Cazador

By EstudioThirdKind

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Enero de 1504. Juan del Arroyo regresa a Montañana tras haber servido como soldado en las guerras de Nápoles... More

Capítulo 1: Desde el infierno
Capítulo 3: El mejor cazador

Capítulo 2: La llamada del destino

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By EstudioThirdKind


29 de enero

El pájaro tenía el pecho de color naranja. No cantaba de forma melodiosa, más bien hacía un ruido extraño, como un chasqueo. Podía verlo perfectamente sobre la rama gris, resaltando en medio del paisaje nevado igual que una joya. Juan llevaba mirándolo desde hacía un buen rato, inmóvil en el centro del patio, con la horca al hombro, como petrificado. Oria lo había sorprendido así al asomarse a la puerta y desde entonces trataba de adivinar en qué diablos pensaba su esposo, qué le había dado esta vez.

Entrecerró los ojos y suspiró, cerrándose bien el mantón sobre los hombros y la cabeza. Aquel hombre siempre había sido enigmático. De joven le gustaba, era parte de su atractivo, pero ahora sentía como si no lo conociera. Sabía que no era la única mujer que se sentía así. Montañana estaba llena de esposas que no sabían lo que sus maridos hacían o pensaban, de muchachas que se fingían tontas para no enfrentar el hecho de que compartían cama con desconocidos. A Oria no le gustaba hacerse la tonta, ni tampoco sentirse tan distanciada de Juan. Habían estado unidos en el pasado, al menos lo suficiente. Él siempre la había respetado, la escuchaba y la tenía en cuenta, algo poco común, y Oria valoraba aquello como un tesoro. Debería resultarle suficiente, pero ya no le bastaba con eso. Juan había vuelto cambiado de la guerra y por mucho que ella lo intentaba, no llegaba a comprender a aquel nuevo hombre que ahora dormía en su lecho.

«No, realmente no ha vuelto», se dijo amargamente.

Juanillo se acercó a ella, curioso, mordisqueando un picatoste.

—¿Qué hace padre?

—Pensar en sus cosas.

—¿Cuáles cosas?

—Pues sus cosas, hijo. Problemas de mayores. Venga, a trabajar.

Resuelta, agarró al niño de la mano y lo metió en la casa.

. . .

El pájaro tenía sangre en el pecho. Podía verla claramente, una mancha roja y reseca en su plumaje. Sin embargo seguía vivo, dando pequeños saltos en la rama ennegrecida de la encina. Un pájaro inmortal. ¿Cuántos habría? ¿Cuántas criaturas de pechos sangrantes, vivas después de la muerte, como Jesucristo? Pero ni los hombres ni los pájaros podían vivir después de muertos. ¿O es que quizá ya había llegado el Juicio y la resurrección de la carne de la que tanto hablaba el cura?

Tal vez era eso. Tal vez el capitán pálido era el heraldo del fin de los tiempos y ese pájaro su compañero, que ahora se encontraba allí para acecharlo en su nombre.

«Me vengaré. Te perseguiré para siempre».

El ruido chasqueante del ave se entremezcló en sus oídos con los gritos del pasado, con el ruido de los huesos quebrándose. La sangre se le encrespó en las venas y a toda prisa se inclinó para agarrar una piedra y arrojársela al pájaro maldito. La piedra erró su objetivo por mucho pero fue suficiente para que su nuevo enemigo echara a volar.

Se pasó la mano por la cara y se giró, agobiado. Debería entrar en la casa y hacer algo de provecho. Al darse la vuelta vio al niño. Estaba en la puerta, mordisqueando un trozo de pan tostado, mirándolo con esos enormes ojos bien abiertos, llenos de fascinación y de preguntas.

«Quizá debería atender al crío», se dijo.

Sí, esa parecía buena idea.

—Ven aquí, Juanillo —dijo sin pensar.

