Parpadeé, confundida, y noté que él respiraba un poco fuerte y evitaba con un brazo que el elevador se cerrara por completo.

―Pensé que era mi turno de sorprenderte.

La diversión flotó en el aire.

―Bueno, misión cumplida. ¿Qué estás haciendo?

―Disfruto de la vida ―se limitó a contestar.

―¿Cómo?

Acortó un par de centímetros de distancia

―¿Puedes darme el honor de besarte?

La pregunta me resultó inesperada, lo que más me sorprendió fue que acabé respondiendo que sí. El resto se consideró historia antigua.

Resultó que él no era malo, para nada. Su apariencia lo hacía lucir intimidante, sin embargo, era una persona agradable. No averigüé su nombre ni él el mío, lo que no me molestaba. Gracias a nuestra conversación, me sentía liberada de la presión de esforzarme por ser encantadora y simplemente hice lo que se me vino a la cabeza.

Perder el tiempo no fue una opción. Él rodeó mi cintura con un brazo para atraerme hacia sí. El impulso me robó el aliento. Tuve que inhalar fuerte por la nariz y ahí noté que desprendía un perfume masculino que me provocó una adicción inusual. Oí algo más cuando la sangre golpeó mis oídos. Los latidos provenientes de nuestros pechos rebosaban de la adrenalina que originaba la atracción exclusivamente física. Sentía como si su cuerpo me estuviera llamando y por supuesto que atendería esa llamada.

La unión de nuestras bocas en un beso que comenzó siendo tranquilo, suave, y repentino hasta que se tornó enérgico, fuerte, y apasionado podría haber suscitado sismos. El roce me enloqueció, no obstante, pretendía tomar las cosas con tranquilidad.

Me atrajo, llevándome hacia el interior del ascensor, o yo lo empujé hacia adentro, no estaba segura. Era probable que fuera una mezcla de las dos cosas, lo importante fue que acabamos ahí tras tambalearnos y apenas dejamos de estar en público, la situación me subió la temperatura al punto de que su tacto generaba ríos de lava debajo de mi piel.

No sabía que eso era posible. No sabía que alguien podía besar así y no imaginé que yo podría ser besada así. Compartí un par de besos a lo largo de mi vida, pero los contaba con los dedos de la mano y casi siempre fueron durante juegos como siete minutos en el paraíso o verdad o reto. Nada serio. Esa vez era diferente y me gustaba, me gustaba mucho. Era extraño andar caminando tranquila y al siguiente segundo sentir ese cosquilleo que crecía con cada caricia.

Él lamió mi labio inferior, el superior, y luego regresó para morder un poquito el inferior y solté un gimoteo con el que abrí un poco más la boca y él introdujo su lengua para profundizar el beso. Habría puestos los ojos en blanco de no ser porque tenía los párpados cerrados debido a los movimientos que acompañaron a los míos y me incitaron a subir las palmas por su rostro duro para jalar de su cabello castaño, casi negro, y ligeramente rizado.

Oí que soltó una maldición que sonó como muchas letras sin un orden en específico y procedió a agarrarme con ambos brazos por debajo de los míos para tenerme por completo, acariciar mi espalda a través del vestido, y enseñarme lo fuerte que me podían tomar. Aquello me prendió más. Al final, me fue guiando hacia la pared fría del elevador que contaba con espejos que reflejaban lo que hacíamos y me presionó contra él para pegar su cuerpo contra el mío.

Tuve la sensación de que me iba a desmayar gracias a la emoción sensual que me drenaba la racionalidad.

Jamás dejamos de besarnos. Su boca inquisitiva continuó mostrándome los caminos de la perdición y yo me perdí en ellos.

Yo no paré de contonearme contra él de manera inconsciente, ya que había borrado mi filtro y le hacía caso a la urgencia con la que se manejaba mi cuerpo. Su torso apretujaba mis senos a través de la ropa, acentuando lo sensibles que estaban. La musculatura de su espalda ancha se sentía tan bien que me sentí en la obligación de arañarla. Y, como si faltara poco, la colisión ocasionó que nuestras piernas chocaran y una de las suyas quedó en medio de las mías, presionando con la rodilla y haciéndome fantasear con más al recordar el hambre que me sacudía.

Deseé que el ascensor no se abriera nunca más.

Agradecí por dentro que mi cita con Anwen fuera un desastre, agradecí que me cruzara con él, y agradecí que fuera del tipo de persona que vivía sin ataduras. No me interesaba que no estuviéramos enamorados, no me interesaba que fuera una cosa de una vez como sospechaba que sería, y no me interesaba lo que hacíamos era por pura diversión y se desvanecería en un rato. Quería divertirme. Quería experimentar algo nuevo. Después, cada uno podía seguir su camino por su lado sin esperar algo más.

Por otra parte, él parecía opinar lo mismo. Me besaba con afán y deseo en su máxima expresión, como si hubiera entrado en un frenesí y yo fuera la electricidad que le daba vida. Me deseaba de verdad y no era un juego. Solamente su mente conocía el motivo. El misterio de sus cavilaciones fue excitante al igual que el resto de sus acciones.

