Tú, nada más © ¡A LA VENTA!

Door Themma

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Marcel; indiferencia. Anel; fragilidad. Sin saberlo viven escondidos en sus propias sombras, en sus mundos... Meer

Tú, nada más.
1. Sin remordimientos.
3. Condiciones.
4. Juego extraño.
5. No es una cita.
6. Nada más.
7. Vivir el momento.
8. Trampa agria.
9. Respuestas.
Puntos de venta en Latam y España.
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*Galería*

2. Entorno negro.

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Door Themma

CANCIÓN: Linkin park - Iridiscent

En el taxi iba retorciendo sus delgados dedos, a punto de colapsar. ¿Qué fue todo eso? Se tocó los labios con la yema pestañeando aturdida. Resopló mientras el auto serpenteaba la ciudad. Su casa no quedaba muy lejos.

Marcel, cómo sabía se llamaba por Mara, una de su amigas que, como las demás, se derretía por todos esos chicos que se reunían en la cafetería central a gritar, parlotear y demás, le acababa de dar su primer beso. Sonrió turbada, desconfiada. Eran guapos, de último año y por supuesto a ella también le gustaban, aunque prefería no mirar el mundo que le rodeaba. La gente era desprendida, egoísta, lastimaba sin importar nada y no deseaba más heridas de las ya existentes.

Aún seguía temblando cuando entró a su casa ubicada en una zona exclusiva del área metropolitana que colindaba con el apartamento de ese chico que le robó un beso y algo más... el aliento, aceptó un tanto abochornada. Su existencia era tan gris y opaca que lo que acababa de suceder era como si una bengala hubiese iluminado por un segundo su entorno negro.

Hacía una semana que entró a clases. Nada era diferente de lo que su vida solía ser. Las ganas de desaparecer ahí seguían, la ansiedad por lograr evadirse continuaban y la esperanza de que algo cambiara, también.

Abrió la pesada puerta de madera. La opulencia en la que vivía era patética, asfixiante, abominable. Desde que su madre se casó con ese tipo, ya todo iba de mal en peor y parecía que cada vez se alejaba más el día de que tuviese un retorno.

El malestar provocado por esos chicos en el aula aún continuaba atorado justo en medio de su garganta. El sabor amargo de saberse tan expuesta, nuevamente, ante imbéciles que lo único que deseaban era alardear; la cimbró más de lo que hubiese deseado. Justo cuando pensó que algo realmente malo pasaría, y el terror hizo que se mordiese la lengua tanto que hasta le sangró, llegó él.

Todavía sentía esa marea de alivio cuando lo escuchó decir todo aquello. Odiaba el miedo, pero era lo único que sabía hacer; temer. Después, de alguna manera, su hostilidad, su firmeza, su gesto inescrutable, le brindaron la certeza que ansiaba en ese momento de tanto pavor.

Lo siguió sin chistar pues no deseaba averiguar si esos tipos la esperaban por ahí. Luego, cuando no la llevó a su casa, debía confesar que sintió cierto alivio. No era el sitio que más le gustaba, sino todo lo contario, y alejarse de ahí con el pretexto que fuese le parecía buena idea. Pero además, estaba la forma en la que él se manejaba, la seguridad que proyectaba.

Era un chico atractivo; cabello oscuro, casi al ras del cráneo, de ojos verdes, enormes, cejas muy pobladas, mirada dura, nariz ancha y boca grande, fuerte. Barba incipiente, no más de uno ochenta y cinco, complexión media notoriamente apetecible y bien torneado, o por lo menos así lo catalogaban Mara y Alegra. No fue muy sensato ir a su apartamento, debía aceptarlo, menos dejarse manejar de esa forma... pero a últimas fechas ya todo daba lo mismo...

—¿Dónde estabas, Any? –Le preguntó en susurro cuando entró por la cocina Cleo, la ama de llaves y cocinera de aquella repugnante mansión. Se encogió de hombros agotada—. Tu madre preguntó por ti...

—Tuve que hacer algo en la Universidad –le daba igual si la regañaban, si la castigaban, si...

—¿Comiste? –Se detuvo dubitativa. Evocó con una sonrisa la pizza que Marcel le ofreció. Odiaba con toda su alma ese alimento, pero tampoco podía nombrar alguno que le gustara en particular, salvo el helado de cereza o menta con chocolate, los plátanos y el pastel de tres leches, nada le agradaba, no desde hacía mucho tiempo, no desde que comer se tornó en tortura y espacio para reclamos, gritos, arrumacos asquerosos y peleas. Al final asintió sin girar. No tenía hambre.

