Anne Of The Present

By armoniadeamor

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Anne Shirley nació con la aventura tatuada en sus clavículas y las ganas de descubrir el mundo bordadas en su... More

Primera parte
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Segunda parte
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By armoniadeamor


⚠️: Este capítulo contiene escenas que pueden herir la sensibilidad del lector.

Venus.

Me dolía el pecho.

Me dolía tanto, que sentía que dejaría de respirar en cualquier momento debido a todas las palabras no dichas, y todos los sentimientos que me obligaba a suprimir en mi interior por el miedo a que no fueras correspondidos o que las cosas cambiaran. Porque siempre me dije a mí misma que si no expresabas los problemas en voz alta, estos no se materializarían y tarde o temprano terminarían desvaneciéndose en alguna parte de tu interior.

Casi siempre termina sucediendo más tarde que temprano y como, al verlos justo frente a mí me fue imposible alejarlos, opté por ahogarlos.

Ahogarlos en maldito alcohol.

—¡Detesto esta canción! —vociferé esperando que Madison, la chica que había conocido en el baño hace media hora, me escuchara a través de la ensordecedora música.

Al ver como asentía en mi dirección supe había conseguido que me escuchara, pero por sus ojos chinos, rojos y drogados noté que la información había llegado a su cerebro de forma completamente distinta. —Es buena.

—¿Buena? La licuadora suena mejor que esto. —respondí con mal humor mientras le daba una calada a mi cigarrillo, mis ojos vagaron a unos musculosos muchachos entrando con botellas costosas y de nombres extranjeros—. Este bar es una cuna de heteros e hijitos de papá, me estoy aburriendo como la mierda.

Levantó un blunt y lo estiró en mi dirección. —Te presento a Mary Jane, tu mejor amiga en estos casos.

Negué al instante. —Ya nos presentaron hace algunos años y no salió para nada bien. Lo dejé.

—Quizás no te la presentaron bien. —exclamó y luego se acercó el cigarro de marihuana al oído con una mueca de seriedad—. ¿Qué dices, Mary? ¿Qué Venus necesita relajarse? Oh, ¿y tú puedes hacer que eso suceda? ¡Qué amable de tu parte!

No pude evitar reír. —Eres tan jodidamente extraña.

Sonrió con diversión y le dió otra calada. —Y acabo de conseguir que cambies esa mueca de anciana ricachona gracias a mi amante Mary J. Deberías agradecerle.

Estaba consciente de que no debía. Me encontraba amargada y con el corazón roto, pero no era imbécil, sabía cómo eran las personas como Madison; realmente insoportables en las fiestas al presionar socialmente o con argumentos nefastos a otras personas para que consuman lo mismo que ellos, a pesar de la respuesta negativa ante su ofrecimiento.

Pero, a pesar de saber esto y lo mal que me pegaba la marihuana cuando estaba deprimida, terminé aceptando.

Quizás si era bastante imbécil.

Entonces la fiesta se hizo más divertida, las luces más brillantes y la música una obra de arte. Mecí mi cuerpo de un lado para otro sintiendo mi corazón, la sangre corriendo por mis venas y la boca de Madison contra la mía. No recuerdo cuándo me arrojaron bebida en mis zapatos, tampoco cuándo terminé perdiendo mi teléfono y a Madison, ni cuando salí a la negrura de la calle. Sólo sé que de pronto estaba afuera del bar con el viento frío recorriendo mis descubiertas piernas, y el alcohol imposibilitándome caminar con normalidad.

Antes terminaba muchas veces en ese estado, muchísimas.

Cuando murió mi hermano adopté la misma costumbre que en ese momento, apagar mi cerebro para así dejar de pensar en mis sentimientos y sólo fluir en el presente divertido y efímero; no me importaban mis padres, ni si se preocupaban por mí cuando no llegaba a casa ni les avisaba donde estaba, después de todo me lo merecía, merecía portarme como una niña malcriada y a quién nadie comprende porque Joseph había muerto y yo me sentía del carajo.

Porque claro, ellos estaban viviendo un oasis.

Pero había madurado, y pensé que había cambiado, que había solucionado las cosas con papá y siempre que salía a divertirme lo hacía porque tenía ganas y no para evadir alguna situación. Conocía mis límites con el alcohol y no consumía nada más que eso.

—Mierda, Keth. —me dije a mí misma cuando me di cuenta que sin celular no podía llamar a el chico que siempre me llevaba de vuelta a Avonlea, tampoco me sabía su número.

Había caído en el mismo círculo vicioso, y ahora estaba varada en Charlottetown sin teléfono, sin forma de contactar a Keth y con un frío del carajo mientras observaba a dos muchachos vomitando a unos metros de mí.