El niño se acercó diligentemente. Juan lo miró un rato, pensando qué podría hacer con él. «¿Cómo se cría a un hijo». No tenía ni la menor idea.

—¿Sabes defenderte?

—¿Defenderme de qué?

Juan se encogió de hombros.

—De lo que venga.

—¿Es que va a venir algo malo? ¿Un lobo?

El niño miró alrededor. Parecía temeroso. Eso disgustó a Juan. Su vástago había pasado demasiado tiempo sin un hombre en casa y se había vuelto pusilánime y asustadizo. Puede que él también lo hubiera sido cuando tenía seis años, pero en aquel momento no lo recordaba ni le importaba lo más mínimo: había inmortales sanguinarios caminando por el mundo y su hijo no parecía saber cómo proteger su propia vida. Eso era algo a lo que podía poner remedio.

. . .

Oria estaba desplumando una gallina en el patio de atrás cuando empezó a oír el jaleo. Al principio solo eran voces mitigadas por la distancia, la de Juan severa y grave, la de Juanillo infantil y quejumbrosa. Entre ellas sonaba un ruido como de percusión y supuso que jugaban a algo juntos. Fuera lo que fuese, la alivió. Al menos Juan hablaba a su hijo, ya era un avance. Pero pronto entendió que algo no iba bien. La voz de su marido era cada vez más dura y seca y la del niño más cercana al lloriqueo. Aun así, no quiso intervenir. Quizá solo se alarmaba sin razón. Juanillo era muy delicado y a veces más sensible de la cuenta. Pero de pronto la voz severa se convirtió en una sucesión de órdenes autoritarias y los gemidos del niño en llantos. Se puso en pie, más enfadada que preocupada.

—¡Mamá, mamá!

Los pies del pequeño correteando sobre la tierra escarchada la pusieron en tensión. Fue a su encuentro, rodeando la casa, y el niño se le echó a los brazos con las mejillas húmedas y la expresión asustada.

—¿Qué ha pasado? —preguntó acuclillándose ante él y apartándole el pelo de la cara para verlo bien.

—No quiero jugar más con el palo —lloriqueó Juanillo—. Me hace daño.

Examinó el rostro del niño: tenía un rasguño en el pómulo. Nada importante. Luego le miró la ropa y le palpó los brazos. Juanillo se encogió con dolor.

—Ven, quédate aquí con los pollos. Siéntate en el taburete y me esperas —ordenó. A continuación se dirigió hacia la parte delantera del edificio, arremangándose por el camino y conteniendo el enfado.

Oria no era una mujer paciente. Había sido inquieta desde niña. También respondona, inteligente y un poco peleona. Sus padres siempre le habían advertido que no llegaría muy lejos así pero a ella nunca le importó. Llegara a donde llegase, eso le daba igual, sabía que lo haría siendo quien era y no ninguna otra cosa. Al casarse con Juan del Arroyo no había cambiado nada de sí misma y no pensaba hacerlo ahora.

—¿Se puede saber qué le has hecho al niño? —espetó en cuanto vio a su marido. Juan estaba sentado en el escalón de la casa, afilando un palo largo con un cuchillo. Tirado en el suelo había otro, algo más corto. Debía haber quedado allí cuando Juanillo lo soltó y echó a correr.

—Enseñarle a luchar. Se ha ablandado mucho en estos años —replicó Juan con una voz tensa y oscura.

Oria puso los brazos en jarras. Aquello no le gustaba nada.

—Cuando te fuiste era un bebé, ¿cómo se va a ablandar?

—No me hagas juegos de palabras, mujer. Ya sabes lo que quiero decir. El niño no está espabilado.

—Ya. Y lo vas a espabilar a palos, ¿es eso?

—No. Ha sido un accidente —admitió Juan con tono arrepentido—. Pero tiene que aprender a luchar.

—No es un soldado.

—Eso no importa, el mundo está lleno de peligros y maldades que acechan por igual a todos. Tiene que aprender a defenderse.

