Jane Eyre

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Jane es una niña huérfana que se ha educado en un orfanato miserable. Sin embargo, pese a todas las adversida... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXVII

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By WattpadClasicosES

El caserío de Ferndean era un edificio antiguo, no muy grande y sin pretensiones arquitectónicas, enterrado en las profundidades de un bosque. Yo había oído hablar del lugar: el señor Rochester se refería a él a menudo y solía visitarlo de vez en cuando. Su padre había adquirido la finca debido a su afición a la caza. Quiso arrendar la casa, pero no logró encontrar a nadie que se aviniera a residir en un lugar tan inhóspito e insalubre. Por lo tanto, Ferndean siguió deshabitado y sin muebles, a excepción de dos o tres habitaciones que contenían lo imprescindible para acomodar a los invitados durante la temporada de caza.

Llegué a la casa justo antes de que anocheciera, en una tarde marcada por un cielo triste, un viento frío y una llovizna persistente. Recorrí a pie el último kilómetro, después de despedir al cochero con la doble paga prometida. El edificio permanecía oculto entre la espesura del bosque y resultaba invisible aún a corta distancia. Unas puertas de acero sujetas por pilares de piedra me mostraron la entrada y, al cruzar el umbral, me hallé de nuevo rodeada por densas filas de árboles. Había un sendero que descendía por un lado de aquella selva, repleto de arbustos, bordeado por troncos nudosos, y coronado por los arcos que formaban las ramas. Lo seguí, con la esperanza de que me llevara directamente a la casa, pero el camino iba dando vueltas y vueltas sin rastro de la fachada ni de ningún jardín.

Ya creía que me había equivocado de camino. Envuelta por la propia oscuridad del lugar y por las sombras que propicia el crepúsculo, busqué con la mirada la existencia de otro sendero. No había ninguno: todo era un puro amasijo de raíces, un conjunto de troncos erectos como columnas, y un denso follaje que no permitía el avance hacia ningún lugar.

Seguí adelante, y por fin el camino se ensanchó: la espesura de los árboles se aclaró un poco y pude vislumbrar unas rejas y, más allá, la casa, apenas distinguible del fondo verdoso debido a la hiedra y la humedad que cubría sus desvencijados muros. Solo un pestillo me impedía la entrada: lo corrí y me encontré en medio de un patio semicircular rodeado de árboles. No había flores, ni parterres; solo un camino de grava que partía del oscuro bosque. La fachada terminaba en dos aleros puntiagudos, y tanto las enrejadas ventanas como la puerta, a la que se accedía por un escalón, eran estrechas. El conjunto respondía a la descripción que de él hiciera el posadero del Rochester Arms. La lluvia que caía insistente sobre las hojas era el único sonido audible del paraje.

«¿Puede haber vida aquí?», me pregunté.

Sí la había. Un movimiento me indicó su presencia: la puerta principal se abría y una forma difusa se disponía a salir de la casa.

Se abrió lentamente: una silueta emergió bajo la luz del crepúsculo y se quedó quieta en el escalón. Era un hombre desprovisto de sombrero que sacaba la mano para comprobar la fuerza de la lluvia. Pese a la oscuridad, le había reconocido: era mi señor, Edward Fairfax Rochester. No podía ser otro.

No hice el menor movimiento. Casi no me atreví a respirar y me dediqué a observarle sin que me viera. ¡Pobre! Yo era invisible para él. Fue un encuentro súbito, en el que la alegría cedió rápidamente el paso al dolor. No tuve dificultad en reprimir un grito de júbilo, en frenar el impulso de correr a sus brazos.

Su cuerpo era aún fuerte y robusto, como había sido siempre: avanzaba erguido, con el pelo negro como ala de cuervo. No había sufrido la menor alteración. En el transcurso de un año, el sufrimiento no había acabado con su fuerza, ni menguado su vigor. Pero advertí un profundo cambio en su semblante: una mirada desesperada y abstraída que me recordó a la de una fiera salvaje, o a la de un pájaro herido al que temes acercarte porque el dolor le ha convertido en una amenaza. Un águila enjaulada, a quien un ser cruel hubiera arrancado los ojos, presentaría el mismo aspecto que aquel Sansón ciego.

¿Acaso crees, lector, que esa ferocidad contenida me asustó? Si es así, es que me conoces poco. La pena se diluyó en la esperanza de besar pronto esa frente de piedra y esos labios férreamente sellados. Pero no era el momento. Aún no quería acercarme a él.

Bajó el escalón y avanzó lentamente, a tientas, hacia la pradera. ¿Dónde estaba ahora su paso enérgico y retador? Se detuvo, como si no supiera hacia dónde dirigirse. Alzó la cabeza y abrió los párpados: con un gran esfuerzo, los elevó hacia el cielo y luego hacia el anfiteatro de árboles. Era evidente que para él no había más que tinieblas. Estiró la mano derecha (llevaba el brazo izquierdo, el mutilado, pegado al pecho), como si quisiera adivinar por el tacto lo que tenía alrededor. Pero solo tocó el vacío: los árboles estaban demasiado lejos. Persistió en el empeño, pero finalmente dobló los brazos y permaneció inmóvil y en silencio, soportando la lluvia que no cesaba de caer sobre su cabeza. En ese momento, John salió en su busca.

—Apóyese en mi brazo, señor —le dijo—, se acerca un chaparrón. ¿No cree que es mejor que entre en casa?

—Déjame solo —fue la respuesta.

John se retiró sin haber advertido mi presencia. El señor Rochester intentó pasear: fue en vano, la incertidumbre le cercaba. Volvió hacia la casa con paso vacilante, entró y cerró la puerta tras él.

Entonces me acerqué y llamé. La mujer de John me abrió enseguida.

—¿Cómo estás, Mary?

