La voz ✔

By ManuelVilleda

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¿Qué es esa voz que habla directamente en sus mentes, dirigiendo sus actos y pensamientos, aterrándolos con p... More

Prólogo: 1
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Primera parte: Capítulo Uno: Los Elegidos: 1
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Primera parte: Capítulo 2: El rito: 1
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Segunda parte: Capítulo I: Los Cazadores: 1
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Epílogo

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By ManuelVilleda

Jennifer Belrose, Bellarosa, de pequeña soñó con llegar a ser muchas cosas. Desde tierna edad la consideraron bonita, y así era, las fotos de ese tiempo lo confirmaban. Su piel era tersa y blanca, su cabellera castaña y los ojos, avellanados.

Soñó con ser astronauta; después, que sería una doctora excepcional; una hermosa e intrépida abogada; cuando supo que era bonita, soñó con ser modelo; luego, cantante; y, más tarde, bailarina profesional.

Soñó muchas cosas.

Decididamente, ladrona, estafadora, asesina, integrante de una banda criminal que llegó a denominarse los Cazadores, no era una de ellas. Que además de ello también participaría de un ritual brujeril para aferrarse a la siempre voluble vida terrenal, era impensable.

Pero allí estaba, así habían ido las cosas. No se arrepentía de nada. Es más, deseaba con todo su ser que el conjuro saliera bien. Necesitaba la seguridad de la certeza de que su vida estaría menos expuesta para llevar a cabo algunos de sus planes.

De pequeña la llevaban a misa los domingos, y aunque no era muy devota, no le disgustaba. Le gustaban mucho los cánticos del coro, la voz melodiosa del cura cuando daba su sermón, el ambiente de tranquilidad y paz que se respiraba en el interior de la parroquia. Le gustaba ver a la gente con sus mejores galas, respetuosos, saludando y sonriendo, incluso a los niños. Era ella una buena niña, y sus padres, unos buenos padres.

Lo que nunca había entendido era que, si eran unos buenos padres, porqué Dios permitió que murieran en un trágico accidente de auto. Pero así había ocurrido y ella quedó huérfana a los diez años de edad. El dolor vívido era indescriptible, la soledad subsiguiente, insoportable y enloquecedora.

Después del accidente recuerda haber rezado entre llantos hasta que el sueño la alcanzaba y la envolvía en su cálido y sedante abrazo; cuando despertaba por la mañana albergaba la esperanza de que todo hubiera sido una horrible pesadilla. Pero la realidad la golpeaba con abrumadora fuerza: despertaba en casa de sus tíos, en una habitación que no era la suya, en una casa que no era la suya, con una familia que no era la suya, escuchando el llanto de una niña que no era hermana suya.

No se supera el dolor por la pérdida de los padres, no obstante, se aprende a vivir con ello. Ella no lo sabía, pero era casi como perder un miembro, una mano, una pierna, algo que nunca llegas a recuperar, que siempre necesitarás y echarás en falta, sin embargo, aprendes a vivir con esa ausencia. Lloraba a veces, echándolos de menos, a la mañana siguiente se sentía mejor y descubría que la vida continúa.

La vida continúa. Siempre continúa, no importa qué ocurra o qué falte, incluso si faltamos nosotros.

Ya había superado la pérdida de sus padres. Aún iba a la iglesia y hacía sus rezos como los demás, puede que hasta se estuviese convirtiendo en devota. Sus tíos la mimaban tanto como a su pequeña hija, que sería muy hermosa. Muchos decían que era igual a ella cuando era pequeña. La primera vez que le dijeron esto sus tíos, los miró con mirada triste y deseó de todo corazón que no se quedara huérfana a temprana edad.

Era un doce de julio, jamás olvidaría esa fecha. Tenía trece años y cursaba primero básico. Sus pechos empezaban a desarrollarse, turgentes, de pezones rosados; afortunadamente no había tenido su primera menstruación, sino..., no le gustaba pensar en lo que pudo haber ocurrido.

Había ido a casa de una compañera para hacer una tarea de ciencias naturales. Terminaron a las siete, todavía era temprano. La casa de sus tíos distaba a unas seis manzanas, no era una gran distancia. Además, las calles estaban iluminadas por decenas de farolas.

Se despidió de Mary y Daniela a las puertas de la casa de la primera, con el libro de la tarea abrazado contra el pecho. La niebla había empezado a surgir, etérea desde el Subín, y le produjo un sentimiento de desasosiego. Pero todavía era muy tenue; creyó que podría recorrer las seis manzanas antes de que se volviera densa y húmeda.

Una cuadra después, la niebla ya era espesa y el miedo la atenazaba con la fuerza de un niño que se aferra a su madre. Durante un segundo tuvo la certeza de que debía regresar, pero esa certeza desapareció tan rápido como había llegado, reemplazada por el pensamiento de que podía llegar a casa, de que debía llegar a casa.

