The Rivals_A&V (En ediciΓ³n)

By iBrenduPerez

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"...y te amΓ©, cuando yo me odiaba por hacerlo" More

PrΓ³logo
1-La DoΓ±a
2-Polos Opuestos

3-La CelebraciΓ³n

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By iBrenduPerez


Victoria entró hecha un ovillo de furia al despacho de su hacienda. ¿Quién se creía ese imbécil para hablarle con tanta osadía? Él aún no la conocía y no sabía de lo que era capaz con tal de protegerse.

Chema, que minutos antes la había visto colarse encima del lomo de su yegua en el establo, casi a la misma velocidad con la que salió, directo a la casa principal, la siguió. No tenía que ser un letrado para reconocer que algo le ocurría. Fosforescía de coraje.

-¿Victoria, qué ocurre? – indagó al alcanzarla.

La observó en silencio mientras, intentaba encender el cigarrillo que sostenía en el margen de sus labios, con un encendedor que al parecer estaba desgastado. Solamente liberaba diminutas chispas de llama que no le eran suficiente para hacer arder el cigarrillo. Eso la llenó de ira y estalló lanzando, el cigarrillo al suelo y el encendedor contra la pared.

-¿Quién te crees para llamarme Victoria? – tomó asiento con el fin de tranquilizarse. Siempre era así. Cuando se enfadaba, orientaba el enfado hacia sí – Para ti, y para todos, soy la doña.

-Perdón...doña. ¿Qué le pasó para que ahora traiga este humor?

-No es nuevo para ti verme con este humor...y deja de andar de metiche, no es de tu incumbencia lo que me haya pasado o dejado de pasar – subió los pies al escritorio que había frente a sí. Los enlazó y relajó su cuerpo sobre la silla. Tumbó la cabeza hacia atrás y unió sus manos en el vientre.

-Imagino que algo grave debió ser – dijo sentándose en la silla frente a ella.

-Tú no imaginas nada – hizo una pausa, miró al techo y repitió –: Absolutamente nada.

Chema que la conocía sabía que algo no andaba bien. Desde que habían llegado a esa casa, Victoria se comportaba más arisca de lo normal, como si intentara escudarse de todo y todos los que se le acercaran. Con voz ronca y una mirada segura, enunció:

-Algo le pasa, pero no me quiere decir – la mujer aprovechó el silencio para soltar una carcajada de burla, ¿o ironía? El hombre continuó su hablar –: Aunque se empeñe en aparentar normalidad, hay algo en su mirada que nunca antes había visto.

-Eres un cotilla. Yo estoy bien, como siempre lo he estado...

-¡Mientes! – interrumpió Chema y, tan pronto lo hizo, quiso no haberlo hecho. No solo porque se sintió descortés, sino porque, en parte, ahora no sabía si decirle lo que realmente presentía – Usted tiene miedo y pretende aparentar que todo está bien.

Miró a la mujer de la cual estaba enamorado hasta las trancas. Era hermosa y tenía la mejor figura que había conocido jamás, cabello castaño, un marco único para sus ojos verdes, unos ojos plasmados de melancolía y resentimiento. Podría ser aún más hermosa, pero la amargura y el odio habían dañado su espíritu.

-¿Estoy equivocado? – le insistió.

-¡Sí! Nunca antes habías estado tan equivocado como lo estás ahora – explotó ella furiosa, pero más consigo misma que con cualquier otra persona. En parte validaba la teoría de Chema.

Chema habló de nuevo con delicadeza, como quien arrulla a un niño. Victoria a pesar de siempre mostrarse impasible, despertaba en él esa delicadeza y esas ganas incalculables de querer protegerla como a una fina pieza de porcelana que podría romperse al más minúsculo golpe.

-Tu proceder no coincide con tus palabras.

Victoria emitió un chasquido y permitió que una sonrisa se le hiciera en los labios.

-Créeme, Chema, aquí no hay nada de eso. No tengo miedo.

