PARTE VII: BAJO CUSTODIA
CAPÍTULO 88
—Es inútil, no puedo. Ni siquiera sé cómo lo hice la primera vez —meneó la cabeza Sabrina, descorazonada.
Llevaba un buen rato con las manos extendidas hacia la enorme columna de piedra, tratando de invocar una descarga eléctrica, sin éxito.
—La primera vez, lo hiciste desde una emoción potente: enojo —le dijo Dana—. Debes enfocarte en esa emoción. Recuerda cómo te sentiste y trata de repetirlo en tu mente.
Sabrina arrugó el entrecejo y cerró los ojos con fuerza. Volvió a extender las manos. Nada.
—¿Es que ninguno de ustedes se da cuenta del riesgo que estamos corriendo al hacer esto? —volvió a tratar de disuadirlos Augusto.
—¿Qué te pasa? —lo cuestionó Dana—. Si mal no recuerdo, tú te has metido en situaciones mucho más peligrosas que esta. Si no tienes una mejor idea, te sugiero que te llames a silencio y dejes que Sabrina al menos aborde esto sin tener que escuchar tus intentos de asustarla.
—Discutir entre nosotros no logrará que esta niñita mimada salga de su postura de princesita insulsa y se comporte como una adulta en vez de una criatura lloriqueante —intervino Bruno.
—¿A quién estás llamando princesita insulsa? —se volvió hacia él Sabrina con los puños apretados.
—Liam creía en ti. Estaría muy decepcionado con tu pusilánime comportamiento —siguió Bruno con desdén.
Sabrina apretó los dientes y llevó instintivamente su mano a la ballesta que colgaba de su cintura.
—Bruno... —trató de apaciguarlo Augusto, pero Dana lo detuvo de un brazo y Augusto guardó silencio.
—No, no uses tu ballesta conmigo, eso es cobarde también —siguió Bruno, azuzando a Sabrina.
—¡Eres un maldito! —le gritó Sabrina, lanzándose al cuello de él.
Bruno la tomó de las muñecas y desvió los brazos de la chica justo a tiempo hacia el pilar de roca. La descarga eléctrica que salió de las manos de ella fue descomunal. Augusto y Dana se cubrieron las cabezas con sus brazos. Bruno solo atinó a cerrar los ojos, pero no soltó las manos de Sabrina. El enorme menhir explotó en mil pedazos. La onda de choque fue brutal y los hizo volar por los aires a todos, haciéndolos aterrizar violentamente en la arena a varios metros de la destruida clavija.
Sabrina se refregó los ojos, tosiendo arena. Cuando apoyó la mano sobre el suelo para incorporarse, notó enseguida la humedad. Su mano no estaba apoyada sobre arena, sino sobre un suave césped regado con el rocío de la mañana.
—¿Qué...? —abrió la boca asombrada la princesa, mirando en derredor.
La rodeaba un bosque fantástico y perfecto con frondosos árboles, helechos gigantes y flores multicolores alrededor de las cuales revoloteaban coloridas mariposas. El sol de la mañana penetraba entre las copas de los árboles, haciendo brillar las hojas húmedas y dando un toque mágico a todo el lugar.
—Arundel —rió Dana desde atrás—. ¡Lo lograste, Sabrina!
La chica se dio vuelta y vio a Dana levantándose del suelo, con la mirada extasiada. Augusto y Bruno comenzaban también a recuperarse del golpe y se incorporaron unos metros hacia la izquierda.
—Es incluso más hermoso que Avalon —dijo Augusto con voz queda.
—Sabrina... —comenzó Bruno—. Lo que te dije... solo lo hice para provocarte, solo lo hice...
—Lo sé —respondió Sabrina—. Lo entendí cuando abrí los ojos y vi este magnífico lugar. Gracias —se acercó a él y le extendió una mano.
—De nada —le estrechó la mano Bruno.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sabrina a los demás.
—Hay un sendero —indicó Augusto unas lajas de piedra que formaban un camino entre las raíces de los árboles—. Supongo que, si lo seguimos, encontraremos a los druidas.