—Pues así no. Está asustado. —Miró el cuchillo que Juan tenía en las manos y luego clavó los ojos en los de él, buscando su atención. Juan no la miraba—. Le asustas tú. ¿No ves que no te conoce? Piensa que le quieres hacer algo malo y no te entiende. —«Ni yo tampoco»—. Tienes que ir poco a poco con él.

Juan no dijo nada. Se quedó sentado en silencio, afilando la rama con tensión contenida. Oria sintió entonces un halo amenazador en torno a él, algo que nunca antes había percibido en su esposo. Su mente trabajó con rapidez para resolver la situación, al menos por el momento.

—Deja al niño por hoy, yo me encargaré de él. ¿Por qué no vas a por leña? Esta noche va a venir nevada, será mejor tener de sobra.

Juan se detuvo y pareció sopesar sus palabras. Luego se puso de pie lentamente, guardando el cuchillo en la bota, y se dirigió a la leñera a por el hacha. Oria suspiró y se dio cuenta de que respiraba tranquila por primera vez en aquel rato. Tenía los dedos crispados en el mantón, así que los soltó lentamente y regresó al patio trasero para llevar a Juanillo dentro de la casa y curarle el arañazo. En una cosa sí tenía razón Juan: el mundo estaba lleno de peligros y maldades, y algunos se gestaban como gusanos dentro de los hombres buenos. Sobre todo cuando volvían de la guerra.

. . .

El hacha caía una y otra vez sobre el mismo tronco provocando un sonido rítmico y relajante. Casi era por la tarde y ya había reunido más leña de la que podría transportar, pero no le importaba. Seguiría cortando un rato más.

Había caminado en soledad hasta el pequeño bosquecillo, tranquilo al tener algo concreto que hacer y sabiendo que estaría fuera por un largo rato.

Debía enfrentar la realidad: regresar había sido una mala idea.

«Tenía que haberme quedado allí. Pero ¿qué iba a hacer? La guerra ha terminado. ¿Por qué tuvo que terminar...?».

Tomó aire y descargó el hacha de nuevo. Uno, dos, tres, cuatro...

Contó los golpes hasta que dejó de contar y se dedicó a reflexionar, dejando que sus pensamientos volaran de un sitio a otro libremente.

Juan siempre había sido un hombre peculiar. Desde niño, sus sueños y fantasías habían tenido un papel dominante en su vida, presentándose ante él tan veraces como la propia realidad. Su imaginación desbordante le había proporcionado el consuelo de un mundo interior rico y mágico, lleno de historias para contarse a sí mismo, pero también le había traído regalos envenenados en forma de miedos y pesadillas. Las posibilidades más inverosímiles siempre tenían un lugar en la mente de Juan, y la guerra, con sus horrores, incluida la presencia del capitán pálido, le había dado una dolorosa confirmación: sus fantasías más terribles podían hacerse realidad. De hecho, había en el mundo real cosas aún más aterradoras que las que él imaginaba.

La guerra fue espantosa, sí, pero también había traído cosas valiosas.

Una libertad inesperada.

—¿Seguro que quieres venir? —le había dicho Martín un par de días antes de que ambos partieran con el ejército.

—Tampoco es que pueda echarme atrás ahora —había respondido él con desgana, siempre ambiguo.

—¿Y tu familia qué?

—Mi familia va a seguir aquí cuando vuelva.

—Uno no se casa para irse a la guerra en la primera oportunidad —le había insinuado Martín, como siempre buscando una reacción, una respuesta, una confirmación clara que Juan nunca le daría.

—Tú qué sabrás para qué se casa la gente, si eres soltero.

Martín había esbozado una sonrisa maliciosa.

—Puede, pero creo que sé por qué te has casado tú.

