Jane Eyre

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Jane es una niña huérfana que se ha educado en un orfanato miserable. Sin embargo, pese a todas las adversida... More

Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Capítulo XXXIV
Capítulo XXXV
Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVII
Capítulo XXXVIII

Capítulo XVI

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Tras una larga noche de insomnio, la idea de ver al señor Rochester me inspiraba a la vez deseo y aprensión: quería volver a oír su voz, pero temía cruzarme con su mirada. Durante las primeras horas de la mañana esperé que irrumpiera en la sala de estudios de Adèle; no es que lo tuviera por costumbre, pero lo había hecho algunas veces anteriormente y yo estaba convencida de que ese día nos visitaría.

Sin embargo, la mañana transcurrió sin sobresaltos, sin que nada ni nadie interrumpiera el sosegado transcurso de las lecciones. Lo único extraordinario fue un cierto bullicio que llegó hasta nosotras poco después de desayunar, procedente de la habitación del señor Rochester. Distinguimos la voz de la señora Fairfax, la de Leah y la de la cocinera -la esposa de John-, e incluso el tono brusco de este último, cuando pronunciaban frases del estilo de: «¡Fue una suerte que el señor no ardiera en su cama!», «Siempre resulta peligroso dejar una vela encendida durante la noche», «¡Gracias a Dios que tuvo la suficiente serenidad como para acordarse del agua de la jarra!», «Me extraña que no despertara a nadie», «Esperemos que la noche en el sofá de la biblioteca no tenga como consecuencia un mal resfriado», etcétera.

Estas exclamaciones fueron seguidas por el rumor de escobas y otros útiles de limpieza, y cuando pasé por delante de la habitación para ir a comer, vi a través de la puerta que todo el aposento, a excepción de la cama sin hacer, había recuperado su aspecto habitual. Leah estaba encaramada al alféizar de la ventana, fregando los cristales que el humo había ennegrecido. Fui hacia ella porque me intrigaba saber qué explicación se había dado al asunto. Sin embargo, mientras avanzaba, descubrí que había una segunda persona en la sala, una mujer sentada junto a la cama, ocupada en la tarea de coser las anillas a las cortinas nuevas. Esta mujer no era otra que Grace Poole.

Estaba allí, con aquel aire formal y taciturno típico de ella, enfundada en su bata marrón, con el delantal a cuadros, el pañuelo blanco y la cofia. Parecía absorta en su cometido y nada había en sus vulgares facciones que revelara el pánico o la desesperación que cabría esperar ver reflejados en el semblante de una asesina que había sido descubierta, seguida hasta su guarida y (según yo creía) acusada por su presunta víctima del crimen que había intentado cometer. Yo no salía de mi asombro. Ella levantó los ojos y nuestras miradas se cruzaron: no se ruborizó ni perdió la compostura; nada en su expresión traicionaba la menor emoción, ya fuera culpabilidad o temor a las consecuencias.

-Buenos días, señorita -dijo en su habitual tono conciso y flemático antes de proseguir con su tarea.

«Esa absoluta frialdad está más allá de mi comprensión», pensé, y al momento decidí ponerla a prueba.

-Buenos días, Grace. ¿Ha pasado algo extraño? -pregunté-. Me pareció oír voces hace un rato.

-El señor, que estuvo leyendo en su cama y se durmió con la vela encendida. El fuego prendió en las cortinas; por suerte se despertó antes de que las llamas alcanzaran las sábanas o los muebles, y consiguió sofocarlas con el agua de la palangana.

-¡Qué raro! -dije en voz baja; luego, sin dejar de mirarla, continué-: ¿No despertó a nadie el señor Rochester? ¿Nadie le oyó moverse?

Ella volvió a alzar los ojos hacia mí, y esta vez pude vislumbrar en su expresión un rastro de sospecha. Antes de responder, se tomó la molestia de observarme con gran cautela.

-Señorita, usted ya sabe que el área del servicio está demasiado apartada; es improbable que los criados oyeran nada. Las habitaciones de la señora Fairfax y de usted son las que quedan más próximas a la del señor, pero la señora Fairfax dice que no oyó ningún ruido. La gente mayor suele tener el sueño pesado. -Se detuvo, y luego añadió con fingida indiferencia, pero en un tono significativamente marcado-: Sin embargo, usted es joven, señorita, y yo diría que tiene el sueño ligero. ¿Tal vez escuchó algo fuera de lo habitual?

-Sí -dije bajando la voz, para que Leah, que seguía enfrascada en los cristales, no pudiera oírme-, y al principio pensé que se trataba de Pilot, pero Pilot es incapaz de reírse y yo estoy segura de que fue una risa lo que llegó hasta mis oídos: una risa muy extraña.