Pero no fue necesario internarse por el camino de piedra para encontrar a alguien, pues las palabras de Augusto fueron coronadas por la aparición de veinte seres vestidos de blanco y con los rostros ocultos por las capuchas de sus mantos. Los seres los rodearon en silencio, tomados de las manos. No estaban armados ni parecían tener una actitud amenazante, pero Augusto no pudo evitar preocuparse al sentir el potente campo de energía que emanaba de sus manos unidas.
—Están intentando paralizarnos —advirtió Sabrina, levantando sus manos y apuntando sus dedos separados a los seres.
—No —la detuvo Dana—. Ponte esto —le alcanzó el colgante de obsidiana que había estado resguardando mientras Sabrina intentaba romper el Bucle—. No manejaremos esta situación con amenazas de agresión.
Sabrina tomó el colgante y se lo puso alrededor del cuello, suspirando con reticencia. Arundel o no Arundel, no le gustaba ponerse a merced de otros por propia voluntad.
—Venimos en paz, lo prometo —levantó las manos Dana en rendición, paseando la mirada por los seres que los rodeaban.
—Invasores —comenzó uno de los seres, bajando su capucha y descubriendo un rostro de piel blanca y delicada, enmarcado por una barba rojiza—, revelen ahora mismo sus identidades, sus propósitos y los métodos que utilizaron para romper el Bucle y llegar hasta este lugar sagrado.
—Con gusto —accedió Dana enseguida—. Mi nombre es Dana, este es Augusto y este es Bruno —los presentó—, y esta mujer —tomó a Sabrina del brazo y la empujó hacia adelante— es Sabrina Margaret Madeleine Eleonora Isabel de Tirso —anunció con solemnidad.
El druida pelirrojo no pareció impresionado:
—Esos nombres no me dicen nada.
—Pues deberían —dijo Dana—. La profecía salió de ustedes después de todo.
El druida solo frunció el ceño.
—Sabrina es la Reina de Obsidiana —clarificó Augusto.
Eso lo cambió todo y no hubo ni siquiera necesidad de responder acerca de sus propósitos ni de cómo habían hecho para desbaratar la trampa del Bucle. El druida hizo una seña a sus compañeros, que se soltaron inmediatamente de las manos, aunque no se movieron de sus lugares. El campo de energía que mantenía a los recién llegados encerrados adentro del círculo de druidas se desvaneció.
—Deben acompañarnos al palacio en la ciudadela —dijo el druida.
—Por supuesto —aceptó enseguida Dana.
—Sin armas —dijo el otro.
Augusto suspiró y miró de reojo a Dana, quien asintió en silencio. De mala gana, Augusto se desprendió el cinto con su espada envainada y la tiró al suelo. Sabrina desenganchó la ballesta de su cadera izquierda y la apoyó despacio sobre el césped. Bruno desenfundó su pistola, abrió el cargador y sacó las balas para que no se disparara por accidente en manos de los sylvanos. Luego bajó todo al suelo como los demás. Solo Dana no arrojó ningún arma, pues ya no llevaba su puñal.
Dos de los sylvanos se acercaron y recogieron las armas con cuidado. El de barba roja que había dirigido la entrevista se acercó a Dana y extendió una mano:
—Deben entregar también los objetos de poder —señaló el relicario de oro que colgaba del cuello de Dana.
—¿Esto? —lo tomó Dana entre sus manos con nerviosismo—. Esto es solo un regalo de mi esposo, es solo...
—Ahora —exigió el otro.
Dana se mordió el labio inferior, reluctante. Después de un momento de duda, se quitó el collar y lo entregó al druida.
—Deben tener cuidado de no tocar el contenido de esto con las manos desnudas, es peligroso —advirtió Dana.
El otro asintió sin decir palabra y metió el relicario en un bolsillo oculto de su túnica blanca.
—¿Podemos preguntar su nombre? —inquirió la esposa de Lug.
—Meliter —respondió el otro—. Vamos —los invitó a seguirlo con la mano—. Nuestro Venerable Druida Iriad querrá escuchar su historia.