Retrocedió como si estuviera delante de un fantasma. La calmé, respondiendo a su apresurado «¿Es usted de veras, señorita Eyre, quien aparece en este solitario paraje a estas horas?» con un firme apretón de manos, y la seguí hasta la cocina; ahí estaba John, sentado frente al fuego. En pocas palabras, les expliqué que me había enterado de los eventos acaecidos en Thornfield desde mi partida y que había venido a ver al señor Rochester. Pedí a John que bajara a la caseta a pie de carretera donde había despedido al vehículo y trajera a casa el baúl que había dejado allí. Después, mientras me quitaba el chal y el sombrero, pregunté a Mary si había alguna habitación libre para pasar la noche en ella. No era fácil disponerlo todo a esas horas, pero tampoco era imposible, así que le informé de mi decisión de quedarme. Justo en ese instante sonó la campanilla del salón.

—Cuando entres, dile al señor que hay una persona en la casa que desea verle, pero no le des mi nombre.

—No creo que quiera recibir a nadie —respondió Mary—. Se aparta de todo el mundo.

Cuando regresó, le pregunté qué le había contestado.

—Debe comunicarme su nombre y el motivo de su visita —replicó, y empezó a llenar un vaso de agua. Luego lo puso sobre una bandeja al lado de unas velas.

—¿Para eso te llamó? —pregunté.

—Sí. Siempre pide velas al atardecer, aunque de poco le sirven.

—Dame la bandeja. Yo la llevaré.

La tomé de sus manos y ella me señaló cuál era la puerta del salón. El temblor de mis manos sacudió la bandeja y derramó el agua. Mi corazón parecía a punto de reventar. Mary abrió la puerta, me cedió el paso y se fue.

El salón estaba oscuro: apenas unas ascuas ardían en la chimenea. Inclinado sobre ellas, con la cabeza apoyada en la antigua y envejecida chimenea, se hallaba el dueño de la casa. El viejo perro, Pilot, yacía a un lado hecho un ovillo, como si deseara dejar el camino libre a su amo o temiera ser pisado por este. Cuando entré, Pilot levantó las orejas; dio un brinco y corrió hacia mí, con tanto entusiasmo que casi me hizo soltar la bandeja. Conseguí depositarla sobre la mesa, le acaricié y dije con dulzura, «¡Siéntate!». El señor Rochester reaccionó al ruido girándose hacia la puerta, pero, al no ver nada, suspiró y nos dio la espalda.

—Tráeme el agua, Mary —pidió.

Me acerqué a él con el vaso, ya medio vacío. Pilot me siguió, aún nervioso.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Al suelo, Pilot —repetí.

Él se llevó el vaso a los labios e hizo ademán de escuchar. Bebió y bajó el vaso.

—¿Eres tú, Mary? —inquirió.

—Mary está en la cocina —contesté.

Alargó la mano con un gesto rápido, pero no llegó a tocarme.

—¿Quién es? ¿Quién está ahí? —preguntó, intentando ver con sus ojos ciegos en un intento vano y desesperado. Y añadió en tono imperioso—: ¡Responda! ¡Diga algo!

—¿Desea un poco más de agua, señor? Me temo que derramé la mitad de la que había en el vaso.

—¿Quién es? ¿Qué es esto? ¿Quién habla?

—Pilot me conoce, señor, y John y Mary saben que estoy aquí: llegué esta misma tarde.

—¡Dios! ¿Acaso la locura se ha apoderado de mí? ¿Qué dulce espejismo es este?

—No hay espejismo, señor. Ni se ha vuelto loco. Su mente es demasiado fuerte para crear espejismos y su salud es buena.

—¿Y dónde está la persona que me habla? ¿Es solo una voz? Oh, no puedo ver, pero sí sentir. Y debo hacerlo, o el corazón se me parará y el cerebro estallará en mil pedazos. ¡Seas quien seas, seas lo que seas, acércate para que pueda tocarte o moriré aquí mismo!

Avanzó hacia mí. Yo le cogí la mano que temblaba en el aire y la apreté entre las mías.

—¡Son sus dedos! —gritó—. ¡Esos dedos ligeros y pequeños! Por lo tanto, ella tiene que estar aquí...

La mano fuerte escapó de mi custodia y recorrió mis hombros, me acarició el cuello y rodeó mi cintura, estrechándome contra su cuerpo en un abrazo.

—¿Eres tú, Jane? ¿Eres tú? ¡Es tu cuerpo, tu silueta...!

—Y también es suya esta voz —añadí—. Ella está aquí, en cuerpo y alma. ¡Que Dios le bendiga, señor! ¡Estoy tan contenta de tenerle cerca otra vez!

—¡Jane Eyre! ¡Jane Eyre! —no cesaba de repetir.

—Querido señor, soy Jane Eyre, sí. Le he encontrado, he vuelto...

—¿De verdad eres tú? ¿En carne y hueso? ¿Mi adorada Jane?

—Me está tocando; me está abrazando con fuerza. No estoy fría como un cadáver, ni soy etérea como el aire, ¿no es así?

—¡Mi amor está vivo! No hay duda: son sus brazos, es su cuerpo... Pero no puede ser: no merezco tal bendición después de tanta desgracia. Es un sueño, como los que me acechan de noche, en los que la abrazo y la beso, cuando siento que me ama y que nunca volverá a abandonarme.

—Se lo prometo, señor. Nunca le dejaré.

—¿Nunca, dice esta aparición? Pero yo sé lo que sucede cuando me despierto y me doy cuenta de que he sido víctima de una broma cruel. Y me quedo desolado y abandonado, empujado a esta vida oscura, solitaria y sin esperanza, con el alma sedienta y sin poder beber, con el corazón hambriento y sin alimento que darle. Eres un sueño dulce y suave que se esfumará de mis brazos en cualquier momento, tal y como hicieron antes sus hermanas. Pero bésame antes de irte. ¡Abrázame, Jane!