Al llegar a su habitación, justo cuando iba a tomar el pomo de la puerta, una mano dura que reconoció de inmediato, rodeó su cintura. El pánico regresó y el ácido en la garganta la quemó como si de fuego se tratara. La quitó de un jalón respirando agitada.

—¿Por qué no nos acompañó en la mesa, mi caramelito? –Lo detestaba, lo odiaba con sabía nunca odiaría a nadie más. El típico sudor regresó, así como los temblores.

—T-tenía que hacer unos trabajos –recargó su espalda en la puerta buscando la manija para abrir. El hombre sonrió de esa forma que la aterraba, que detestaba. Las malditas nauseas aparecieron y sus dientes comenzaron a titiritar al tiempo que el sabor de su saliva se volvía amarga. Alto, fornido, cabello rizado y pulcramente peinando, siempre inmaculado con sus trajes de marca y tan cerdo por dentro. La repugnante mano se acercó a su antebrazo rosándolo con el dorso. Anel pasó saliva ansiosa.

—En la cena será entonces, Caramelito –lo observó alejarse con las piernas apunto de doblarse. Entró a su recámara casi hiperventilando, con la cabeza martilleando a tal grado que creía explotaría, eso sin contar las enormes ganas de devolver el estómago que la embargaban pues la bilis subía y bajaba con tal efervescencia que ardía.

Desde que se casó Analí, hacía más de tres años, ese hombre se convirtió en su todo. Por él respiraba, reía, actuaba y pensaba. Ary y ella, fueron hechas a un lado sin contemplaciones pues Alfredo -nombre del repulsivo tipo que se le acaba de acercar y marido de su madre- la absorbía y le lavaba la cabeza qué era un encanto.

Su hermana mayor, Ariana, los ignoraba. Hacía un año que se graduó de diseño y pasaba todo el día fuera de casa trabajando, además, ese hombre jamás la miró como a ella. Desde la primera vez que la vio, en la casa donde solían vivir, con apenas trece años, la contempló de una manera que le puso los vellos de punta.

Cuando se casaron, comenzó a acercarse de manera más... atrevida. Le insinuaba cosas, se sabía vigilada. Intentó, más de una vez, decírselo a su madre, que solía escucharlas, hablarles, quererlas. Nunca le hizo caso, y al contrario, lo que ganó fue una especie de resentimiento que crecía día con día. La empezó a humillar en público, a burlarse de su apariencia, de su andar, de lo que decía... a menospreciar. Y a pesar de que Ariana le decía que no le hiciera caso, eso fue haciendo mella en su autoestima, en su interior desquebrajando de a poco su alma, lo que en realidad amaba.

El hombre seguía viéndola de esa forma lasciva que la hacía temblar. Si por algo su mamá lo hallaba cerca de ella, sabía bien que todo terminaría de forma desagradable, pero si osaba decirle que él era quien la buscaba; las cosas se tornaban violentas. Por lo mismo las comidas eran un suplicio, ese tipo solicitaba, por lo regular si sabía estaba en casa, que los acompañara. Frente a su plato, no lograba pasar bocado pues solía estar bajo ese par de miradas que la intimidaban de diferentes maneras.

No se maquillaba, no se procuraba en realidad esperanzada en que eso lo ahuyentara, que no le viera de esa manera, pero tal parecía que sus esfuerzos no surtían el efecto deseado; Alfredo seguía avanzando en sus intentos.

Dormía con la habitación bajo llave. Se duchaba muerta de miedo. Nadie sabía lo que vivía día a día ahí. Intentó al principio huir, era menor de edad y su madre la recibió furiosa. Luego, le rogó la mandase a algún internado, por supuesto su padrastro se negó y Analí no dijo más. Contactó a su padre, él era de Chicago, lugar donde ella y Ary nacieron, pero que sin haber cumplido siquiera el año, dejaron pues no se soportaban y no lograron una vida juntos. No lo veía, se hacía cargo de sus gastos a través de su madre, pero con él hablaba una vez al semestre. En esos momentos le pidió la alojara allá; se negó pues ya tenía una familia y no veía cómo podrían convivir.

Su tía, Nuria, una hermana de Analí, era más hueca que una piscina sin agua. Vivía en quirófanos y salas de belleza para mantener bien atado a su millonario marido. Laura, su otra tía, era una mujer que tenía un alto puesto en una compañía de comercialización de software por lo que viajaba todo el tiempo, aunque con frecuencia, se iba a dormir a apartamento y podía relajarse. Ella era agradable, extrovertida, sonriente, aun así, no se había atrevido a decirle nada de nuevo. Primero; porque temía. Su madre la tenía más que amedrentada para que no estuviera repitiendo esas "tonterías" tal como las creía. Segundo; nadie le creería a una chica tan insignificante, tan poca cosa que un hombre como ese la acosara. Y por último; porque tenía pánico que al verse descubierto, al fin cruzara la línea y le hiciera algo que de verdad la marcase.