Se levantó y con esa acción quiso dar por terminada la conversación. Antes de que entrara a la casa, Chema, hizo una advertencia.

-No sé que gana mintiéndome, pero está de más decirle que cuenta conmigo para lo que sea.

Victoria enderezó la espalda como si así le hiciera frente o enfrentara sus palabras. Sin mirarlo, dijo:

-No te preocupes, yo sabré defenderme sola.

Él no se esperaba otra respuesta. Ya estaba acostumbrado a los desaires de Victoria.

Se dirigió al interior de la casa, sin darle tiempo a Chema de replicar.

Él sabía que esa mujer no era feliz. La pena le carcomía el alma, y no era precisamente la muerte de sus padres ocurrida años atrás.

Por su parte, Victoria luchaba todos los días por ahogar el rencor, y creía que lo había logrado. Pero ese día, al enfrentarse cara a cara con el hombre que le había arruinado la vida, fracasó en su intento y una coraza de hierro encerró su corazón y las intenciones de superar los daños.

Se encerró en su habitación que, por encima de que llevase poco tiempo instalada allí, ya era fiel testigo de sus lágrimas.

Algunos toques en la puerta e interrumpió su llanto. Tomó dos clínex de la pequeña caja que había sobre una de las mesas auxiliares y secó su rostro. Se miró al espejo, barrió las marcas de rímel húmedo, solo entonces asignó la orden de entrada.

Era Constanza.

-Mi niña, disculpa que te moleste – dijo cerrando la puerta tras sí. Se volteó y vio a Victoria sentada a la orilla de la cama enmudecida – ¿Ocurre algo? – se percató de algo en la mirada de su hija; tenía las pupilas dilatadas y los ojos hinchados. El extremo de la nariz tiznado de rojo y sus labios aún temblaban.

-Sí, pasa que soy una idiota – cuando habló, se le quebró la voz – pero no vale la pena hablar de eso ahora – se puso en pie y procuró calmarse. Ingresó en el baño y regresó luego de abrir el grifo de la tina. Sí, un baño de tina lograría tranquilizarla.

Constanza la vio hacer su camino hasta el armario de donde comenzaron a saltar prendas de ropa. Su instinto de madre la arrojaba hacia los brazos de Victoria, deseaba abrazarla y decirle que todo estaría bien, pero no, intuía que eso empeoraría su estado. Sería mejor ignorar y hablar de cosas más agradables.

Así lo hizo.

-Sucede que hace un rato me vino a la cabeza una conversación que tuvimos, donde me comentaste sobre una fiesta, ¿recuerdas? – Victoria sin mirarla, asintió, estaba centrada en la búsqueda de ropa para después de bañarse – La fiesta que querías hacer e invitar a las personas del pueblo para de esa forma ir conociendo mejor el territorio...

-Sí, se de lo que me hablas. ¿Qué con eso? – ya se había decido por un pantalón negro de cintura alta y una camisa azul de Prusia. Ahora se ocupaba de devolver el resto de las perchas al armario.

-Creo que el momento de hacerla es ahora, ¿no te parece? Ahora que no conoces a nadie y bueno, así podrás explorar entre los habitantes masculinos. Quizás alguno capte tu atención – su objetivo era sonar divertida y distraer un poco a Victoria. Claro que las cosas no surgieron como creyó. Su sonrisa se esfumó de golpe cuando Victoria prácticamente lanzó la puerta del armario originando un sonido detonante.

-De sobra sabes que lo hombres no me interesan. Por mí se pueden exterminar todos. El mundo fuera un lugar más seguro sin ellos.

Evidentemente era el rencor contenido por años que hablaba por ella.

Notó lágrimas formándose en los ojos de la mujer que quería como a una madre. Bajó la guardia y la abrazó.

-Perdóname, Constanza, no era mi intención hablarte así – inclinó su cabeza y le besó la mejilla. Tomó su rostro entre sus manos y le habló mirándola directamente a los ojos que ya dejaban caer una que otra lágrima. Victoria se sintió culpable – Ya sabes que a veces suelo ser un poco impulsiva. No me detengo a medir la dimensión de mis acciones. Perdóname ¿sí?