—¿Aquí, señor? ¿O aquí?

Posé los labios sobre aquellos ojos que habían brillado ante mí y que ahora estaban apagados; le aparté el cabello y le besé en la frente. De repente pareció comprender: era una sensación demasiado real para ser un mero sueño.

—¿Eres tú de verdad, Jane? ¿Has vuelto a mí?

—Estoy aquí.

—¿No yaces muerta en el fondo de un foso o arrastrada por la corriente? ¿No eres una desgraciada sirviendo entre extraños?

—No, señor. Ahora soy una mujer independiente.

—¡Independiente! ¿Qué quieres decir con eso, Jane?

—Mi tío de Madeira murió y me dejó una herencia de cinco mil libras.

—¡Esto sí que suena práctico! ¡Y real! —exclamó—: No puede ser un sueño. Además, oigo esa voz peculiar, a la vez animada y dulce, que tiene la virtud de alegrarme este corazón marchito, de inyectarle vida... ¡Dime, Jane! ¿Eres una mujer independiente? ¿Una mujer rica?

—Bastante rica, señor. Tengo suficiente dinero como para construirme una casa junto a la suya, en caso de que no me deje vivir con usted. Así, podría venir a mi salón por las tardes, cuando le apetezca tener compañía.

—Pero, Jane, ahora que eres rica seguro que tendrás amigos que se preocupan por ti. ¿No les harás sufrir dedicando tu vida a cuidar a un pobre ciego como yo?

—Le he dicho que era independiente además de rica, señor. Soy dueña de mis propios actos.

—¿Y quieres quedarte conmigo?

—Sin ninguna duda. A menos que tenga algo que objetar. Puedo ser su vecina, su enfermera, su ama de llaves. Le veo solo: leeré para usted, le acompañaré en sus paseos, me sentaré junto a usted, le cuidaré, seré sus manos y sus ojos... Aparte ya esa mirada melancólica, querido señor: no volverá a sentirse desamparado mientras yo viva.

Él no contestó. Su rostro expresaba seriedad y abstracción. Suspiró y separó los labios como si fuera a decir algo, pero los cerró de nuevo. Me sentí un poco violenta: quizá me había mostrado demasiado prepotente a la hora de ofrecer mi ayuda y mi compañía. O quizá me había precipitado, saltándome los convencionalismos de forma demasiado brusca, y él, como Saint John juzgaba que mi conducta rozaba el descaro. Le había propuesto todo aquello porque estaba segura de que él deseaba hacerme su esposa y que su petición no tardaría en llegar; me apoyaba en la esperanza —no menos cierta por inexpresada— de que volviera a pedirme en matrimonio. Pero, dado que él seguía encerrado en su mutismo y su semblante se iba ensombreciendo cada vez más, pensé de repente que podría estar absolutamente equivocada y cayendo en el más grande de los ridículos. Por lo tanto, fui soltándome suavemente de sus brazos, pero él no me lo permitió y me estrechó aún con más fuerza.

—No, no. Jane, no te vayas. No... Ahora que te he tocado, que te he oído, que he sentido el calor que emana de tu presencia y la dulzura de tu consuelo, ya no puedo renunciar a tantas alegrías. A mí ya me quedan pocas: te necesito. Que se ría el mundo, que me llamen egoísta y ridículo, poco me importa. Mi alma te reclama y he de satisfacerla o sufrir en mi cuerpo su venganza.

—Señor, ya le he dicho que me quedaré con usted.

—Sí, pero por quedarte conmigo tú entiendes una cosa y yo otra. Tal vez estés pensando en permanecer a mi lado como una amable enfermera (ya que dada tu naturaleza generosa y cálida tiendes a sacrificarte por aquellos a quien compadeces), y eso debería ser suficiente para mí. Supongo que los únicos sentimientos que puedo permitirme hacia ti son los propios de un padre, ¿no es así, Jane? Contéstame.

—Lo que usted quiera, señor. Estaré contenta de ser solo su enfermera, si cree que es lo mejor.

—Pero no puedes pasarte la vida siendo mi enfermera, Jane. Eres joven: debes casarte.

—El matrimonio me trae sin cuidado, señor.

—¡Pues no debería ser así, Jane! Si yo fuera el mismo de antaño, ya me ocuparía de ello. Pero, ahora, ¡un tronco ciego!

Se hundió de nuevo en las aguas de la pesadumbre. En cambio, yo sentí como un coraje alegre se apoderaba de mí: sus últimas palabras me habían mostrado dónde estaba el obstáculo, y la comprobación de que este no tenía nada que ver conmigo alivió mi preocupación. Asumí entonces un aire más ligero.

—Ya es hora de que alguien emprenda la tarea de devolverle la humanidad —dije, separando los gruesos y largos mechones que le cubrían la frente—: veo que se está convirtiendo en un león o en algo parecido. Debo admitir que me recuerda a Nabucodonosor en el campo de batalla: su cabello me hace pensar en las plumas de las águilas. No sé si sus uñas se han convertido también en garras. Aún no he podido fijarme.

—No tengo mano ni uñas en este brazo —dijo, mostrándome su brazo mutilado—. ¿No crees que se trata de una visión horrenda?

—Creo que es una lástima ver este brazo, y también sus ojos, y la cicatriz que el fuego le dejó sobre la frente. Y lo peor de todo es el riesgo que corro de amarle demasiado por todo esto, de agobiarlo con mis cuidados.

—Pensé que la visión de lo que quedaba de mí te repugnaría, Jane.

—¿De verdad pensó eso? ¡No lo repita o tendré que decirle unas cuantas cosas! Ahora permítame que le deje solo un instante, mientras me ocupo de avivar el fuego y de que limpien la chimenea. ¿Puede ver las llamas de un buen fuego?