Estuve a punto de hacerlo también, odiaba el sonido de las arcadas hasta cuando estaba sobria, pero me contuve y aferrándome a mi poco sentido común, caminé lejos de ellos hacia el guardia del edificio. —Dis...disculpe, señor.

¿Señor? Mierda, sí que estaba en malas condiciones.

El hombre recorrió todo mi cuerpo antes de posar sus ojos en los míos. —¿Qué?

—Me... —tosí al evidenciar mi voz ronca y poco audible—. ¿Me podría prestar un celular? Necesito pedir un...un auto de esos naranjos con celeste.

—¿Un taxi? —preguntó con una sonrisa engreída que quise sacarle con un rodillazo.

Volví a tratar de mantener la calma, no estaba en una situación para pelear. —Eso mismo, un taxi. Perdí mi teléfono, o me lo robó la rubia cuando nos besamos...no lo sé, el punto es que no tengo cómo carajo irme a casa y papá me espera siempre con una sopa caliente si cumplo mi horario de llegada a las dos. No te imaginas las malditas ganas que tengo de esa sopa justo ahora.

—Me temo que no tendrás sopa, niña. Porque son las cuatro.

—¡¿Las cuatro?! —bramé sintiendo como entraba en pánico—. Mierda, carajo, y el culo de un policía...debes prestarme tú celular. Realmente lo necesito.

—Si te lo presto a ti, tendría que hacerlo con todos los ebrios que me lo piden. —dijo haciendo pasar a un grupo de amigas por la puerta, fruncí el ceño cuando me di cuenta que no parecían de más de catorce años—. ¿Sabes cuántos son esos?

—¿Muchos ebrios?

—Muchos ebrios. —corroboró—. Lo que significaría mucho dinero perdido para la empresa, así que no nos dejan.

Quise volver a golpearlo, pero pensé en la mirada de reproche de Gilbert cuando me decía que debía ser más amable con la gente. —Por favor...

—No puedo, linda. —exclamó con una connotación que supe que no era ni de cerca paternal—. Lo siento.

Un grupo de muchachos pasó a mi lado y uno de ellos me rozó la cintura con delicadeza al pasar. Quise golpearlo con todas mis fuerzas, pero ni de cerca tuve tantas como cuando le sonrió con complicidad al guardia. —La tienes a tus pies —parecía decir con esas cejas arqueadas—. Está ebria y buena, ¿qué esperas?

Respiré. No podía lidiar con neandertales ahora, necesitaba llegar a casa. —Tengo diecisiete años y estoy sola a las malditas cuatro de la mañana, ¿no tiene hijas, sobrinas, amigas?

—Mis hijas jamás estarían en esa posición, cariño. —me contestó con aires de superioridad y los chicos soltaron una carcajada burlesca antes de entrar—. Ellas no son de tu tipo y no frecuentan lugares como estos.

Quise decirle que sus hijas tarde o temprano estarían en una situación de potencial peligro en ese lugar o en el otro lado del mundo, y que seguramente necesitarían ayuda como yo en ese entonces, porque era pan de cada día el sentirnos expuestas. Pero pelear con un hombre así hubiera sido mucho esfuerzo para mi drogado cuerpo que me imposibilitaba hasta mantenerme quieta o en equilibrio.

Miré al cielo soltando un bufido, tratando de imaginar una solución para esa situación. De todas las posibilidades descabelladas que se pasaron por mi cabeza nada lúcida, estuvo hasta la de irme trotando.

Pero, aunque hubiera sido un buen ejercicio para bajar las cervezas, no fue necesario. Porque entonces un taxi se paró a un lado de la vereda y bajaron dos chicos que ante mis ojos podían ser consideradas malditos ángeles.

Me acerqué a la ventanilla fingiendo la mayor naturalidad que pude. —¿Puedo...? Eh, ¿está haciendo recorridos?

Me miró a través de sus gruesos lentes y asintió. —¿Hacia dónde?

Abrí la puerta con un temblor digno de chica de dieciséis haciéndose un test de embarazo y subí al auto. —A Avonlea, puedo...creo que puedo darte indicaciones. Espera un poco.

Traté de abrir la ventana con el seguro pero aunque casi lo rompí de la fuerza con la que lo apreté, ni se inmutó. —No abre la ventana.

Me miró a través del retrovisor. —Está malo el seguro.

Asentí abriendo la puerta y sacando la cabeza para mirar al nefasto guardia al que ahora no necesitaba.

—¡Vete al demonio, imbécil! —grité sacándole el dedo de al medio y luego volví a entrar la cabeza una sensación de victoria al ver su ceño fruncido—. Ahora sí. Vamos que me espera una sopa en el microondas.

Ni me miró y partió el auto; lo guié dándole las mejores indicaciones que pude a través de esas calles de Charlottetown que yo casi ni conocía porque Keth era quién me llevaba, pero luego de unos minutos —que ante mi cabeza fueron una eternidad—, llegamos por fin a la carretera que unía el pueblo con la cuidad.