Con sus dedos pulgares acarició las mejillas de Constanza, mojadas por su llanto. La abrazó nuevamente.

-En realidad te quiero mucho y sí, daremos esa fiesta. Ambas la organizaremos juntas.

La mujer mayor sonrió y sintió alivio en su corazón. Le devolvió el abrazo con más fuerza.








Atilio, en el solario principal de su hacienda, sostenía una acalorada disputa con los empleados que minutos antes habían tratado a Victoria como animales bravíos.

Él al frente diciendo y deshaciendo, mientras los empleados en una pequeña fila de a cinco en dirección horizontal lo escuchaban habitados por el miedo a ser despedidos.

Cada tanto Atilio se limpiaba el sudor de su frente con un paño que más tarde alojaba en el bolsillo trasero de su pantalón.

El sol para esas horas arrojaba sus cálidos rayos sobre la superficie de la tierra, calentándola cuál fogata en medio del bosque. Hacía un calor insoportable. Y las hojas de los árboles adyacentes no cumplían ninguna función. No había casi viento que las propulsara.

-¡No me interesan los motivos que hayan tenido! – gritó. Sostenía sus manos toscamente al margen de la cadera – ¡Sólo les estoy advirtiendo que no lo vuelvan intentar! La próxima vez que ella regrese me dejan a mi resolverlo – los miró de frente y se acercó, caminó entre ellos con mirada amedrentadora. Parecía la típica escena entre, un oficial, reprendiendo a sus soldados – ¡Pero no quiero que la vuelvan a tocar! ¿Les quedó claro? – la peña de hombres, sintiendo la violenta respiración de Atilio quebrar en la piel de sus rostros, estuvieron de acuerdo – Ahora déjenme solo.

"Sí, patrón" comunicaron todos al unísono. Se retiraron de allí cuidando cada gesto. Aún podían sentir la mirada de Atilio quemándoles la nuca.

Suspiró. Oliendo a becerro tierno, al mejunje típico que preparaba María Josefa – la cocinera – y a humeante café de pepena.

-El que a hierro mata, a hierro muere – se dijo a sí mismo, palpando la zona exacta de su hombro izquierdo donde días atrás había recibido un balazo – No sé ni por qué la defiendo.

Negó con la cabeza y entró a la casa recargando su ira sobre las arrugas de la tierra porosa. Casi se terminó tropezando con uno de sus obreros que transportaba bolsas de abono en una carretilla.

Esa misma noche, en compañía de Constanza, Victoria recorría la casa evaluando el trabajo que había hecho el decorador. Charlaban y compartían opiniones sobre los nuevos diseños.

-Todo está muy bonito.

-¿Verdad que sí? Es muy bueno el muchacho en su trabajo – indicó Constanza, sonriente, a Victoria. Estaba deseando que llegara el día de la fiesta para conocer a más personas. Hasta ahora con los únicos que había intercambiado palabras eran, Victoria y Chema, también con algunos de los empleados. Necesitaba socializar con nuevos rostros. Esa fiesta sería un completo acierto.

Esa mañana, sin embargo, fue un completo desastre. Para empezar, los decoradores se presentaron media hora tarde de lo previsto. Se les había pinchado una llanta a medio camino y tuvieron que completar lo que restaba andando.

Llegaron sudando y agitados bajo el sol de por esas horas. Luego de unas disculpas, y de un refrescante vaso de agua, se pusieron manos a la obra.

-Ahora soy yo la que necesita refrescarse. Iré un rato a la cascada. Constanza, te dejo al mando – dijo Victoria, casi sin mirarla, tenía los ojos puestos en el grupo de personas que adornaban su terraza. Salió de allí, casi sin mirar a Constanza. Tomó a su yegua del establo, la ensilló y desapareció a raudo galope.