—Sí, con el ojo derecho distingo un resplandor rojizo, envuelto de niebla.

—¿Y las velas, las ve?

—Apenas: solo un punto de luz entre la bruma.

—¿Puede verme?

—No, querida. Pero doy gracias al cielo por poder oírte y sentirte cerca.

—¿A qué hora se sirve la cena?

—Nunca ceno.

—Pues esta noche lo hará. Tengo hambre, y supongo que usted también, aunque finja olvidarlo.

Llamé a Mary, y en unos minutos convertimos la estancia en un ambiente mucho más acogedor. Luego preparé una apetitosa cena. Estaba muy contenta: no paré de charlar mientras comíamos o durante la larga sobremesa que siguió a la cena. No había nada en él que obstaculizara mi espontaneidad; con él no había necesidad de reprimir mi buen humor y eso me hacía sentir a mis anchas. Sabía que mi vivacidad le sentaba bien: todo lo que decía parecía servirle de consuelo y de esperanza. ¡Qué sensación de encantadora complicidad! Me hacía revivir, iluminaba toda mi naturaleza: en su presencia yo estaba viva, al igual que él en la mía. Pese a su ceguera, sus labios dibujaban sonrisas y la alegría se reflejaba en su frente. Sus rasgos se suavizaban e irradiaban calor.

Después de cenar comenzó a hacerme preguntas acerca de dónde había estado, a qué me había dedicado y cómo le había encontrado; pero yo me limité a darle respuestas parciales: era demasiado tarde para entrar en detalles. Además, no deseaba rozar sus puntos más sensibles, ni abrir en su corazón el pozo de la emoción: mi único objetivo era animarle. Y sí, lo conseguía, pero a ráfagas. Si se producía un instante de silencio, se removía, inquieto, me tocaba y me decía:

—¿Eres de verdad un ser humano, Jane?

—Creo que sí, señor Rochester.

—Entonces, ¿cómo es que has aparecido en mi hogar solitario en medio de una noche oscura y tenebrosa? Extendí la mano para coger un vaso de agua de manos de una criada y fuiste tú quien me lo dio; hice una pregunta, esperando oír la respuesta de labios de la esposa de John, y fue tu voz la que captó mi oído.

—Porque era yo y no Mary quien traía la bandeja.

—Tu hechizo se mantiene ahora mismo, que te tengo a mi lado. ¡No te imaginas la vida tan lúgubre y desesperada que he llevado en los últimos meses! Sin hacer nada, sin esperar nada; mezclando la noche con el día; sin otra sensación que el frío cuando el fuego se apagaba o el hambre cuando olvidaba comer. Y luego una tristeza infinita, que a veces me hacía delirar y pedir a gritos por ti, Jane. Sí, he lamentado más tu ausencia que la pérdida de la visión. ¿Cómo puedo creer ahora que Jane está aquí y que me ama? ¿No partirá tan súbitamente como apareció? Me temo que mañana me levantaré y ya no estará.

Estaba convencida de que ese estado de ánimo requería una respuesta sencilla y práctica que lograra ahuyentar la inquietud de sus pensamientos. Le acaricié las cejas y noté que estaban chamuscadas. Comenté que tendría que aplicarles algún ungüento para que volvieran a crecer densas y negras como antes.

—¿Qué sentido tiene mejorar mi aspecto, oh, espíritu bondadoso, si en cualquier momento desaparecerás de nuevo, como una sombra, hacia un lugar desconocido e inalcanzable?

—¿Lleva usted un peine encima, señor?

—¿Para qué, Jane?

—Solo para arreglar un poco esta indómita masa de cabello. Cuando le observo de cerca, casi me asusta. Dice de mí que soy un hada, pero yo estoy casi segura de que usted no es más que un trasgo, señor.

—¿Estoy horrible, Jane?

—Mucho, señor, siempre lo ha sido, ya lo sabe.

—¡Vaya! Veo que nadie ha logrado despojarte de la ironía.

—Y eso que he estado rodeada de personas muy buenas, cien veces más bondadosas que usted: personas con ideales y puntos de vista que usted jamás ha soñado poseer, más refinados y de miras más elevadas.

—¿Con quién diablos has estado viviendo?

—Si se mueve de esa manera, logrará que le tire del pelo. Así dejará de tener dudas sobre si soy o no un ente real.

—¿Con quién has estado, Jane?

—No conseguirá que se lo diga esta noche, señor. Deberá esperar hasta mañana. Ya sabe que el hecho de dejar el cuento a medias garantiza mi presencia a la hora del desayuno, aunque solo sea para darme el gusto de acabarlo. Por cierto, debo acordarme de no traer solo un vaso de agua, sino unas lonchas de jamón frito y un huevo.

—¡Espíritu burlón, medio humana y medio bruja! Me haces sentir como no me había sentido en estos doce meses. Si Saúl hubiera contado contigo en lugar de con David, no le habría hecho falta el arpa para exorcizar al espíritu maléfico.

—Bueno, señor, ahora ya tiene un aspecto decente. Le dejo. Llevo tres días de viaje y estoy cansada. ¡Buenas noches!

—Solo una última cuestión, Jane: ¿en la casa donde has estado habitaban solo damas?

Me reí y huí sin contestar, y la risa me acompañó mientras subía las escaleras. «¡Buena idea! —pensé encantada—, me servirá para sacarle de ese estado de melancolía.»

Le oí levantarse y moverse por la casa desde muy temprano. Tan pronto como vio a Mary, le preguntó: «¿Está aquí la señorita Eyre?». Y después: «¿En qué habitación la acomodaste? ¿Estaba limpia? ¿Ya se ha levantado? Ve a ver si necesita algo y a preguntarle cuándo piensa bajar?».