Grace cogió un nuevo ovillo de hilo, lo deshizo cuidadosamente, enhebró la aguja con mano firme, y después replicó, sin dar la menor muestra de agitación:

-En mi opinión, es poco probable que el señor se riera en medio de esa situación de peligro. Debió de soñarlo, señorita.

-No fue un sueño -repuse, irritada por su cínica frialdad.

Ella volvió a mirarme, y en sus ojos penetrantes brillaba otra vez ese destello de sospecha.

-¿Le ha contado al señor que oyó esa risa? -preguntó.

-No he tenido oportunidad de hablar con él esta mañana.

-¿No se le ocurrió abrir la puerta de su habitación y asomarse al corredor? -siguió preguntando.

Parecía un interrogatorio; intentaba sonsacarme sin que yo me diera cuenta. Esa idea me hizo pensar de repente que, si dejaba traslucir mis sospechas, podría convertirme en la siguiente víctima de sus bromas macabras. Decidí, por lo tanto, proceder con cautela.

-Al contrario -contesté-. Cerré la puerta con llave.

-¿Es que no suele cerrar su puerta con llave antes de acostarse?

«¡Diablos! ¡Quiere conocer mis costumbres y así poder trazar sus planes!» La indignación pudo más que la prudencia y respondí en tono cortante:

-A menudo olvidaba hacerlo. La verdad es que nunca creí que fuera necesario, ni temí que nada malo pudiera sucederme en el interior de Thornfield Hall. No obstante, en el futuro -y enfaticé cuanto pude estas tres palabras-, me aseguraré de hacerlo antes de meterme en la cama.

-Hará usted muy bien -respondió-. Este vecindario es de los más tranquilos que conozco y nunca se han oído por aquí historias de ladrones, pese a que todo el mundo sabe que la plata del aparador vale cientos de libras. Además, a pesar de ser una casa grande, el servicio es escaso, debido principalmente a las frecuentes ausencias del señor y a que, siendo soltero, no requiere demasiado personal. Pero yo siempre me inclino por pecar de prudente: no cuesta nada correr el cerrojo, y siempre es mejor que haya una puerta cerrada entre una y cualquier peligro que pueda acecharla. Mucha gente prefiere confiar sus vidas a la Providencia, señorita, pero lo que yo digo es que la Providencia no prescinde de los medios, sino que a menudo los bendice cuando se usan con inteligencia.

Así puso fin al discurso, que por otro lado había sido de una longitud sorprendente para una persona de tan pocas palabras, y se hundió después en un silencio tan solemne como el de un pastor cuáquero.

Todavía no me había recuperado de la perplejidad que despertaron en mí su milagroso autocontrol y su tremenda hipocresía cuando la cocinera entró en la habitación.

-Señora Poole -dijo, dirigiéndose a Grace-, la comida de los criados pronto estará lista. ¿Bajará a comer con nosotros?

-No. Sírvame solo una jarra de cerveza negra y un pedazo de pudding; póngalo en una bandeja y yo me encargaré de subirlo.

-¿Quiere un poco de carne?

-Un pedazo muy pequeño, y una loncha de queso. Nada más.

-¿Y el sagú?

-De momento no se preocupe. Bajaré antes del té y yo misma lo prepararé.

La cocinera se volvió hacia mí para informarme que la señora Fairfax me esperaba, así que fui a su encuentro.

Durante la comida, apenas escuché una palabra del relato que hizo la señora Fairfax sobre el incidente de las cortinas. Mi mente estaba demasiado ocupada intentando desentrañar el misterio que rodeaba a la enigmática personalidad de Grace Poole, y las razones que explicaban por qué mantenía aún su posición en la casa en lugar de haber sido entregada a la policía esa misma mañana, o cuando menos despedida sin remisión. Él casi había admitido la culpabilidad de la criada: ¿a qué venía entonces tanta magnanimidad? ¿Por qué me había ordenado que guardara el secreto? Todo era muy extraño: él era un caballero rico, arrogante y vengativo, y sin embargo estaba a merced de la más humilde de sus sirvientas; tan a su merced que, pese al intento de asesinato perpetrado por la mujer, ni siquiera se atrevía a acusarla del crimen, y mucho menos a castigarla.