Se duchó, como siempre, con lágrimas en los ojos. Se puso un pants holgado y se dispuso a hacer sus deberes.

Ni estudiando lo que su madre deseaba la agradaba. Frustrada vio todo lo que tenía que leer y que le parecía por demás aburrido. Debía buscar la manera de irse. Sin embargo, Analí le advirtió que no quería saber que buscaba un trabajo cualquiera, su esposo tenía una reputación que cuidar y que ni se le ocurriera irse de la casa como una fulana sin educación, pues la encontraría y haría que regresara truncándole todos los planes. Alfredo era un hombre al cual "el qué dirán" le importaba demasiado, no deseaba verse envuelto en escándalos ya que su familia y apellido eran de abolengo en la ciudad y eso... valía mucho, según él. Pero además, contaba con mucho dinero, así que si su madre se lo proponía, sí, lo cumplirían.

 Intentando encontrarles sentido a los documentos que debía leer, el tiempo pasó y sin percatarse, cayó profunda sobre el escritorio.

—Any... —era Cleo. Alzó la cabeza desorientada. Casi no dormía, no cuando su madre no estaba en la ciudad, ya que debido a su trabajo eso sucedía con cierta frecuencia y esos días estuvo ausente.

—¿Qué pasó? –preguntó bostezando.

—Me mandaron a decirte que la cena ya está servida. Baja, evita problemas –asintió desganada. Sin pasarse un cepillo por la cabeza llegó al comedor. Ahí estaban los dos. El hombre le sonrió lujurioso, gesto que ignoró deliberadamente. Su mamá rodó los ojos ante su aspecto desparpajado.

—Eres una facha, en serio, Anel. Das lástima... Péinate por lo menos –La joven no dijo nada, agachó la cabeza asintiendo—. Así dudo que algún día alguien se fije en ti... Pero es tu problema ¿Verdad, amor mío? –Y su tono cambió por uno meloso y empalagoso.

—Comamos, Preciosa... Después debemos recuperar el tiempo perdido –Anel casi vomita sobre ellos. Se besaron como si no existiera mañana, ahí, frente a ella. Su muestra de afecto era molesta, no lo hacían frente a nadie más, salvo cuando se encontraba ella sola. Escuchaba los chasquidos de la saliva, los gemidos asquerosos.  Jugó con la sopa hasta que la pareja se levantó varios minutos después, pues cenaron y se cenaron al mismo tiempo.

—Como siempre, te haces la víctima... sabes que no caeré en tus chantajes. Si no quieres comer, no comas. Solamente te diré que con cada kilo que pierdes te ves aún peor, Anel. Pero es tu salud... ya sabrás tú y tu autoestima hasta donde llevas esto –avanzó contoneando las caderas al tiempo que Alfredo la seguía. Ya casi desparecían cuando él giró y le guiñó un ojo. La joven recargó la cabeza en el respaldo con los puños apretados bajo la mesa, ya ni ganas de llorar tenía.

Cleo la observó desde el umbral negando. En esa casa todo estaba tan torcido que dudaba las cosas salieran bien.

La noche estuvo atiborrada de pesadillas; chicos que abusaban de ella, una mano enorme que la toqueteaba y unos brazos que la envolvían logrando alejar, con mucho esfuerzo, todo aquello de su débil espíritu. Solía sucederle, aunque jamás nadie la hacía sentir "segura" como en esa ocasión. La transpiración provocada por la mala noche y las repetidas imágenes detestables, empaparon su ropa como si una cubeta llena de agua se hubiese derramado sobre su esbelta figura, tanto, que se duchó nuevamente.

Por la mañana el frío calaba, abrazándose a sí misma bajó del auto que el chofer, impuesto por aquel hombre, conducía y tenía a su disposición y al cual usaba muy poco.

El día pasó sin nada interesante, lo común en su vida. Sin embargo, sí estuvo alerta de no encontrarse con esos chicos que el día anterior le dijeron cosas tan humillantes. En cuanto a Marcel, le quedaba muy claro que no se lo volvería a topar salvo en la cafetería cuando sus amigas babeaban por esos chicos y él, mientras ella leía a José Saramago. Si su vida era deprimente, "Ensayo sobre la ceguera" lo era aún más, así que por lo menos no se sentía tan miserable.