Bajé cuando me pareció que el desayuno ya estaría servido. Entré de puntillas en el salón, y le observé antes de que se percatara de mi presencia. Era muy triste ser testigo de cómo un cuerpo vigoroso queda abatido por el devastador efecto de la enfermedad. Estaba sentado en una silla, inmóvil y a la vez tenso, expectante: la melancolía se manifestaba en cada uno de sus marcados rasgos. Su semblante me recordó al de una lámpara apagada que espera ser encendida. Y no era él quien podía iluminar su expresión: dependía de otro para esa misión. Me había propuesto mostrarme alegre y despreocupada, pero la indefensión de aquel hombre fuerte despertó en mí un profundo sentimiento de ternura. Sin embargo, me las arreglé para demostrar vivacidad al acercarme a él.

—Hace una mañana soleada y hermosa, señor. La lluvia ya se ha ido y ha dejado una estela brillante tras de sí. Debe dar un paseo cuanto antes.

Había logrado pulsar el brillo: su rostro se iluminó.

—¡Ah, ya estás aquí, alondra de la mañana! Ven a mi lado. No te has ido, no te has evaporado... Oí a otro ejemplar de tu especie hace una hora cantando en el corazón del bosque, pero sus trinos no significaban nada para mí, al igual que los rayos del sol ya no me dan calor. Todas las melodías de la tierra se concentran en mi Jane hablándome al oído (me alegra decir que no es de temperamento silencioso) y toda la luz emerge de su presencia.

Al oír cómo admitía su dependencia de mi persona los ojos se me llenaron de lágrimas. Era como si un águila real, encadenada a una pértiga, se viera obligada a usar como guía a un gorrión. Pero no debía dejar que el llanto me venciera, así que me enjugué las gotas de sal que me rodaban por las mejillas y me dispuse a tomar el desayuno.

Pasamos gran parte de la mañana al aire libre. Le guié a través de los bosques salvajes y húmedos hasta llegar a unos prados más alegres, y le describí el brillo de la hierba verde, el frescor que rezumaban las flores y los arbustos, y el centelleo azulado del cielo. Busqué un asiento sobre el tocón de un árbol, en un rincón escondido y hermoso, y, cuando me pidió que me sentara sobre sus rodillas, no me negué. ¿Por qué iba a hacerlo si ambos nos hallábamos más cómodos cuanto más cerca teníamos al otro? Con Pilot tumbado junto a nosotros, todo era quietud. Él rompió el silencio, de repente, abrazándome con fuerza.

—¡Fuiste cruel al abandonarme, Jane! Oh, no puedes imaginar cómo me sentí cuando descubrí que habías huido de Thornfield. El registro de tu habitación me confirmó que no te habías llevado dinero, ni nada que pudiera servirte en su lugar. Incluso el collar de perlas que te había regalado seguía en su estuche, y los baúles se mantenían contra la pared, dispuestos para el viaje nupcial. ¿Qué iba a ser de mi amada Jane, sola y sin un penique? ¿Qué hiciste, Jane? Cuéntamelo.

Inicié entonces el relato de lo que había sido mi vida durante el año anterior. Suavicé cuanto pude los tres días de pobreza y ayuno, porque la verdad habría supuesto infligirle un dolor innecesario. Lo poco que le dije ya hirió su corazón más profundamente de lo que yo habría deseado.

Me dijo que no debí abandonarle de aquel modo, sin contar con algún medio que me ayudara a empezar de nuevo; debería haberle expuesto mis intenciones, haber confiado en él. Él jamás me habría obligado a convertirme en su amante. Tal vez había reaccionado violentamente, pero dicha actitud era fruto de la desesperación: el amor que sentía por mí era demasiado fuerte y demasiado tierno como para permitirle convertirse en un tirano. Habría preferido darme la mitad de su fortuna a cambio de un beso que saberme sola en el mundo. Estaba seguro de que había pasado por momentos más duros de los que explicaba.

—Bien, señor, cualesquiera que fueran mis sufrimientos, lo cierto es que duraron poco.

Y entonces le relaté mi llegada a Moor House, mi empleo como maestra, la noticia de la fortuna y del parentesco que me unía con mis nuevos amigos. Por supuesto, el nombre de Saint John apareció a menudo en el transcurso de mi historia. Cuando hube terminado, el señor Rochester se decidió a preguntarme por él.

—Entonces —dijo—, este Saint John es primo tuyo.

—Así es.

—Le has mencionado con frecuencia. ¿Le apreciabas?

—Era un hombre muy bueno, señor. Era difícil no sentir aprecio por él.

—¿Un hombre muy bueno? ¿Eso quiere decir un individuo respetable y educado de mediana edad? ¿Es eso?

—Saint John tiene solo veintinueve años, señor.

Jeune encore!, (¡Aún joven!) como dicen los franceses. ¿Se trata acaso de un hombre de baja estatura, flemático y simple? ¿Una persona cuya bondad consiste más en la falta de vicio que en la verdadera virtud?

—Es un hombre incansable. Vive para realizar grandes obras.

—Pero, ¿qué hay de su cerebro? Con seguridad es un individuo más bien soso, de esos que pasan desapercibidos pese a su discurso lleno de buenas intenciones.

—Es un hombre de pocas palabras, señor, pero cuando habla da siempre en el clavo. Tiene un cerebro privilegiado, tal vez algo parco en sensibilidad, pero vigoroso, sin duda ninguna.

—¿Por lo tanto estamos hablando de un hombre capaz?

—Mucho, señor.

—¿Un hombre refinado?

—Saint John es un gran erudito.

—Me pareció oírte decir que sus maneras no te agradaban, que eran demasiado estiradas y pretenciosas...

—No he mencionado sus maneras en ningún momento, pero debería tener muy mal gusto para que no me complacieran: son las de un hombre educado y sereno, todo un caballero.

—Y su apariencia... He olvidado tu descripción: ¿un cura marchito, medio ahogado por el alzacuello y subido a unas botas de gruesas suelas?