Al llegar, comprobó primero que Atilio no anduviese cerca. No quería llevarse otra sorpresa. Convencida de que estaba sola se deshizo de sus ropas y entró al agua. Estaba fría y eso la hizo jadear.

Sin dudas eso era lo que necesitaba para aminorar la rabia que la acosaba.

-Que delicia.

Hablaba sola, al tiempo que hacía pequeños remolinos en el agua con su cuerpo. Se zambullía y volvía a la superficie. Una y otra vez. Aquello le estaba resultando satisfactorio.

-Una delicia... como tú.

Victoria abrió los ojos. La piel se le erizó y el corazón le comenzó a latir a la carrera. Pero, ¿qué carajos?

Se volteó y allí estaba él. Atilio. Sepultado hasta el pecho por el agua.

-¿Qué haces tú aquí? ¿Cuándo llegaste?

Él sonrió. Esa sonrisa de desvergonzado perfecto que ella deseaba borrar a golpes.

-Ves esa roca de allí – señaló un inmenso pedernal envuelto en moho que yacía al fondo de la quebrada – Desde ahí te vi llegar, como te quitabas la ropa...trucos de un experto que se conoce el sitio de memoria. Ya los irás aprendiendo.

-Cada día me das más asco, juro que te voy a matar.

-Pero hazlo, es más... – nadó hasta a la orilla, de encima de las ropas de ella tomó su pistola, regresó con impoluta determinación y se la entregó. Victoria lo miraba desorientada – Mátame ahora mismo – se aboyó frente a sí, de forma tal que su pecho quedara totalmente expuesto. La mujer sin previos rodeos le quitó el seguro al revólver, apuntó recto al pecho de Atilio y dijo:

-Te mataré cuando a mí se me pegue la gana – volvió a colocarle el seguro a la pistola. Él sonrió y retomó la postura inicial.

La vio nadar hasta la orilla y luego detenerse.

-¿Qué, no te atreves a salir? De igual forma ya vi tu hermoso tanga color crema – se zambulló, lo que representó una amenaza para ella. Comenzó a removerse inquieta. Estaba entrando en pánico.

-¡No estés bromeando, Atilio, sal de debajo del agua ahora mismo!

El corazón comenzó a latirle fuerte. Comenzó a sentir leves escalofríos y temblores. Juró que las manos se le estaban entumeciendo.

Recuperó la compostura al lograr localizarlo del otro extremo del estanque. Enfurecida nadó hasta allí y le pegó una cachetada. Estaba siendo dominada por sus temores.

-¡Lárgate ahora mismo de aquí! ¡Imbécil! – gritó y parpadeó varias veces para ahuyentar las lágrimas que amenazaban con aparecer.

Atilio advirtió que algo en la mirada y en el comportamiento de la mujer había cambiado. Estaba pálida. Acelerada. Como si...como si tuviese miedo. Mucho miedo.

Pero, ¿de qué?

-Me voy con una condición. 

-¿Cuál condición? – fue una respuesta rápida ¿nerviosismo quizás?

-Que me invites a la fiesta esa que darás hoy.

Victoria rió y le dio la espalda viendo agua, lodo y plantas.

-¿Ir a mi fiesta? – repasó en su mente la respuesta que daría – Está bien, de igual forma es para todos los individuos de este pueblo y lamentablemente tu formas parte de ellos.

-Perfecto. Nos vemos entonces.

-¡Vete! ¡Ahora vete! – sus hermosos ojos verdes se posaron en su semblante, en un gesto que a Atilio le causó algo. Algo que no tomó con insensibilidad. No entendía por qué Victoria cuando lo tenía cerca reaccionaba como para defenderse de un ataque.

-Ya que no tengo más remedio, adiós.

Dijo y salió disparado del agua.

Victoria cerró los ojos, apoyó una mano en la frente, mientras desaparecían las sensaciones que la atravesaban por culpa de su encuentro con Atilio. Al paso que iba no completaría lo que vino a hacer a México. Cada vez que lo tenía delante era como si una hecatombe de mortificación, vergüenza, angustia, frustración y derrota se desatara dentro de ella.

