DEGENERACIÓN

By DavidPardo

7.5K 19 7

VERSIÓN PROMOCIONAL de la novela breve «DEGENERACIÓN». La obra completa está disponible en Amazon por tan sol... More

DEGENERACIÓN

7.5K 19 7
By DavidPardo

                                                                           1

Hace días que el Sol dejó de brillar.

Siempre fui un hombre temperamental, de convicciones firmes y acentuadas que marcaban mi fuerte personalidad. Siempre fui un hombre duro, de los que no lloran, de los que se preocupan por ocultar sus sentimientos ante los demás. Por mi carácter me negué a dejar mi hogar cuando la epidemia de muertos vivientes asoló el pueblo. Pensé que fortificando mi casa podría proteger a mi familia… quizá me equivoqué.

Hasta hace unos meses yo llevaba una vida normal. Era feliz en Navarrés, un pequeño pueblo de Valencia con apenas tres mil habitantes. Trabajaba en la granja de mi suegro, rodeado de pienso y excrementos de cerdo. Estaba casado con una mujer preciosa, y era padre de un niño adorable. Llevaba una vida idílica en un entorno rural, tranquilo, y alejado de los humos de la ciudad que me había visto crecer. Me gustaba salir a pasear por Playamonte, o perderme por los montes de Selda. Sustituir la comodidad del cemento por el aire fresco del campo había sido la mejor decisión de mi vida, y alejado del consumismo y del ambiente cosmopolita pude desarrollarme como persona. Descubrí que existían distintos modos de afrontar la vida, que la felicidad no va ligada a los números de una cuenta corriente. Pero estoy hablando demasiado de mí y esta no es mi historia, sino la de ellos. Yo solo soy uno más.

Las primeras imágenes de la epidemia llegaron a Navarrés a través de la televisión. Un programa matinal retransmitía en directo una multitudinaria manifestación en contra de los recortes sociales que había realizado el gobierno. La gente protestaba de forma pacífica por las calles de Madrid cuando, de pronto, las cámaras ignoraron a la reportera y dirigieron sus objetivos hacia un grupo de jóvenes que corrían y golpeaban a los manifestantes. Los chavales gritaban exaltados mientras tropezaban con la gente. Sus ropas estaban rasgadas y cubiertas de sangre, parecían estar heridos y se mostraban muy violentos. Al ver tanta agitación, muchos de los manifestantes creyeron que eran los antidisturbios quienes habían empezado a cargar contra ellos, y el pánico se desató entre las miles de personas que asistían a la protesta de forma pacífica. La multitud empezó a correr de un lado a otro, confusa por no saber con certeza qué estaba ocurriendo. Algunos trompicaron y cayeron al suelo; otros se amontonaron en los portales de los edificios o invadieron los pocos comercios que permanecían abiertos. En medio de aquella incertidumbre se vivieron episodios de aplastamiento, peleas y saqueos. La gente había enloquecido.

Mientras el terror se adueñaba de las calles, los antidisturbios se mostraban impasibles y se miraban estupefactos. Después de ver las brutales cargas que efectuaron en anteriores manifestaciones, resultaba irónico verlos en hilera y sin saber qué hacer. Ese día no recibieron órdenes de cargar contra los manifestantes y, cuando reaccionaron por iniciativa propia para tranquilizar los ánimos, ya era demasiado tarde. Blandieron sus porras, alzaron sus escopetas y dispararon pelotas de goma contra los alborotadores, pero estos no se detuvieron y continuaron sembrando el caos entre los manifestantes. Pronto, la situación escapó al control de los antidisturbios, que incluso fueron atacados por los violentos agitadores. Una cámara captó una escena espeluznante: uno de los alborotadores se abalanzó sobre un policía, mordió su rostro descarnándole la mejilla y llevándose un pedazo de carne del tamaño de una pelota de tenis. El policía cayó al suelo entre convulsiones. Después llegó la interrupción de la programación y la falta de información.

Durante los dos días siguientes a los disturbios de Madrid, las noticias nos llegaron con cuentagotas. Desde algunos canales de televisión se apuntaba a que los muertos estaban volviendo a la vida, aunque fuentes gubernamentales desmentían rápidamente este tipo de afirmaciones. Pero en la época de la información instantánea y sin censura, las redes sociales echaban humo. Las fotos se propagaban a un ritmo incesante, y algunas resultaban esclarecedoras: una epidemia de zombis hambrientos devoraba a cualquier ser vivo que encontraba a su paso, extendiéndose por el país a una velocidad vertiginosa.