Si Grace hubiera sido joven y guapa, yo habría pensado que eran otros sentimientos al margen de la prudencia los que influían en la benevolencia del señor Rochester, pero la falta de atractivos físicos y la gruesa figura de la criada descartaban por completo esa idea. «Sin embargo -reflexioné-, ella también fue joven, y su juventud coincidió con la del señor; la señora Fairfax me dijo una vez que Grace llevaba muchos años en la casa. No creo que haya sido nunca guapa, pero tal vez poseyó la originalidad y la fuerza de carácter necesarios para compensar la falta de belleza. El señor Rochester se siente atraído por las personas decididas y excéntricas, y Grace es, al menos, excéntrica. ¿Y si un antiguo romance (un fenómeno muy posible dada la naturaleza impetuosa y caprichosa del señor) le ata a esa mujer, y ella hace su voluntad a cambio de mantener en secreto esa indiscreción?» Pero, al llegar a este punto, la imagen de la señora Poole acudió a mi mente -el cuerpo robusto y plano; el rostro seco, de facciones toscas e incluso groseras- y desdeñé esa suposición de inmediato. «Sin embargo -se empeñaba en sugerir esa vocecilla que habla desde el fondo del corazón-, tú tampoco eres bella y el señor Rochester se encuentra a gusto a tu lado, o al menos eso has creído en alguna ocasión, y anoche... recuerda sus palabras, su mirada. ¡Recuerda su voz!»

Lo recordaba todo: revivía las palabras, sus ojos y el tono en el que me hablaba. En ese momento estaba en la sala de estudio: Adèle dibujaba y yo me incliné para corregir el trazado de su lápiz. Ella me miró, inquieta.

-Qu'avez-vous, mademoiselle? -preguntó-. Vos doigts tremblent comme la feuille, et vos joues sont rouges: mais, rouges comme des cerises! (¿Qué le pasa, señorita? Los dedos le tiemblan como hojas y tiene las mejillas rojas como cerezas).

-Es por el esfuerzo de inclinarme, Adèle. -Ella prosiguió con su dibujo, y yo con mis pensamientos.

Me apresuré a alejar de mi mente la odiosa idea que me comparaba con Grace Poole. Entre ella y yo había grandes diferencias. Bessie Leaven me había descrito como a una dama, y no había mentido: lo era. Y en este momento mi aspecto era mucho mejor que el día de mi encuentro con Bessie. Mi piel presentaba mejor color y mi cuerpo había engordado un poco; mi vida era más divertida y las esperanzas de un futuro mejor teñían mis rasgos de animación y alegría.

«Se acerca la tarde -me dije mientras miraba por la ventana-. No he oído en todo el día la voz ni los pasos del señor Rochester, pero estoy segura de que le veré antes de que caiga la noche. Aunque por la mañana temía el encuentro, ahora lo deseo. Tantas horas de desconcierto me han vuelto impaciente.»

Cuando se hizo de noche y Adèle se fue a jugar con Sophie, el ansia de verle se hizo más fuerte. Esperé oír el timbre llamándome desde abajo, esperé que Leah entrara en cualquier momento con un mensaje del señor. En un par de ocasiones me pareció oír los pasos del propio señor Rochester y me volví hacia la puerta, segura de que él aparecería por ella. Sin embargo, la puerta siguió cerrada y lo único que entraba en la habitación era la oscuridad procedente de la ventana. No era muy tarde: acababan de dar las seis, y a menudo no mandaba a buscarme hasta las siete o las ocho. Seguro que no me decepcionaría precisamente esa noche en la que tenía que explicarle tantas cosas... Quería sacar de nuevo el tema de Grace Poole y oír sus respuestas, quería preguntarle con toda franqueza si él creía que ella era la culpable del horrible acto de la noche anterior y, si era así, por qué mantenía su tremenda fechoría en secreto. No me importaba que mi curiosidad le molestase: había descubierto el placer de fastidiarle y luego calmarle, alternativamente. Era algo que me encantaba hacer, y poseía un instinto infalible que me hacía parar antes de ir demasiado lejos; jamás me atreví a provocarle, pero me gustaba poner en práctica mi habilidad y llevarla al límite. Podía discutir con él con franqueza y sin miedo, sin perder en ningún momento el respeto y las formas a las que mi posición me obligaba. Era una situación en la que ambos estábamos cómodos.

Por fin oí unas pisadas en las escaleras. Leah hizo su aparición, pero era solo para informarme de que el té estaba servido en la habitación de la señora Fairfax. Me apresuré a bajar, pensando, en mi ignorancia, que eso me acercaba al señor Rochester.

-Debía de estar esperando el té -dijo la buena señora al verme entrar-. Comió tan poco al mediodía... Me temo que hoy no se encuentra muy bien -prosiguió-; parece tener fiebre.

-Oh, estoy perfectamente. ¡Nunca me he sentido mejor!

-Entonces debe calmar mi preocupación comiéndoselo todo. ¿Le importa llenar la tetera mientras acabo de guardar la labor?

Después de completar su tarea, se levantó y bajó las persianas que aún seguían subidas para aprovechar al máximo la luz del día, aunque ya hacía rato, pensé yo, que solo cedían paso a la oscuridad.