Ahora aquella conversación parecía haber ocurrido en otra vida. También en otra vida, Juan se había desposado con Oria, que era una mujer peculiar, con un carácter fuerte y una honestidad que él envidiaba en cierto modo. Se unió a ella seguro de lo que hacía, feliz de tener una vida normal, una esposa y al poco tiempo también un hijo en camino. Aquellas cosas le hacían sentirse menos extraño. Tener mujer e hijos, un legado y un sustento, era el objetivo de todo hombre y Juan tuvo la suerte de cumplirlo en su juventud, lo cual le produjo una gran paz. Ya no habría más expectativas sobre él. Podría compensar sus pecados sin que nadie llegara a sospecharlos siquiera. No tenía, eso sí, la menor intención de dejarlos atrás. Pensaba reincidir en ellos tanto como fuera posible.

Y es que además de tener mucha imaginación y ser introvertido, Juan era un pecador constante e irredento. Lo había sido desde pequeño, desde que con diez años sus ojos soñadores se fijaron por primera vez en Martín. Y allí se habían quedado.

Golpeó el tronco con más fuerza.

Martín...

Nunca había podido evitarlo. Desde la primera vez que lo vio, su imagen y su nombre se filtraron en su corazón como el agua se filtraba a través de las rocas en la montaña. Gota a gota, aquel sentimiento se había convertido en un río. Juan del Arroyo, así le llamaban, y le parecía muy apropiado. En su interior guardaba un torrente secreto que discurría bajo la superficie, que nadie podía ni debía ver; un manantial que, con el paso del tiempo, se volvía más caudaloso y rugiente.

Debería sentirse culpable pero no lo hacía. Durante un tiempo, en la época confusa en que la niñez daba paso a la edad adulta, sí había tenido algo parecido a los remordimientos, pero no porque sintiera que su pasión fuera realmente mala, sino porque era consciente de que en el mundo real nadie lo entendería. Había oído historias oscuras y trágicas sobre aquello, sobre hombres perdidos, como él, que acababan expulsados de los pueblos en el mejor de los casos. No le costaba guardar secretos, y aquel no fue una excepción.

—¿Por qué me he casado yo?

—No te lo voy a decir.

—¿Y eso?

—No te va a gustar oírlo y te vas a poner insoportable.

Juan se le había quedado mirando, desafiante, mientras cerraba con fuerza su petate. Martín seguía sonriendo como un canalla. «Mejor que no digas nada —había pensado Juan—, ni que hubiera hecho falta nunca».

En Italia, a solas los dos, lejos del pueblo y de sus gentes, Juan había podido al fin liberar en parte aquellas aguas, que eran al tiempo la causa y el bálsamo de su sed. En ningún momento dudó que Martín le correspondería, pese a que no hubo palabras entre ellos.

Siempre había pensado que él y Martín se entendían muy bien sin ellas, pero en Italia comprendió que Martín sí parecía necesitarlas, y eso se había convertido en una pequeña frustración.

Se pasó la mano por la frente sudorosa. La brisa fría y cortante le azotó el rostro, así que se caló bien la capucha y se apretó el jubón de lana.

No tenía ni idea de qué iba a hacer con tanta leña pero ya se las arreglaría. Siguió cortando. ¿Qué más daba ya? El árbol estaba caído.

¿Dónde estaba? Ah, Martín. Martín y las palabras, sí. Martín siempre quería palabras. Le acusaba de huir porque Juan no ponía nombre a los pecados que compartían, le acusaba de cobardía porque no aceptaba sus propuestas de fuga, que eran completas locuras.

—Los hay como nosotros, ¿no lo sabes? No somos únicos en el mundo. Algunos viven como hermanos de cara a la gente, bajo el mismo techo.

Martín le había dicho aquello una noche, allá en Italia, aún juntos. Les habían encargado hacer una ronda de vigilancia y su misión se había convertido en algo diferente a medio camino. Yacían en un diminuto claro que había oculto entre unos arbustos, tremendamente incómodos pero sin ganas de marcharse.

—No son como nosotros.