La corporación municipal convocó una asamblea de urgencia en el ayuntamiento, y el alcalde nos sugirió dirigirnos hacia los puntos seguros que el ejército había establecido en las afueras de las grandes ciudades. Él fue el primero en huir hacia Valencia; como político, su prioridad era poner su culo a salvo. Casi la totalidad de los vecinos de Navarrés optaron por seguir al alcalde, eso incluyó a todos los policías. En cambio, yo decidí atrincherarme en casa y proteger a mi familia, ¿qué lugar podía ser más seguro que mi propio hogar?

Traté de ponerme en contacto con mis padres, pero no recibí respuesta. Supuse que la ciudad que me vio nacer ya debía estar arrasada por los zombis. Me entristeció el pensar que los había perdido, pero no era momento de lamentarse, sino de seguir luchando.

Las campanas de la iglesia estuvieron repicando incesantemente durante la mañana. Algunas beatas decidieron subir descalzas o de rodillas por Los Calvarios hasta la Ermita del Santísimo Cristo de la Salud, implorando así una ayuda divina que nunca llegó. Mientras mis vecinos cargaban sus coches con ropa y enseres personales, yo irrumpía en el supermercado para llevarme productos de primera necesidad: comida, latas de conserva, semillas para el cultivo y pilas. Cogí un carro de la compra y recorrí los pasillos del súper volcando el contenido de las estanterías en él.

Salí del Consum, cargué el vehículo hasta los topes de alimentos y cerré el maletero de un portazo. Después conduje el todoterreno a gran velocidad por las callejuelas del pueblo hasta llegar a la tienda de armas.

La única armería que había en Navarrés era propiedad del señor Bonifacio. Un hombre entrañable, amante de la caza y las armas, y al que le quedaban pocos años para la jubilación. Detuve mi todoterreno frente a la tienda: se encontraba cerrada. Me sorprendió que los vecinos del pueblo se estuviesen marchando sin saquearla, confiaban demasiado en el ejército y en la seguridad de los puntos seguros. «Qué idiotas», pensé.  Las puertas de la armería estaban blindadas y tuve que acceder con la técnica del alunizaje. Hice marcha atrás, metí primera, solté el embrague y pisé el acelerador hasta el fondo. Cerré los ojos un instante antes del impacto, mientras el frontal del todoterreno reventaba los cristales blindados en una fracción de segundo. Las alarmas saltaron, pero la policía se había marchado y a nadie pareció importarle. Bajé del vehículo y eché un vistazo a la parte delantera: un par de arañazos sin importancia. Me apremié en llenar los asientos traseros con cajas de cartuchos para mis viejas escopetas de caza. Además me hice con dos Parabellum de 9mm y una gran cantidad de munición para las pistolas; si había decidido quedarme en casa debería enseñar a mi esposa y al crío a disparar. Cuando ya estaba listo para subir al todoterreno y volver a casa, sentí la llamada de la estantería protegida que custodiaba las armas de importación. Siempre que necesitaba alguna cosa de la armería dedicaba unos minutos a suspirar por aquellas armas, sintiendo un deseo especial por la imponente Browning Maxus Composite, una escopeta semiautomática fabricada en América, y que disparaba unos cartuchos 12/89. La Ley de Armas obligaba a los armeros a guardar este tipo de armas bajo llave y en una caja fuerte, pero el señor Bonifacio ignoraba a conciencia esta normativa para exponer sus juguetes de gran calibre al público.

—Es una preciosidad, ¿verdad? —Solía decirme el señor Bonifacio situándose junto a mí, y mostrando la amable sonrisa del buen vendedor—. Una vez que disparas una súper magnum ya no hay vuelta atrás… su retroceso es lo más parecido al orgasmo que conozco. Hijo, se necesitan unos buenos brazos para domar a esta bestia, y a ti te iría como anillo al dedo.