—Son unos bombones –parloteó Mara sorbiendo de su jugo.

—Y ya se dieron cuenta de que eso es justamente lo que piensas –le reclamó Alegra.

—Ash, tú tampoco dejas de verlos –rezongó.

—Ni medio campus –Anel rodó los ojos y continuó su lectura. Absorta en aquellas hojas reflexionó en lo que la mente podía crear cuando no se contaba con la vista... lo que el mundo se distorsionaba cuando algunos de los sentidos no existían. Así, evadiéndose, era como lograba pasar los días, las horas, el dolor y el vacío.

— ¿Y tú?... ¿No te gusta ninguno? –Negó sin levantar los ojos mientras bebía de su malteada— ¿En qué vas? –le preguntó Alegra acercándose. Pronto comenzaron una discusión sobre el libro olvidándose lo que a su alrededor ocurría. Si beso al hermoso chico el día anterior, parecía ni siquiera recordarlo, vaya, de hecho lo enterró tan adentro de su memoria que de verdad le daba los mismo. Aunque si era sincera, aún podía evocar la dureza y gentileza de sus labios sobre los suyos. Sonrió discutiendo con sus amigas sobre el texto.

 Iba caminando por los pasillos rumbo a la salida después de haber hecho eso que tanto le gustaba por unos minutos. Cuando unos brazos la jalaron dentro de un salón. Tembló llena de pánico. No de nuevo. Al ver esos enormes ojos aceituna tan cerca de los suyos, soltó todo el aire contenido como si de un globo se tratase. Marcel. No supo si reír, llorar o qué...

—Te veo  a las cinco en mi apartamento –ordenó musitando muy cerca de su piel. Anel intentó alejarse. ¿Era en serio? El chico veía su boca y sus ojos uno a la vez. Parecía nervioso, no deseaba que nadie se percatase, compendió resentida, un tanto dolida.

—N-no –de pronto se irguió y enarcó una ceja mirándola severamente.

—No detecté la pregunta en lo que te dije. Si deseas saber lo que les ocurrió a esos tarados que ayer te acosaron, ahí estarás... y si... —susurró contra su oído— no quieres que lo sucedido en ese salón se sepa, no fallarás –Anel palideció. No se atrevería. Pero al ver su semblante supo que no bromeaba. Un segundo después salió de ahí sin decir nada dejándole las piernas como gelatina. Pasó saliva ansiosa, con las palmas sudorosas. ¿Qué fue todo eso? Recargó su cabeza en el muro. Era todo un imán para imbéciles, aunque ese, en particular, no le desagradaba, al contrario, pero de que era uno, lo era.

Sacudió la cabeza con una sonrisa boba, no tenía nada que perder. Total, sabía qué clase de chico era y ella no era ninguna ingenua, o bueno, no tanto. Algo distinto podía ser interesante.

Poco después de la hora en que la citó, llegó. Demoró unos minutos más pues leyendo el tiempo se le escurrió sin percatarse. De pie ante el umbral, el guardia del edificio la vio y de inmediato le abrió.

No tenía idea de por qué accedió. No debía prestarse a ese tipo de juegos, menos de chantajes. Sin embargo, algo en su ego se infló al saber que él deseaba verla nuevamente.

Sí, ese era el motivo por el que se encontraba ahí.

En cuanto las puertas del elevador se abrieron pasó saliva respirando agitadamente. El apartamento estaba abierto. Entró con las manos entrelazadas frente a su cadera.

—Llegas tarde... —soltó Marcel sentado en el gran sofá, en el que el día anterior la besó, jugando con la consola algún juego de carreras.

—L-lo siento, tuve que...

—Da igual, ven, toma un control –se acercó lentamente. Él le tendió uno sin verla. Lo agarró de inmediato— ¿Ves ese auto rojo? Soy yo... tú serás el gris... Estos sirven para moverte, así giras y aquí frenas... ¿Ya? –Anel abrió los ojos sin entender nada—. Listo... ya estás en la carrera –giró al televisor con el comando entre sus delgados dedos y comenzó a picarle sin sentido—. Te saliste de la pista, Anel... —lo miró un segundo y de nuevo se centró en la pantalla. ¿Sí?  Ni si quiera sabía qué auto era, había más de uno gris. Marcel la sujetó por el codo e hizo que se acomodara a su lado— No eres mala, eres malísima –soltó deteniendo el juego. Ella no alzó la vista pues sus grandes manos se acercaron a las suyas, así como también su cuerpo. La calidez que emanó la alertó sin poder evitarlo. El chico comenzó a explicarle cada cosa con burlona paciencia mientras asentía ante cada instrucción dicha— Ahora... ¿Empezamos? –quiso saber enarcando una cejas, se atrevió a girar. Él estaba a un par de centímetros—. Me agradas, no parloteas, ni te la vives quejándote... —expresó sereno. Se encogió de hombros y reanudó el juego.