—Claro que sí. ¿Crees que solo tú y yo hacemos esto? Qué poco mundo tienes, Juan.

—No necesito más mundo que el que tengo.

—¿Entonces qué haces aquí en la guerra? ¿Por qué has dejado atrás a tu niño recién nacido y a una mujer como Oria?

Juan no contestó. Nunca contestaba. Por mucho que Martín le mirase insistentemente, atravesándole con aquellos ojos verdes, exigiéndole, Juan callaba. No tenía nada que decir. No quería decir nada. No se había molestado en buscar palabras para eso, no deseaba hacerlo, solo quería sentirlo, tenerlo en su vida, que fuera su aire y su agua, su tierra... pero en silencio.

Apartó aquel recuerdo dulce, que ahora dolía de añoranza y miró el montón de leña.

«Los demonios caminan sobre la tierra. ¿Por qué he vuelto a Montañana si ya no soy quien era? Ya no queda nada del esposo de Oria, ni siquiera sé si ese compromiso fue verdadero alguna vez. No sé ser padre de mi hijo, no sé ser esposo de mi mujer... ni siquiera puedo cumplirla. ¿Cómo puedo volver al punto de partida y fingirlo todo otra vez después de lo que he vivido?».

Una furia empezó a crecerle por dentro, producto de la frustración. En ese momento echó de menos los terribles campos de batalla. Añoró la sangre y el barro, los gritos de guerra, el choque de los metales, la sensación del filo hundiéndose en la carne... y también los abrazos libres de Martín, sentir su pelo contra el rostro, sus empujones exigentes, su voz en el oído.

¿Así era realmente? ¿Despiadado, salvaje, superviviente, pecador?

Puede que sí.

Alzó el hacha y la hizo caer una y otra vez, una y otra vez, sobre el maltrecho tronco hasta que no quedó nada de él.

. . .

Oria estaba terminando de remendar cuando escuchó los pasos de su marido. Salió con prudencia, observándole de lejos. Juan estaba colocando los hatos de leña en su lugar. Iba desgreñado y tenía un extraño fuego en los ojos que a Oria la puso alerta. Miró hacia dentro, donde Juanillo separaba las vainas de los guisantes, comiéndose alguno de vez en cuando con disimulo.

—Niño, quédate aquí —le dijo, cerrando la puerta tras de sí.

Al sol le había dado por brillar aquella tarde y su luz, demasiado blanca, molestaba a los ojos. Se acercó a Juan y le ayudó en silencio a colocar los troncos. Él apenas la miró pero ella sí lo hizo y entre las llamaradas de sus ojos encontró tristeza y también algo de vergüenza.

—Tenemos que hablar, Juan.

—Lo sé —dijo él.

Oria alzó las cejas, no se esperaba aquella respuesta, aunque se alegró. Todo sería más fácil así.

—De acuerdo. ¿Quieres decirme algo?

Juan tomó aire y se volvió hacia ella. Siempre había sido alto y fuerte, bien plantado. No demasiado guapo pero tampoco feo, y con esa mezcla de carácter hosco, modales respetuosos y ojos expresivos que a Oria la fascinó desde el primer momento. Ahora los años y la guerra lo habían vuelto más oscuro y ese misterio ambiguo que desde siempre intuía en él comenzaba a revelarse. Por desgracia, estaba descubriendo que no le gustaba lo que Juan escondía en su interior y se preguntaba si sería demasiado tarde.

La voz de su marido la sacó de sus pensamientos y también de la incertidumbre.

—Lo que pasó en la guerra... No te he hablado de ello —comenzó él.

Oria se cruzó de brazos.

—¿Quieres hacerlo?

Hubo una larga pausa y finalmente Juan volvió a romper el silencio, con la voz quebrada por la angustia.

—Lo cierto es que no sé si podría.

Ella no se dejó llevar por la compasión. Poniendo los brazos en jarras, le enfrentó.