El señor Bonifacio siempre trataba de venderme la escopeta, pero su precio era prohibitivo para mí. Ese día, con la armería abandonada a su suerte, no podía dejar escapar la oportunidad de hacerme con ella. Sin perder más tiempo, golpeé con los nudillos el cristal que me separaba de la Browning para tantear la resistencia del vidrio. Caminé hasta el mostrador de las piezas decorativas y cogí una maza metálica medieval, muy pesada y con punta en forma de diamante ornamentado; con ella hice añicos la estantería que custodiaba las armas de importación. Con delicadeza, solté la escopeta de los soportes que la retenían y la examiné de cerca: en mis manos, su belleza era incluso mayor. En posesión de aquella bestia, capaz de partir a un individuo de peso medio en dos con un solo disparo, me sentí como un hombre de Harrelson.

—De puta madre… —dije excitado pero en voz baja, aun consciente de que nadie podía escucharme. Me llevé la mano a la entrepierna y noté que me había empalmado. Después guardé la escopeta en el todoterreno y cargué varias cajas de cartuchos súper Magnum para mi nueva adquisición. Aproveché que había reventado la estantería de importación y me llevé también un rifle de precisión con mirilla telescópica, y por supuesto la maza medieval: me vendría bien para defenderme en distancias cortas.

Subí al todoterreno y giré la llave de contacto. Entonces tuve mi primer dilema moral: ¿Me había convertido en un ladrón? No, aquello lo hice para proteger a mi familia. El mundo estaba cambiando y yo simplemente me adaptaba a él, eso era todo. Además, el señor Bonifacio había abandonado la tienda a su suerte y supuse que no le importaría. Salí derrapando de la armería con la conciencia tranquila. Fue entonces cuando me crucé con Salvador y Manuel, dos hermanos que vivían unas calles más abajo de mi casa. Salvador era de mi edad y en ocasiones jugábamos juntos al fútbol; Manuel era una quinta mayor. Los hermanos aparcaron su furgoneta junto a la armería y bajaron del vehículo. Ambos empuñaban escopetas de caza y caminaban con paso decidido. Yo eché marcha atrás y detuve mi todoterreno a su lado.

—¿Os quedáis? —Pregunté asomando la cabeza por la ventanilla.

—Por supuesto —asintió Manuel—. No pensamos abandonar nuestra casa.

—¡Mierda! —Exclamé al ver un zombi de edad avanzada caminar lentamente hacia nosotros. Un escalofrió recorrió mi cuerpo: era el primer muerto viviente que veía de cerca, y debo decir que fue una de las experiencias más repugnantes y aterradoras de mi vida. El zombi parecía estar aturdido y no resultaba tan violento como los que había visto en la manifestación, quizá sería por la edad. Iba bien vestido, con traje negro y corbata, pero su pantalón estaba sucio de barro y roto por los bajos, probablemente de arrastrar los pies por el monte. Tenía el rostro amoratado y regurgitaba sangre por la boca—. Es… ese es…

—Joder… —masculló Salvador mientras movía la cabeza haciendo un gesto de negación—. Es el tío Severino. Murió un día antes de que se desatara la epidemia en la capital. Estaban velándolo en su casa cuando, en un descuido de las plañideras, el cadáver desapareció. La tía Enriqueta juraba que unos traficantes de órganos habían robado su cuerpo; culpaba a unos extranjeros que había visto merodeando por los aledaños de su casa. Pobre mujer, no sé qué clase de chalado iba a querer robar el cuerpo de anciano.

—Pues parece ser que salió a dar una vuelta por la montaña —comenté con ironía—. Pobre hombre, no parece violento y debe estar desorientado. ¿Os encargáis vosotros? Yo no tengo ni puñetera idea de qué hacer…

—Claro —dijo Salvador. Después alzó su escopeta y le voló la cabeza de un disparo, esparciendo sus sesos por la acera. Mi estómago estaba acostumbrado al pegajoso olor de la mierda de cerdo, pero al ver el cerebro del tío Severino hecho grumos, se contrajo y estuve a punto de vomitar. El anciano se quedó inmóvil en el suelo, muerto.

—Me cago en la leche… —balbuceé, mientras esa salivilla previa al vomito colmaba mi boca.

 —Solucionado, vecino —me sonrió Manuel—, es el segundo que nos cargamos hoy. Tienes que dispararles a la cabeza para matarlos. No lo olvides, siempre a la cabeza.

—No lo olvidaré —dije, y mis ojos buscaron de forma inconsciente el cuerpo del tío Severino—. Escuchad, no arraséis con toda la munición de la armería… esto puede ir para largo.

—No lo haremos, tío —sonrió Salvador—. Cuídate, y si necesitas algo ya sabes donde encontrarnos.

Continue Reading