Surgieron en la tercera manzana, justo a mitad de trayecto, en calle Azul, a una cuadra de la margen derecha del Subín, donde la niebla era muy espesa y empapaba como rocío. Eran tres sombras recortadas contra lo blanco de la niebla, como los espíritus que se decía venían con la bruma para hacer de las suyas. Jennifer dejó escapar un gritito, pensando que efectivamente estaba ante tres de estos espíritus.

Los espíritus se acercaron y Jennifer retrocedió, sintiendo cómo el miedo la envolvía como la niebla en la que se hallaba. Giró sobre los talones para echarse a correr, pero los espíritus fueron más rápidos. Uno de ellos la tomó por la muñeca y la hizo retroceder de un brusco tirón. Dos fuertes brazos la apresaron por la espalda y sintió el aliento a alcohol y a marihuana golpearle con fuerza el rostro.

Al final resultó que no eran espíritus de la niebla, sino tres tipos que habían estado bebiendo y fumando hierba en la esquina. Probablemente la esperaban, quizá solo fue una infortunada coincidencia. Nunca lo supo.

Es increíble que aún intentara mantener el control en aquel momento. Pidió con amabilidad (tanto sus padres como sus tíos le inculcaron siempre buenos modales) que por favor la dejaran ir. Los tres tipos, bastante tocados para sentirse osados, pero no tanto para no saber lo que hacían, se carcajearon a su costa. Cuando uno de ellos le robó el primer beso, con su aliento apestoso a ron barato, empezó a gritar.

Los borrachos, que sabían que estaban en una calle transitable, la llevaron en volandas a orillas del río, donde la niebla era tan espesa que apenas se veía a un metro de distancia.

Solo se habían internado unos diez metros en el estrecho callejón, en los que ella no dejó de gritar y tirar patadas, cuando una patrulla, con las intermitentes de la torreta encendidas, se detuvo en la bocacalle. El alivio que sintió fue monumental.

Dos policías bajaron y con lámparas de mano alumbraron a los costados. Los borrachos, en lugar de soltar su presa y salir corriendo, lograron acallarla con la playera hedionda de uno de ellos, y con pasos sigilosos, con la velocidad de una tortuga, siguieron retrocediendo. Jennifer ya no pudo emitir ningún sonido de alerta. Uno de los oficiales encontró el cuaderno de la muchacha y lo tiró a la palangana de la patrulla.

―Al parecer algún niño ha estado jugando en la niebla ―comentó a su compañero con despreocupación.

Alumbró una última vez el callejón, donde inexplicablemente no vio (o se hizo de la vista gorda) las tres sombras que retrocedían con lentitud, llevando con ellas una cuarta sombra más pequeña, indicó a su compañero que subieran, y se alejaron como si nada.

A mitad de manzana, un viejo con una prominente barriga cervecera estaba recostado en la cerca de su terreno, orinando en dirección a la calle con la seguridad de que nadie lo vería. Jennifer lo miró, incluso vio su miembro fofo y arrugado; en cambio el hombre, tras alzar la vista y preguntar si había alguien allí, se dio la vuelta y corrió a meterse a la casa, como si en lugar de verlos a ellos hubiera visto a algún monstruo de la niebla.

En el momento que el hombre dio la vuelta y salió corriendo, Jennifer comprendió que estaba perdida. El miedo se convirtió en terror y casi pudo sentir cómo se regocijaban los borrachos ante su buena suerte.

No habían llegado todavía a la orilla del Subín cuando empezaron a hurgar entre sus ropas, a manosearla. Una mano se metió entre su sostén, y otra, callosa y áspera, empezó a hurgar entre sus piernas.

Despertó justo antes de revivir el episodio más terrible de su vida. Durante un aterrador instante que duró un latido de corazón pensó que todavía estaba en la bruma, a merced de las tres sombras. Hasta que miró al Seco que dormía a su lado, en el camastro del segundo cuarto de la cabaña. El sexo los había dejado agotados. Jennifer lo miró fascinada y asustada, sin dejar de sentir culpa.

Era el primer hombre con el que disfrutaba del sexo. Antes de Jaime únicamente había llegado al orgasmo ella sola y con otras mujeres. Hasta hace poco se había considerado completamente lesbiana. Había tenido sexo con otros hombres sí, pero lo había aborrecido, y solo lo utilizaba cuando le reportaba alguna utilidad a ella o a la banda.

A raíz de la violación sufrida a los trece años había cogido un odio exacerbado por todo el género opuesto, por toda la sociedad, a decir verdad, pero sobre todo contra los hombres. Odiaba a los tipos que le habían arrebatado la niñez; odiaba a los policías que no la rescataron; odiaba al tipo del miembro fofo; en general, los odiaba a todos.

A los tres violadores, a los policías y al tipo del miembro fofo, les regaló una gran sonrisa roja, y aún pensaba regalar muchas más...

Miró el reloj de pulsera y vio que faltaba poco para las seis de la tarde. Se puso de pie de un salto y zarandeó sin miramientos a su amante.

―Despierta, Seco. Mira que se nos hace tarde.

Jaime, flaco y desgarbado, de largo cabello claro, se incorporó con los ojos entrecerrados.

―Cinco minutos más.

Jennifer le dio un puntapié en el vientre, al tiempo que brincaba en una pierna para enfundarse la otra manga del vaquero.