—¿Sabe llegar desde aquí? —le pregunté comenzando a amarrarme el cabello en mi coleta alta post-fiesta—. A Avonlea digo..,es derecho hasta que vea el letrero horrible y que parece de cuento infantil, que dice, bueno, justamente Avonlea.

Miré sus ojos cafés fijando la mirada en mí desde el retrovisor. —Sí. Ponte el cinturón, por favor.

—Mierda, verdad. —solté luchando por ponérmelo, todo parecía treinta veces más difícil en ese estado—. Perdón.

—No pasa nada. —contestó con voz amable, y prendió la radio.

Miré por la ventanilla apoyando mi mano sobre el rostro otra vez, escuchando a medias la canción que interrumpía el silencio, era una de Eminen, creo. Realmente todas las canciones de rap me sonaban igual.

Y aunque saber que estaba de camino a casa por fin me mantuvo mucho más tranquila, de pronto todo comenzó a ir mal. De un segundo para otro se me cerró la garganta, sentí como mis manos comenzaron a adormecérseme y perdí de a poco el control de mi cuerpo.

El miedo por tener alguna reacción por la mezcla de marihuana con alcohol comenzó a surgir en mi interior, y sentí pánico. —Puedes...¿puedes parar a un costado un segundo? No me siento bien.

No me respondió, pensé que había sido porque mi voz era casi un susurro y no me había escuchado así que me esforcé por alzar la voz a través de la música: —Ey, nece...necesito que pares. Me siento mal.

Me miró a través del retrovisor otra vez. —¿Qué?

Comencé a tratar de apretar el botón de la ventanilla con todas mis fuerzas, pero no bajó ni un milímetro, yo no podía controlar para nada mis movimientos, y al tratar de abrir la puerta supe que le había puesto seguro para niños. —Que pa...que pares.

Por cómo ni siquiera se inmutó ante mi desesperación supe que no estaba sufriendo una reacción por lo que había consumido en la fiesta, sino que algo andaba mal. Recordé lo que había leído hace unos meses en Instagram sobre la escopolamina y fijé mis ojos en los orificios de su nariz reflejados en el retrovisor.

Estaban tapados.

Desperté con un dolor de cabeza que jamás había sentido con tanta magnitud en toda mi vida, pero me percaté de eso sólo por unos segundos, porque el dolor en la parte baja de mi cuerpo y su cuerpo sobre el mío se robó todo el protagonismo. —Sólo relájate. —expresó cuando comencé a tratar de zafarme de su agarre con la poca energía que me quedaba.

Cerré los ojos con fuerza, las lágrimas saliendo dolorosas de mis ojos mientras trataba de arañar su espalda asquerosa y grasosa para que se detuviera. Para que dejara de romperme por dentro.  Estuve aferrándome a la idea de escapar por una eternidad, hasta que de pronto algo se apagó en mí y dejé de resistirme. Fue como si mi alma se hubiera salido de mi cuerpo, abandonándome por completo.

No pensé en el auto en el que estaba, no pensé en el dolor tan fuerte que sentía, sólo rogaba que se terminara pronto para salir de ahí corriendo y volver con papá. Con su sopa caliente esperando por mí, y anhelaba con toda mis fuerzas hasta sus regaños por llegar tan tarde sin avisar.

—le hubiera dicho al llegar—, prometo que nunca más haré que te preocupes por mí, no volveremos a pelear. Te amo con todo lo que soy, papá.

Pensé, mientras tenía la respiración del hombre en mi oreja, en mamá. En sus galletas y las trenzas que me hacía cuando era pequeña, pensé en como habíamos dejado de hablarnos hace años. Mi mente vagó por todas las sonrisas de mis amigos, los ojos de Aline, las ocurrencias de Moody, los regaños de Gilbert y los abrazos de Roy.

Esperé, y esperé, rota para siempre.

Pero la sopa se enfrió, todo se puso negro y yo nunca volví a casa.  


Hola, hola. 

Venus es un personaje ficticio, pero existe. Existe en miles de otras mujeres que fueron asesinadas sólo por ser mujeres, y despojadas de sus familias, amigo/as y de toda la vida que tenían por delante. 

Venus es Ludmila Pretti, es Abigail Riquel, es Anaís Godoy, es Karla Vanessa Guerrero, es Nicole Saavedra, es Rona Uzcátegui, es Judith Chesang, es Neha Sharad Chaudury, es Sandra Lucia Hammer.

Son todos los nombres y las mujeres que se les están viniendo a la cabeza en estos momentos. 

Venus puedo ser yo, puede ser cualquiera. 

Venus son todas por quienes gritamos, pedimos justicia y a quienes recordaremos toda la vida.

 —Dani.

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