—Pues alguna solución hay que buscar, porque así no podemos seguir. Lo que pasara en esa maldita guerra debería haberse quedado allí, pero te lo has traído a casa. Estás que no estás, te quedas atontado mirando un pájaro o a la pared... es como si no hubieras vuelto.

—¿Y qué quieres que haga? —dijo Juan tensándose.

—La cuestión es qué quieres hacer tú.

Él resopló, pasándose los dedos por la espesa cabellera y rascándose la barba después, como si fuera a hallar respuestas ahí. Tardó un poco en contestar, pero Oria no le apremió.

—Creo que aún tengo cosas que resolver. Quizá debería encargarme de eso y después ver qué pasa...

—Sí. Esa parece una buena idea. Resuelve lo que sea y luego vuelve para que hablemos otra vez.

—Pero ya habéis estado solos mucho tiempo... —empezó Juan con un deje de culpa.

—¿Y qué? —Su marido frunció el ceño, como si no entendiera. Oria se explicó—. Te fuiste a la guerra, Juan. Yo sabía que podías morir, que quizá no regresarías. Seguí adelante y nunca esperé nada, he criado al niño yo sola y me ha ido bien. ¿Crees que no puedo soportar que te vayas otra vez? Yo no quiero tener aquí a un hombre que en realidad no está. Arregla tus asuntos y después, si quieres estar en tu casa con tu familia, vuelve. Y si no es así, ni te molestes. Bastantes penurias hay en la vida como para inventarse otras.

La expresión perpleja de Juan estuvo a punto de arrancarle una carcajada pero tuvo la delicadeza de no reírse. Le dio un par de palmadas en el brazo y entró de nuevo en la casa para echar un vistazo al puchero. Odiaba que se quemara el fondo de la olla.


30 de enero

Amanecía y una vez más, Juan se disponía a partir. Esta vez había prescindido del peto y no transportaba mas que una muda de ropa limpia y la piedra de afilar. Llevaba la espada al cinto y su mejor jubón de cuero, los pantalones de lana y las botas buenas.

Oria estaba despierta pero se hacía la dormida, él lo sabía. No le importó, era mejor así. El niño también dormía. No le diría adiós.

Lo cierto era que no pensaba regresar.

Mientras se ataba la capa y cargaba con el hatillo al hombro, sentía un hormigueo extraño. Se encaminó hacia la aldea sintiendo que hacía equilibrios sobre una tabla demasiado fina, como si fuera a caer, casi deseando hacerlo para terminar con aquella incertidumbre. El camino que emprendía era uno que nunca se había atrevido a tomar. Y por primera vez, tenía miedo al rechazo. Siempre se había sentido muy seguro porque no había palabras entre él y Martín, pero ahora... ahora tendría que decir algo. Ya buscaría la forma de hacerlo sin comprometerse.

El trayecto hasta Montañana era empinado. Trepaba por la ladera, cruda al principio, después salpicada de adoquines. El camino serpenteaba, cruzaba el puente y por último ascendía una pendiente en la que ya atravesaba la muralla. Junto a esta se levantaban las casas y poco a poco se adivinaban los toldos de los artesanos, amarillos, rojos y blancos, plegados aún. Enseguida reconoció el del taller de Martín. Seguía teniendo el mismo desgarrón remendado, y por algún motivo eso le despertó la nostalgia. Notó que se le alteraban los nervios al acercarse a la puerta para llamar discretamente, pero en cuanto estuvo pegado a la hoja de madera, sintió las voces dentro y los nervios se convirtieron en alerta.

—¡Eres un cabrón!

No era un grito, solo una exclamación sofocada. No tan fuerte como para alertar al resto de vecinos pero sí lo suficiente como para ponerle tenso a él.

¿De quién era esa voz? No lo recordaba. Luego oyó un ruido de arrastrar de muebles y un golpe sordo; después, por último, la voz de Martín. No pudo entender qué decía pero no le gustó nada su tono, demasiado conciliador.