—Saint John viste muy bien. Y es un hombre muy atractivo: alto, rubio, con los ojos azules y el perfil de una estatua griega.

—¡Maldito sea! —murmuró para sí. Y añadió, en un tono de voz más alto y dirigiéndose a mí—: ¿Te gustaba, Jane?

—Sí, señor Rochester, me gustaba. Pero eso ya me lo había preguntado antes.

Hacía rato que notaba el tono que estaba adoptando mi interlocutor. Los celos reptaban ante él y le mordían, pero el escozor era un buen antídoto contra la melancolía. Por lo tanto, no tenía ninguna intención de acabar con aquella serpiente.

—¿Tal vez ya no desee permanecer más tiempo sobre mis rodillas, señorita Eyre? —fue su siguiente e inesperada observación.

—¿Por qué no, señor Rochester?

—La imagen que acaba de dibujar sugiere un contraste demasiado abrumador. Sus palabras han trazado ante mí a un Apolo lleno de virtudes. Su recuerdo le ha causado una prolongada impresión: «alto, rubio y de ojos azules, con el perfil de una estatua griega». En cambio, ahora sus ojos contemplan a un Vulcano: un herrero ennegrecido, corpulento y, para colmo, ciego y mutilado.

—Pues no había pensado en ello, señor, pero ahora que lo dice sí que me recuerda a Vulcano.

—Muy bien, señorita, puede usted irse. Pero antes —y su mano me retuvo con más ímpetu que nunca—, no le importará responder a un par de preguntas, ¿no es así?

Hizo una pausa.

—¿Qué clase de preguntas, señor Rochester?

Y entonces empezó el interrogatorio.

—¿Saint John te concedió el empleo de maestra de Morton antes de saber que eras su prima?

—Sí.

—¿Y le veías a menudo? ¿Visitaba la escuela con frecuencia?

—Todos los días.

—¿Estaba satisfecho con el desempeño de tus tareas, Jane? Seguro que lo hacías bien, Jane, tienes mucho talento.

—Pues sí, lo estaba.

—¿Descubrió en ti detalles que no esperaba encontrar? Algunas de tus virtudes se salen de lo corriente.

—Lo ignoro.

—Dices que tenías una pequeña casa adosada a la escuela. ¿Fue alguna vez a visitarte?

—De vez en cuando.

—¿Por la tarde?

—Una o dos veces.

Otra pausa.

—¿Cuánto tiempo viviste con él y sus hermanas después de que el parentesco saliera a la luz?

—Cinco meses.

—¿Rivers solía pasar mucho tiempo con las mujeres de su familia?

—Sí; el salón trasero era nuestro estudio y también el suyo. Se sentaba cerca de la ventana y nosotras ocupábamos la mesa.

—¿Estudiaba mucho?

—Todo el tiempo.

—¿Qué?

—Indostánico.

—¿Y qué hacías tú mientras tanto?

—Al principio aprendía alemán.

—¿Te enseñaba él?

—Saint John no sabía alemán.

—¿No te enseñó nada?

—Un poco de indostánico.

—¿Rivers te enseñaba indostánico?

—Sí, señor.

—¿Y a sus hermanas también?

—No.

—¿Solo a ti?

—Solo a mí.

—¿Le pediste que lo hiciera?

—No.

—¿Se ofreció él?

—Sí.

Hubo una nueva pausa.

—¿Y con qué fin? ¿Para qué te iba a servir aprender indostánico?

—Pretendía que me fuera con él a la India.

—¡Ah, por fin llegamos al fondo del asunto! ¿Quería que te casaras con él?

—Me pidió que nos casáramos, sí.

—Eso es mentira. Acabas de inventarlo para hacerme rabiar.

—Disculpe, señor. Es la pura verdad: me lo pidió en más de una ocasión, y era tan insistente acerca de este punto como lo fue usted en otro tiempo.

—Entonces, señorita Eyre, le repito que puede marcharse. ¿Cuántas veces voy a tener que repetírselo? ¿Por qué se empeña en seguir subida a mis rodillas, cuando le he ordenado que se vaya?

—Porque aquí estoy cómoda.

—No, Jane, no lo estás. Tu corazón no está conmigo: está con tu primo, ese Saint John. ¡Hasta el momento había creído que la pequeña Jane era solo mía! Siempre pensé que me amaba, incluso cuando se marchó. Esta idea era un átomo de dulzura entre tanto dolor. Pese al tiempo que hemos pasado separados, pese a las ardientes lágrimas que he derramado por su ausencia, nunca pensé que mientras yo la añoraba, ella se dedicaría a amar a otro. Pero lamentarse es inútil. Déjame, Jane: ve y cásate con Rivers.

—Écheme usted, señor, porque no pienso irme por mi propia voluntad.

—Me gusta ese tono de voz, Jane: la sinceridad que aprecio en él hace revivir mis esperanzas. Cuando lo oigo, mi mente retrocede un año y olvida que has trabado un nuevo lazo. Pero no soy tan necio... ¡Vete!

—¿Adónde, señor?

—Sigue tu camino, con el marido que has escogido.

—¿Y quién es ese marido, si puede saberse?

—Ya lo sabes: Saint John Rivers.

—Él no es mi marido, ni lo será nunca. Ni me ama, ni yo le amo. Su amor (en la medida en que es capaz de sentirlo) era para una joven y hermosa dama llamada Rosamond, y si quería casarse conmigo era porque estaba seguro de que yo sería una esposa apropiada para un misionero y ella no. Es un hombre bueno e impresionante, pero severo, y, para mí, frío como un bloque de hielo. No es como usted, señor. A su lado no era feliz, su presencia me intimidaba. No siente nada por mí, ni pasión, ni afecto, ni siquiera el propio de la juventud. Lo único que aprecia es mi disposición mental. ¿Es por él que debo abandonarle, señor?