Regresó a su casa más afectada que nunca. No tenía ánimos para celebraciones. Pero tampoco tenía tiempo para anular el festejo. Ya algunos invitados habían llegado y otros tantos no tardarían en llegar.

Sonreír y hacer como si nada le afectara era la única escapatoria que se hallaba a su alcance.

Todo estaba perfectamente decorado de blanco. Habían farolillos y velas por doquier con el fin de crear luz ambiente; la música que sonaba era suave.

Las mesas vestidas de gala, lucían una fina vajilla a juego con la mantelería. Las copas eran de vidrio con relieve.

La decoración era muy sofisticada y única.







Atilio no esperaba tanta aglomeración de gente. Sentado en uno de las mesas que habían puesto cerca del estrado; concentró su atención en el lugar y se olvidó del bullicio de la gente, del calor típico de la región y que le hacía transpirar la frente y sobre el labio superior.

Minutos después, las voces se silenciaron cuando una mujer que supuso que estaría en la edad de los sesenta y un hombre cuya identidad desconocía, aparecieron en el lugar. Su mirada deambuló alrededor por la estancia, hasta posarla en los diferentes rostros curiosos, sarcásticos, expectantes de los invitados: hombres, mujeres y niños.

Chema, se acercó al estrado y tomó el micrófono para dar inicio al festejo.

-¡Silencio! Por favor - exclamó, graduando el volumen del aparato – Estimados invitados presentes, señoras y señores. Bienvenidos a "La Dorada". Es mi deber, que con gusto cumplo, expresar aquí, en nombre personal y en representación de la familia, Goldstein - Sandoval, gracias y saludos a quienes nos honran interviniendo esta fiesta, especialmente a quienes aportaron de una u otra forma a la realización de la misma. ¡Gracias y bienvenidos!

Autoseguido a esas amenas palabras de acogida, Constanza regresó al interior de la casa y salió, pero no sola, de su brazo remolcaba a una mujer.

Por fin se levantó un murmullo en el área.

Constanza le susurró algo a la mujer de su costado, a lo que ella asintió y, en silencio, con expresión especulativa anduvieron la zona. Cómoda, Victoria, lucía un vestido de gala. Un vestido rojo que reunía elegancia a la vez que era llamativo, sugerente y provocativo. Sugerente escote y provocativa apertura de pierna en la falda larga. Era liso y eso la hacía verse más esbelta de lo natural. Los complementos como eran, un collar de finas piedras blancas en forma de víbora que se ajustaba a su cuello dando la sensación de ahorcamiento, una pulsera y un anillo, no eran los protagonistas sino que iban en acorde armonía con el vestido. Zapatos de tacón y el cabello semirecogido con ondulaciones pronunciadas. Un arreglo distinguido, pero que a su vez ofrecía desorden y un ir contra las reglas, puesto que comenzaba normal sobre la cabeza e iba tomando cada vez más movimiento al llegar a las puntas.

Radiante, era la palabra que la definía en eso momentos que se paseaba, en compañía de Constanza, entre los invitados haciendo las debidas presentaciones y agradeciéndoles a todos por su asistencia. Mantenía con cada cual una plática de al menos cinco minutos.

Los hombres la devoraban con la mirada.

-Todos te miran, mi vida, y con razón, estás hermosa – le dijo una Constanza emocionada.

Pero Victoria ya no la escuchaba. Al fondo había divisado a Atilio, quien pasaba el tiempo charlando con una mujer. Él asentía a algo que ella le decía. Estaban demasiado cerca.

Se percató de que vestía un pantalón y una camisa azul a cuadros. Caminó despacio y sin dejar de mirarlo. Constanza permaneció en el mismo lugar, preguntándose en silencio hacia donde se dirigía Victoria. Sólo que el abandono le duró muy poco cuando una pareja de campesinos de por ahí se le acercaron en son de entusiasmo. Se centró en la plática con ellos, olvidándose de la actividad aledaña.