Empujó suavemente la puerta en una tentativa. Al ver que se movía y no estaba atrancada, respiró con alivio. Entró, sigiloso, a la vivienda.

La casa de Martín era también su propio taller. A la entrada estaba el largo banco que hacía las veces de mostrador, donde fabricaba y reparaba el calzado; pegadas a la pared había algunas estanterías sencillas con muestras de trabajo y pliegos de cuero y al otro lado rollos de cordones, de cuerda, de esparto y un buen número de martillos y clavos. Los ojos de Juan se fijaron de inmediato en el hueco vacío entre los cuchillos: faltaba uno.

—¿De verdad te creías que no me iba a enterar nunca? Hace tiempo que ando detrás de ti, desgraciado. Lo que me faltaba era ponerte cara.

—Ya te he dicho que me confundes, que no soy yo...

La voz desesperada de Martín le dio la respuesta acerca de quién era su interlocutor. Se trataba de Beltrán Garcés, sin ninguna duda.

Sigiloso, se asomó por el arco que comunicaba el taller con la vivienda. El corredor estaba a oscuras y la puerta del fondo se encontraba entreabierta. La ancha espalda de Garcés proyectaba una sombra larga en el suelo del corredor y entonces Juan empezó a sentir que el corazón le latía demasiado fuerte.

—¿Crees que necesito el cuchillo para matarte? —siseaba Beltrán—. Te despedazaré con mis propias manos, bastardo del demonio.

La sombra desapareció de delante de la puerta y el ruido se convirtió en golpes. Con la sangre enfurecida en las venas, Juan se apresuró a la estancia. La escena que se dibujó ante sus ojos, a contraluz, le resultó confusa. El fuego aún ardía en el pequeño hogar de la vivienda y lo teñía todo de un resplandor ocre demasiado familiar. La mesa y dos sillas permanecían contra la pared, una tercera se había volcado. En la cama, Martín se había incorporado a medias y observaba a Beltrán con expresión de sorpresa, aún adormilado. Juan reconoció el sueño en su rostro; estaba despeinado y confundido, y pese a que nunca antes le había visto así, ni siquiera en la guerra, ahora le parecía vulnerable. Beltrán Garcés se cernía sobre él, con los ojos llameando, presas de una extraña luz sobrenatural, las fauces abiertas y una mano alzada.

Juan sintió que la respiración se le detenía.

¿Eran colmillos lo que asomaba entre los labios de Garcés?

El corazón tropezó en sus latidos, se le desacompasó y luego emprendió un galope frenético.

¿Era una garra lo que levantaba, amenazante, contra su más querido amigo?

La luz rojiza del fuego le trajo un rumor de batalla y una exclamación acelerada repitiéndose en su memoria, entre el pasado y el presente: «¿Por qué no se muere, por qué no se muere?».

«Martín tiene razón. Hay otros como el capitán pálido... y están entre nosotros».

Los pensamientos desaparecieron y todo se volvió rojo una vez más. Juan se abalanzó sobre Beltrán Garcés y sin pensarlo, presa de la ira y la desesperación, sacó la espada del cinto y le atravesó el corazón por la espalda.

—¡Rápido, Martín, hay que quemarlo! —exclamó a toda prisa, volviéndose hacia el fuego.

No escuchó la respuesta de su amigo. Martín hablaba pero no podía oírle. En un momento, su amigo le agarró de los brazos y le hizo mirarle. Al atravesar al demonio le había salpicado el rostro de sangre y por alguna razón, aquella mejilla manchada de sangre le pareció algo sacrílego. Le limpió con los dedos mientras el molesto pitido en sus oídos comenzaba a desaparecer y la voz de Martín al fin le llegaba, como desde muy lejos.

—¿Qué vamos a hacer ahora, Juan? —susurraba alarmado, sacudiéndole por los hombros.

Él frunció el ceño. ¿Qué pregunta era esa? ¿Acaso no era obvio?