Una hora después Marcel reía a pierna suelta sobre el sofá con una mano en su plano abdomen.

—En serio, eres un caso perdido –la joven lo estudió con las mejillas enrojecidas, por mucho que intentó no logaba mantener al auto sin estamparse con otro o dentro de la pista, definitivamente era más difícil de lo que parecía.

—Nunca había jugado –admitió con voz queda. Marcel sacudió la cabeza negando al tiempo que se erguía.

—Eso me quedó claro, pero tampoco se necesita ser brillante –Anel desvió la vista incómoda ante la crítica. Su apartamento era agradable, muy moderno en realidad, no cargado de cosas, ni de colores. Negro, blanco y madera oscura era lo que ponderaba, espacios abiertos y grandes ventanas cubiertas por cortinas blancas de gaza. Vivía solo, comprendió de pronto—. ¿Te gusta? –escuchó atrás ella. Volteó, y al hacerlo él, ahí, a un par de centímetros. Fue evidente que no lo esperaban ninguno de los dos. Sintió su aliento sobre sí; cigarro, pasta de dientes, colonia. No olía mal, no como pensó olería alguien que tuviera ese vicio, al contrario, le daba curiosidad volver a sentir su sabor sobre sus labios.

—Sí –dijo perdida en su boca. En un instante tenía al chico devorándola sin tregua. Pestañeó aturdida, embelesada, maravillada. La lengua de él, sin más, ingresó en su cavidad, tomándola por sorpresa. Quiso retroceder al sentirlo. La mano de Marcel tras su nunca y acunando parte de su mejilla, se lo impidieron. Era extraño, placentero, intimidante. Sus alientos se fundían sin que pudiese evitarlo. Aferró con dedos débiles su muñeca y sin más se dejó llevar por sus exigencias. Abrió más los labios permitiéndole robar todo lo que en su interior había.

Respirar comenzó a costar trabajo, pensar ni se diga... eso ni siquiera lo intentó. No supo si fueron segundos u horas, lo cierto era que no deseaba que terminara. El oxígeno empezó a escasear y mantener llenos los pulmones se convirtió en una tarea complicada. Se intentó alejar sintiéndose de pronto mareada. Él se percató y entre gimiendo y jadeando, dejó de besarla no sin antes succionar por última vez con ansiedad uno de esos elixires dulzones. 

Permanecieron en silencio casi un minuto sin dejar de verse. Marcel agachó la cabeza rompiendo el contacto frotándola con sus manos, ansioso y se levantó.

—Tengo cosas qué hacer... —la chica comprendiendo lo que sus palabras querían decir, se puso de pie con las palmas sudorosas. ¿Por qué se portaba así?

—S-sí... Yo... —Marcel se sentía irritado, molesto consigo mismo. La citó porque maldita sea no pudo dormir evocando sus labios y lo patán que se había portado. Deseaba contarle que esos imbéciles no regresarían al campus. Pero como si fuese un animal, un gran hijo de puta, la atrajo con ruines chantajes, por si fuera poco, no se pudo resistir y terminó de nuevo sobre ella intensificando ahora más que el día anterior el beso. ¡Y es que una mierda!, sabía delicioso, como un chocolate derritiéndose a puto fuego lento.

—Será mejor que te vayas, espero a alguien y... —Anel sintió ganas de llorar. Aun así, logró que no saliera ni una lágrima —. Escucha, tú no eres el tipo de chica que me gusta, mucho menos del tipo con que suelo estar –esa estocada dolió aún más. Pestañeó desviando la mirada al tiempo que asentía—. Además, pareces una chiquilla y ni siquiera sabes besar –no aguantó más. Se dio la media vuelta humillada y salió de ahí sin decir nada. 

Marcel se dejó caer sobre sillón furioso dándole un golpe a la superficie demasiado irritado. Era lo mejor. Ni él necesitaba una niña así a su alrededor, ni ella un tipo tan complicado, tan amargado. Seguro su vida llena de rosa y libros le decía que las cosas siempre terminaban así; "con finales asquerosamente felices" y él mejor que nadie sabía que eso era una mierda. Estar solo era lo mejor para no sufrir, para no decepcionar, para... no necesitar a nadie.

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