―Está anocheciendo, baboso. Él dijo que la policía vendría.

Jaime, el Seco, o el León cuando se ponía la máscara, brincó del camastro y empezó a vestirse sin dejar de murmurar que tendrían que haber puesto alarma.

―No ―le corrigió Jennifer―. Lo que tuvimos que hacer fue quemar esta mierda en vez de coger.

―Pero, ¿ah que te gustó?

―Los bidones, ¿dónde están? ―preguntó Bellarosa, haciendo caso omiso de Jaime.

―Bajo aquellos tablones.

Había cuatro recipientes de gasolina. Jennifer cogió dos y empezó a rociar las paredes y el techo.

―¿Estás seguro de que ya no hay nada útil tirado por ahí? ―preguntó.

―Solo basura ―respondió Jaime, cogiendo los otros dos bidones.

Rociaron la cabaña y el auto de un solo faro de forma concienzuda a pesar de que Jennifer casi podía sentir a la policía tras su espalda. Por experiencia sabía que las prisas solo llevan a cometer algún error, un error que podía guiar a la policía hasta ellos y de allí a la cárcel. ¿De qué servía la inmortalidad si tienes que pasarla encerrada?

El crepúsculo llegó y se fue mientras los dos Cazadores terminaban su tarea. Luego se alejaron unos diez metros en dirección al río. Jennifer encendió la mecha de la botella que sostenía Jaime y este la arrojó a la cabaña, que prendió al instante como en un acto de magia. Le sorprendió que no hiciera ¡Boom! La cabaña contagió al auto, que se vio lamido por una enorme lengua de fuego.

Las llamas alcanzaron más de diez metros de altura durante la explosión inicial, en la que la casa ardió como una enorme hoguera de campamento, luego decrecieron hasta ser apenas más altas que la cabaña que se consumía. En esos momentos el coche explotó.

Habían construido la cabaña con madera vieja, robada del aserradero de los Garay, ubicado a la salida de Aguasnieblas camino de Sayaxché. Su intención no fue hacerla resistente, sino simplemente útil. ¡Y vaya que les resultó de utilidad!

A pesar de que allí torturaron a cuatro de los cinco chicos, asustándolos hasta los huesos, haciéndoles creer que morirían bajo tortura tendidos en la vieja mesa de ébano; a pesar de las grandiosas sesiones de sexo que había vivido allí con Jaime; a pesar de todo lo demás, Jennifer estaba encantada de verla arder.

Nunca le había gustado la cabaña, ni lo mugrosa que era, ni la sangre que salpicaba todo, ni la horrible mesa con saber qué pasado encima, ni las herramientas en la otra mesita o pendidas de clavos. La aborrecía y le alegraba sobremanera que se consumiera.

La cabaña siguió ardiendo. Agotada la fuerza inicial de la gasolina, encontró combustible en la madera y el pasto seco que la rodeaba. Jennifer comprendió, en el momento en que la lengua de fuego alcanzó el zacate, que el fuego no se limitaría a consumir la cabaña. No pudo evitar una sonrisa por la astucia de Él. Aunque era una pena que el bosque ardiera, el incendio distraería a toda Aguasnieblas.

El fuego consumió a gran velocidad el pasto seco y apachurrado y empezó a saltar a los matorrales verdes que rodeaban la cabaña. Sobre el crepitar de las llamas escuchó el sonido de unas sirenas y alcanzó a ver, a través del humo y las llamas, las patrullas que empezaban a llegar.

―Hora de irnos ―manifestó Jaime.

Bellarosa asintió y lo siguió, abriéndose paso a tropezones y a tientas entre el follaje, hasta que, unos diez minutos más tarde, alcanzaron el Subín, cuya superficie aparecía cubierta por la niebla. De alguna manera a Jennifer le pareció el cuerpo gigante de una serpiente cubierto por una mortaja. Odiaba las serpientes.

El esquife estaba atado a un viejo amate. Saltó al interior, seguida por Jaime, que se había detenido para deshacer el nudo. La corriente empezó a arrastrarlos río abajo, hacia Aguasnieblas, hacia la noche que debería cambiar sus vidas para siempre.

Volvió la vista en dirección a la cabaña, donde el fuego teñía el cielo de naranja. El resplandor, si seguía creciendo, pronto sería visible desde el pueblo. Ese fuego la hizo pensar en el infierno. Si este existía, ellos se estaban ganando un sitio de honor en él. Aunque Él aseguraba que no existía tal cosa, que no existía ni el bien ni el mal, solo la naturaleza y ciertos trucos que en la misma se habían confeccionado en el transcurso de los eones.

Con todo, Jennifer tenía sus dudas al respecto. Lo único de lo que estaba segura era de que quería ese poder que Elliam les ofrecía. Aún tenía muchas cuentas que ajustar con el mundo. La vida había tratado mal a la chica equivocada.

En medio de un silencio sepulcral, siguieron deslizándose por el cuerpo de la enorme serpiente que era el Subín. Atrás, el incendio en la selva seguía creciendo.

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