Cuando sus miradas se cruzaron Atilio dejó a la mujer con la que hablaba y centró su mirada en ella. Se tropezaron en medio de la terraza.

-¿Esa víbora que porta en el cuello, es usted?

Victoria le respondió con su fina indiferencia.

-¿Cómo la estás pasando?

Atilio no podía apartar los ojos de ella, deseaba devorarle la boca que en ese momento estaba pintada de un indecente rojo, no tenía por qué mentirse a sí mismo. Deseaba besarla. El balanceo de sus caderas lo hipnotizaba.

-Muy bien – finalmente respondió.

Chema que cortejaba la zona, pudo ver a lo lejos a Victoria demasiado cerca a otro hombre. "Es mía" caviló posesivo.

No pudo aguantarse las ganas de acercarse.

-Te ves muy hermosa – retomó la palabra Atilio, mirándola de arriba abajo.

-Hermosa y mía - advirtió Chema, ofuscado por las sensaciones que le causaban el desbarajuste de siempre y que solo estaban relacionadas con ella.

Le pasó una mano por la cintura y se apoderó de sus labios y la besó sin importar quién los estuviera mirando. Separó su boca y la miró por si su gesto la incomodaba.

¡Y claro que la incomodó! ¡Mucho! Más no se detuvo a increpar a Chema delante de Atilio. Ya lo haría más tarde al privado.

-¡Chema! – lo llamó Constanza, acercándose también y no
pudo evitar mirar de arriba abajo al otro hombre que les hacía compañía. Era alto, debía medir más de metro ochenta, de complexión fuerte; su cuerpo era voluminoso – Disculpe ¿Usted quién es?

-Atilio Montenegro – se presentó. Extendió su mano derecha y la estrechó a la de la mujer. Luego besó el dorso de la misma – Un placer...

-Constanza Goldstein.

Un silencio se levantó y envolvió el
ambiente con su incomodidad. Victoria se pasó un mano por el cabello y Constanza volvió a intervenir:

-Bueno ¿Chema, me acompañas? Necesito de tu ayuda.

Él se encogió de hombros. No le quedó otro remedio más que acompañar a la mujer. Que en realidad era su madre.

Victoria miró a Atilio resignada y le dijo:

-Ven conmigo – él siguió sus pasos sin rechistar que los llevaron al estudio de la casa. Al entrar a la estancia cerró la puerta con llave.

Ipso facto esa sensación de ahogo, dolor en el pecho y temblores hizo estragos en la mujer, quien, se tuvo que repetir a sí misma: "Todo estará bien", mientras intentaba controlar la respiración. Estaba entrando nuevamente en pánico. Pero logró serenarse.

-¿Quién es ese imbécil que quiso marcar territorio para contigo?

Victoria sonrió descaradamente.

-¿Me ves cara de que tengo la intención de darte explicaciones acerca de mi vida privada?

Él demoró en contestar, miraba extasiado la curva de su mentón y siguió por su cuello. Piel sutil que invitaba al pecado.

Sacó su pistola.

Ella lo miró seria de repente.

-¿Qué piensas hacer? ¿Matarme en mi propia casa?

Revivió las mismas palabras que Atilio había citado aquella última vez cuando estuvo en su casa.

-Quizás...

La acercó a la esquina del escritorio y la acarició con el extremo insensible de su pistola desde el cuello, pasando por los pechos, hasta la cintura y la línea de su cadera.

La sintió temblar.

-De acuerdo... – se alzó el vestido y, de una funda para armas que llevaba sujeta al muslo, sacó su revólver – ¡Matémonos!

Le apuntó directo a la nuca.

...

<<Cuando el amor se reprime, el odio ocupa su lugar>>

A&V

...

Mis queridas lectoras, les dejo una nueva entrega de esta historia.

Espero este capítulo haya sido de su agrado.

No olviden dejarme su estrellita así como sus comentarios con sus impresiones. Besos.

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