Una de sus manos trepó por la curva de mi espalda arqueada, causando que una horda de escalofríos subiera por mi columna vertebral, y pasó a delinear mi silueta. El vestido blanco y ligero con un bordado de flores del mismo color que cargaba se arrugó ante su manía de hacer puños con él. Aun así, no me molestó. Sus caricias me recompensaban.

Luego paseó por el borde de la tela de mi escote sin ir más allá como si jugara con la tentación, subió una de sus palmas hacia mi cuello y lo acarició sin ahorcarme al mismo tiempo que ladeaba la cabeza otra vez. Por alguna razón, se sintió bien y se sintió más que bien cuando él lanzó sus caderas más para adelante, haciéndome notar lo mucho que le encantaba a él también.

Gemí contra su boca, disolviéndome con el susurro demandante de su respiración agitada, el calor que combatía al aire condicionado, y los toques en los lugares correctos. Me pagó con una especie de gruñido ronco y sensual como si tocarme fuera un placer astronómico cuando le devolví el favor y sacudí mis caderas para encontrar un punto en común. A ese paso nos llamarían de la recepción por ruidos molestos. No importaba. Nada nos molestaría en ese momento. Finalmente, terminamos haciendo lo que más nos gustaba como si leyéramos la mente del otro.

Pero me fui quedando sin oxígeno debido a los besos intensos. Necesitaba respirar, así que bajé las manos por sus hombros a la zona de sus pectorales y tomé los extremos de la chaqueta que se había vuelto a poner antes en simultáneo que me alejaba un poco. Me quitó el aliento en más de un sentido.

Acabé tirando de mi labio inferior sin razón aparente en cuanto frenamos y él me contempló en silencio con una sonrisa pecaminosa, sacó la mano de mi cuello y la puso en mi mejilla. La tensión sexual se tatuó en nuestras frentes en mayúsculas. Pero la pausa no duró mucho y me dio varios besos cortos como si descansar fuera una misión imposible.

El placer barrió cualquier pensamiento apocalíptico de mi mente y la llenó con satisfacción.

―Hola ―suspiré con una sonrisa sin saber qué decir.

―Eres adorable ―rio él ante lo insólito de mi saludo en ese contexto.

―¿Y eso es sexy?

―Para mí, sí.

La agitación no nos permitió hablar por unos instantes.

―Creí que estabas fuera de mi alcance.

El chico presionó su cuerpo contra el mío con más fuerza.

―¿Por qué? ¿No estoy lo suficientemente cerca?

―No ―afirmé con una actitud nueva e imperante.

Al contrario de mi personalidad en otros aspectos de mi vida, me complacía el arte de dominar.

―¿Estás segura?

Me entretuvo la manera en que sus dedos jugaban con mi cabello suelto casi sin darse cuenta. Entendí lo que quiso decir. Era un acuerdo tácito.

―Sí.

―¿Estás segura de que sabes de qué hablo? ―preguntó por las dudas.

―Sí. Esto solo será algo de una vez.

―Créeme. Será más de una vez.

Dijimos que esto sería algo de una vez, no qué tanto duraría.

Me habría sonrojado por lo irónico de la frase, de no ser porque mis mejillas ya estaban rojas por motivos ulteriores.

―La pregunta es: ¿tú estás seguro? ―dije para ser amable.

Él se atrevió a tomar una de mis manos para guiarla por su abdomen y finalmente colocarla sobre sus pantalones.

―¿Eso responde tu pregunta?

Tragué grueso al sentir su erección y comprender lo que provocaba en mí, saber que yo era la causante de la misma.

―En más de un sentido.

Me liberó y dejé la mano sobre la hebilla de su cinturón para tentarlo.

―No sabes lo que te espera ―avisó él, apartando mi cabello de mi cara.

Me gustaba su estilo. Conseguía distraerme y hacer que quisiera más.

―Enséñame.

De pronto me tomó por sorpresa y sujetó mi mandíbula.

―Como quieras.

Opté por intentar besarlo. Su boca me esquivó, burlándose de mis intentos antes de presionar mis labios delgados contra los suyos y robarme un suspiro.

―Dicen que no hay que charlar con desconocidos.

Sus ojos oscuros me redujeron a cenizas.

―No hay que hablar para follar.

Mi corazón latía desbocado por la adrenalina y el deseo que recientemente había azotado a mi anatomía.

―Ni siquiera sé tu nombre completo.

―No te preocupes ―susurró, maravillándome con sus caricias, y habló cerca de mi boca, rozando su nariz con la mía―. Lo gritarás luego.

Luego de que las nubes del sexo se despejaran, desperté en algún punto de la noche en su cama con las sábanas revueltas, el sudor bañándome, y la satisfacción alegrándome la jornada. Estuvimos juntos por lo que parecieron horas.

Jamás creí que mi primera vez sería de ese modo, aun así, la disfruté, la disfruté más de lo que esperé que lo haría y fue tan buena que quedé exhausta y caí dormida y recién estaba despertando en la habitación de Kieron. Pero él me enseñó bien y no esperé a que se levantara, me vestí y seguí adelante.

A la salida del hotel, me topé de nuevo con una horda de chicas y chicos, creando un bullicio monumental en la entrada porque supuestamente los integrantes de una banda de rock residían allí. Seguían ahí, gritando nombres y cosas que no se entendían con un fanatismo. Me pregunté si alguna vez alguien haría eso por mí.

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