Me estremecí sin querer, y el escalofrío me hizo abrazarme con más fuerza a mi ciego y amado señor. Él sonrió.

—¿Qué me dices, Jane? ¿Es eso verdad? ¿Es esta la verdadera naturaleza de la relación que te une con tu primo?

—Exactamente esta, señor. ¡No tiene por qué sentir celos! Solo quería burlarme un poco de usted para que olvidara sus penas: pensé que siempre era mejor la ira que la pesadumbre. Pero si lo que usted desea es mi amor, ya lo tiene: estaría orgulloso y satisfecho de ver cuánto le quiero. Mi corazón le pertenece, señor, es suyo y con usted permanecerá aunque el destino nos separe para siempre.

Mientras me besaba de nuevo, oscuros pensamientos nublaron su rostro.

—¡Mi vista perdida! ¡Mis fuerzas mutiladas! —murmuró pesaroso.

Traté de consolarle con mis caricias. Sabía lo que estaba pensando y habría deseado hablar por él, pero no me atreví. Distinguí el brillo de una lágrima cayendo por sus mejillas desde los párpados cerrados y el corazón se me partió.

—No soy mejor que el viejo castaño agonizante del huerto de Thornfield —susurró unos minutos después—. ¿Y qué derecho tiene una ruina a obligar que las flores frescas cubran su decadencia?

—Usted no es ninguna ruina, señor, ni un tronco quebrado por un rayo; mantiene el verdor y la lozanía, y las plantas crecerán alrededor de sus raíces, lo quiera o no, porque aprecian su generosa sombra. Y al crecer se enredarán en torno a su tronco, y le darán su aliento a cambio de la fuerza que emana de usted.

La sonrisa que regresó a sus labios me confirmó que había logrado consolarle.

—¿Te refieres a los amigos, Jane? —preguntó.

—Sí, claro, a los amigos —respondí en un tono algo vacilante.

Porque yo hablaba de algo más que amistad, pero no sabía qué otra palabra usar. Él vino en mi ayuda.

—¡Ah, Jane! Pero yo quiero una esposa.

—¿Una esposa, señor?

—Sí. ¿Acaso te sorprende?

—Por supuesto. No lo había mencionado antes.

—¿Te parece una mala noticia?

—Eso depende de las circunstancias, señor, y especialmente de su elección.

—Entonces, elige tú por mí, Jane. Aceptaré tu decisión sin rechistar.

—Bien señor, escoja a aquella que más le ame.

—Creo que optaré por aquella a quien yo más amo. Jane, ¿quieres casarte conmigo?

—Sí, señor.

—¿Con un pobre ciego al que tendrás que llevar de la mano?

—Sí, señor.

—¿Con un hombre mutilado, veinte años mayor que tú, al que te verás obligada a cuidar?

—Sí, señor.

—¿De verdad, Jane?

—Sin ninguna duda, señor.

—¡Oh, amor mío! ¡Que Dios te bendiga y te recompense!

—Señor Rochester, si alguna vez en la vida hice una buena obra, si alguna vez tuve un buen pensamiento, si alguna vez recé una oración sincera y libre de culpas, si alguna vez expresé un deseo correcto, ahora estoy obteniendo mi recompensa. Ser su esposa es, para mí, convertirme en la mujer más feliz de la tierra.

—¿Disfrutas sacrificándote?

—¡Sacrificándome! ¿Dónde está el sacrificio? Cambio el hambre por el alimento, expectativas por satisfacción... ¿Acaso tener el privilegio de abrazar a quien más quiero en el mundo, de apretar los labios contra los del hombre que amo, y de apoyarme en quién más confío, puede considerarse un sacrificio? Si es así, entonces sí, disfruto sacrificándome.

—¿Olvidas mis enfermedades, Jane? ¿Ignoras mis carencias?

—Señor, para mí no significan nada. Le amo más ahora que le puedo ser útil, que cuando proclamaba orgulloso su independencia, cuando despreciaba cualquier papel que no fuera el de generoso protector.

—Hasta este momento, la idea de necesitar ayuda me repugnaba, odiaba depender de que alguien me guiara. Pero a partir de ahora, creo que ya no volveré a odiarlo. No me gustaba tener que dar la mano a un criado, pero resulta agradable sentir en ella la presión de los dedos de mi Jane; prefería la más amarga soledad al servilismo constante, pero sé que la dulce solicitud de Jane será una fuente de alegría. Jane me sienta bien. ¿Le siento yo bien a ella?

—Hasta la fibra más pequeña de mi cuerpo, señor.

—Si es así, no tenemos nada que esperar: casémonos inmediatamente.

Su aspecto y su voz habían recobrado la fuerza; regresaba el ímpetu que había sido propio de él en el pasado.

—Tenemos que unir cuanto antes nuestros cuerpos, Jane. Solo necesitamos la licencia, y luego nos casaremos.

—Señor Rochester, el sol se está poniendo y Pilot ya se ha ido a casa en busca de la cena. Déjeme echar una ojeada al reloj.

—Cuélgalo de la cintura, Jane, y llévalo tú de ahora en adelante. A mí no me sirve de nada.

—Son casi las cuatro de la tarde, señor. ¿No tiene hambre?

—La boda se celebrará dentro de tres días, Jane. Ahora ya no me preocupan los vestidos bonitos, ni las joyas: sé que no tienen ningún valor.

—El sol ha secado las gotas de lluvia, señor. Las brisa ha parado y hace calor.

—¿Sabes, Jane, que llevo tu collar de perlas anudado al cuello por debajo de la corbata? Lo puse ahí el mismo día que perdí mi único tesoro, como homenaje.

—Regresemos a casa por el bosque: así caminaremos por la sombra.