—Lo mismo que hicimos con el pálido. Mi espada debe quedar en su corazón o volverá a alzarse, ¿no recuerdas?

—¿Pero qué estás diciendo? —jadeó Martín, palideciendo.

—¿Tienes miedo? ¿Por qué? No debes temer nada, todo irá bien. Lo sacaremos afuera y lo quemaremos.

—Pero, Juan...

—¿Qué?

Martín miró a Beltrán, tendido en la cama. Su sangre manchaba las sábanas y el suelo. Luego miró a Juan, que no entendía por qué le venían ahora las dudas a su amigo.

—Beltrán vino a pedirme cuentas sobre la Garcesa y su chiquillo —admitió con gesto fúnebre—. No sé si pretendía matarme realmente, pero sé que no era un demonio como el capitán pálido. Era solo un hombre...

—Tonterías. Lo he visto con mis propios ojos —insistió Juan molesto.

—Sácale la espada.

—No. Se alzará y te matará. —Antes de que Martín pudiera decir ninguna locura más, siguió hablando—: He venido para decirte que acepto tu proposición. Quiero que vayamos a buscar a ese otro del que me hablaste, al otro demonio. Quiero saber por qué esas criaturas caminan entre nosotros, y ahora que he descubierto que Beltrán era uno de ellos, comprendo que debemos acabar con todos.

La palidez de Martín se hizo más notable pero en sus ojos verdes, Juan vio por primera vez que la frustración que siempre parecía acompañarle cuando estaban juntos se borraba igual que un nombre escrito en la orilla.

—¿En serio? ¿Quieres partir conmigo? —Juan no respondió. Ya le había dicho cuanto tenía que decirle—. ¿No prefieres quedarte aquí, en paz, con tu esposa y tu hijo?

«No quiero estar con ellos, lo que quiero es...», pensó, negándose a completar la frase incluso en su propia mente. Nunca había sabido cómo enfrentarse a eso. Solo quería sentirlo. Vivirlo. No quería ponerlas en sus propios labios, ni siquiera formularlas en sus pensamientos.

—Yo ya no tendré paz nunca —se limitó a responder.

—Yo tampoco —añadió Martín observando el cuerpo muerto sobre su cama—. Tendré que irme hoy mismo, lo quiera o no.

—¿Es que no era lo que querías? —preguntó Juan entonces, súbitamente incómodo.

La incertidumbre no duró mucho. Martín negó con la cabeza.

—No, claro que quiero. Nos marcharemos juntos y buscaremos respuesta a estos misterios. Acabaremos con los demonios que caminan sobre la tierra, tú y yo, juntos por fin.

Juan asintió, sin querer apartar las pupilas de las de él. No quería mirar el cuerpo de Beltrán. No quería dejar espacio a la duda ni a la locura. Lo que había hecho estaba bien y lo volvería a hacer. Deseaba hacerlo otra vez, una y otra vez... sentir esa paz que se apoderaba de su alma cuando atravesaba el corazón de un demonio con su estoque. ¿Qué había más justo que matar a un demonio? Nada. La guerra era una locura, pero aquello... aquello era una caza, se trataba de algo totalmente diferente.

«Ahora sé lo que soy —se dijo mientras las manos de Martín enmarcaban su rostro con veneración; tenía los dedos fríos, probablemente a causa del miedo—. Soy un cazador. Y no puedo dar la espalda a mi destino».

—Juntos por fin —repitió Martín como si no terminara de creerlo.

Una hora más tarde, Juan del Arroyo y Martín Rubio salían de la aldea, que ya empezaba a hervir de actividad, cargados con sus pertenencias y un pesado fardo que Juan transportaba al hombro, convenientemente envuelto en telas para que no pareciera un cadáver. Nadie hizo preguntas. Aquellos dos, después de todo, siempre habían sido bichos raros.



. . .

Continuará...
Parte 3 y última el 29-30 de octubre!

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