Él siguió dando rienda suelta a sus pensamientos sin hacerme caso.

—¡Jane! Quizá pienses de mí que soy un perro pagano, pero te aseguro que en estos momento mi corazón rebosa gratitud hacia el benévolo Dios que protege la tierra. Él no ve como vemos los hombres; ni juzga como nosotros, sino con una sabiduría infinita. Yo me equivoqué: estuve a punto de manchar a mi flor inocente y de lanzar mi aliento culpable sobre su pureza, y por ello el Todopoderoso la separó de mí. Yo, sumido en la más obstinada rebeldía, maldije su voluntad. En lugar de doblegarme ante su decreto, lo desafié. La justicia divina siguió su curso y mi vida se llenó de desgracias: me vi obligado a pasar muy cerca del oscuro valle de la muerte. Sus castigos son implacables: uno solo me dejó humillado para siempre. ¿Recuerdas lo orgulloso que me sentía de mi fuerza? ¿Dónde ha ido a parar aquel vigor ahora que, como el niño más débil, necesito la mano de otros para avanzar? Solo en los últimos días he empezado a ver y reconocer la mano de Dios en mi destino. Comencé a experimentar remordimiento, me arrepentí y deseé reconciliarme con el Creador. Incluso empecé a rezar: eran oraciones muy breves, pero llenas de sinceridad.

»Hace unos días, mejor dicho, puedo darte su número exacto, cuatro, porque fue el lunes por la noche, me invadió un extraño estado de ánimo: la angustia ocupó el lugar del frenesí y la tristeza substituyó a la rabia. Tu desaparición absoluta me había llevado a pensar que habías muerto. Esa noche, muy tarde, entre las once y las doce, supliqué a Dios que se apiadara de mí y me llevara consigo al otro mundo, donde podría al menos albergar la esperanza de reunirme de nuevo con mi amada Jane.

»Estaba en mi habitación, sentado junto a la ventana abierta. La suave brisa de la noche me calmaba y, aunque ya no puedo contemplar las estrellas, vislumbraba un destello difuso y luminoso que reconocí como la luna. ¡Te echaba de menos, Jane! ¡Te añoraba con todo mi cuerpo y toda mi alma! Y le pregunté a Dios, en un tono de profunda humildad, si no había sufrido ya bastante desolación, bastante tormento, bastante aflicción; si no había llegado ya la hora de probar la paz y el sosiego. Sabía que merecía todo lo que había recibido, pero apelé a su misericordia: Dios sabe que ya estaba al límite de lo que podía soportar. Entonces, de mi corazón surgió el primero y el último de mis deseos, y, sin querer, tu nombre se escapó de mis labios y grité: "¡Jane! ¡Jane! ¡Jane!".

—¿Dijo estas palabras en voz alta?

—Sí, Jane, las grité con tal ferocidad que, si alguien me hubiera oído, habría pensado que desvariaba.

—¿Y dice que fue el lunes por la noche, alrededor de las doce?

—Sí, pero la hora no tiene importancia. Lo extraño fue el hecho que sucedió a continuación. Me acusarás de ser supersticioso, y con razón, pues el rastro de la superstición siempre ha corrido por mis venas, pero te juro que lo que voy a explicarte es la verdad.

»Después de gritar tu nombre, una voz (ignoro de dónde procedía, pero pude reconocerla sin ninguna duda) respondió "¡Ya voy! ¡Espérame!", y un momento después el viento me susurró estas palabras al oído, "¿Dónde estás?".

»No puedo explicarte los pensamientos e imágenes que estas palabras produjeron en mi mente. Como ves, Ferndean es un lugar aislado, enterrado en un bosque tan frondoso que sofoca cualquier sonido. En cambio esa voz preguntándome "¿Dónde estás?" cruzó las montañas, y el eco me devolvió la pregunta. En ese momento un viento más frío me acarició la frente: tuve la impresión de que Jane y yo estábamos juntos en un paraje agreste y solitario. Creo que nuestros espíritus se encontraron. Supongo que a esas horas tú estarías dormida: quizá tu alma salió de su celda para consolar a la mía, porque, tan seguro como que yo estoy aquí ahora, era tu voz la que oí. ¡Eras tú!

Lector, fue el mismo lunes a medianoche cuando también yo oí esa llamada misteriosa, y fueron exactamente estas palabras las que pronuncié como respuesta. Escuché el relato del señor Rochester con atención, pero no añadí nada. La coincidencia me pareció demasiado sorprendente e inexplicable como para hablar de ella. Cualquier cosa que yo dijera causaría una profunda impresión a una mente que, tendente ya a la oscuridad debido a los padecimientos sufridos, lo último que necesitaba era oír hablar de intervenciones sobrenaturales. Por lo tanto, guardé estas ideas en el fondo de mi corazón.

—Ahora ya no te extrañará —prosiguió el señor— que dudara de la realidad de tu súbita aparición; me costaba creer que no fueras una visión, una voz, algo que se fundía en el silencio y en la nada, igual que antes se había fundido con el susurro del viento y el eco de las montañas. Ahora, solo me queda dar gracias a Dios de que no sea así. ¡Gracias, Dios mío!

Me hizo bajar de sus rodillas y se puso de pie; se quitó el sombrero en señal de respeto y, dirigiendo sus ojos ciegos hacia el suelo, rezó en silencio. Solo pronunció en voz alta las últimas palabras de esa plegaria.

—Doy gracias al Creador por haberme juzgado con misericordia. Pido humildemente a mi Redentor que me dé fuerzas para llevar una vida más pura de ahora en adelante.

Después, su mano buscó la mía. La cogí, la acerqué un instante a mis labios, y luego la coloqué sobre mi hombro. Como era mucho más baja que él, le servía de guía y de muleta al mismo tiempo. Nos adentramos en el bosque y emprendimos el regreso a casa.

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