-Hace una noche clara -dijo ella observando el exterior a través de los cristales-, pero no hay estrellas. Al final, el señor Rochester habrá tenido un día favorable para su viaje.

-¡Su viaje! ¿Acaso el señor Rochester se ha ido? No lo sabía.

-Oh, partió justo después de desayunar. Se ha ido a los Leas, a casa del señor Eshton, a seis kilómetros de Millcote. Creo que se reunía un buen grupo de gente allí: lord Ingram, sir George Lynn, el coronel Dent, y algunos más.

-¿Espera que vuelva esta noche?

-No, ni tampoco mañana: siempre que va suele quedarse al menos una semana. Cuando se reúnen los jóvenes de buena cuna, se ven rodeados de tanta elegancia y tan bien provistos de placeres y entretenimientos que no tienen ninguna prisa por separarse. En especial, tales ocasiones requieren la presencia de caballeros, y el señor Rochester es tan animado y agradable en el trato social que todas las damas se lo disputan. Y eso que usted pensará que su apariencia no es la más deseable a los ojos femeninos. Supongo que las habilidades y conocimientos que posee, además de la riqueza y la nobleza de su linaje, compensan con creces la falta de atractivos físicos.

-¿Hay damas invitadas a los Leas?

-Están la señora Eshton y sus tres hijas, unas damas muy elegantes, y también las honorables Blanche y Mary Ingram, dos jóvenes preciosas. Aunque hace seis o siete años que no veo a Blanche, estoy segura que debe de haberse convertido en toda una belleza. Vino aquí cuando tenía dieciocho años, a una fiesta que el señor Rochester ofreció en Navidad. Debería haber visto el comedor ese día. ¡Qué riqueza de decoración! ¡Qué luces tan hermosas! Había al menos cincuenta invitados, todos pertenecientes a las mejores familias del condado, y la señorita Ingram fue sin duda la sensación de la noche.

-Usted la vio, ¿verdad, señora Fairfax? ¿Cómo era?

-Sí, la vi. Las puertas del comedor estaban abiertas de par en par, y como era Navidad se autorizó que los criados escucháramos desde el vestíbulo el concierto que ofrecieron algunas señoritas. El señor Rochester me invitó a entrar, y yo me senté en un rincón tranquilo para observarlos a mis anchas. Nunca había visto una escena tan espléndida: los vestidos de las señoras eran magníficos, y todas ellas, sobre todo las de menor edad, estaban muy guapas. Pero no hay duda que la señorita Ingram destacaba sobre las otras como una reina.

-¿Cómo era?

-Alta, de talle fino y hombros redondeados; su cuello era largo y gracioso, tenía el cutis oliváceo, moreno y terso, y los rasgos nobles. Los ojos grandes y oscuros, parecidos a los del señor Rochester, despedían el mismo brillo que sus joyas. Y su cabello... negro como ala de cuervo y elegantemente peinado: con una corona de gruesas trenzas en la parte posterior y los bucles más rizados que yo había visto en mi vida cayéndole sobre la frente. Su vestido era todo blanco y llevaba sobre los hombros un pañuelo del color del ámbar, que le cruzaba el busto hasta quedar anudado a un lado, de manera que los extremos le colgaran hasta las rodillas. También llevaba una flor amarilla en el pelo, que contrastaba con su oscura cabellera.

-Tuvo que ser la admiración de todos los asistentes.

-Por supuesto, y no solo por su belleza sino también por su talento. Fue una de las damas que cantó, acompañada al piano por un caballero. Ella y el señor Rochester cantaron a dúo.

-¡El señor Rochester! Ignoraba que supiera cantar.

-Posee una hermosa voz de bajo y un gusto exquisito para la música.

-¿Y qué clase de voz posee la señorita Ingram?

-Rica y delicada a la vez. Cantó de maravilla y fue un placer escucharla. Después tocó el piano. No es que yo entienda mucho de música, pero el señor Rochester es todo un experto y le oí alabar efusivamente la interpretación de la joven.

-¿Y esta bella y capacitada dama aún no se ha casado?

-Pues no. Me temo que ni ella ni su hermana poseen una gran fortuna. Las propiedades del viejo lord Ingram estaban vinculadas, y el hijo menor se quedó prácticamente con todo.

-Pero me extraña que ningún noble o rico caballero se haya prendado de ella. El señor Rochester, por ejemplo. Él es rico, ¿no?

-Oh, sí. Pero la diferencia de edad entre ambos es considerable: el señor ronda los cuarenta y ella no tendrá más de veinticinco.

-¿Qué tiene que ver? Enlaces más desiguales se conciertan todos los días.

-Eso es cierto, aunque no creo que el señor Rochester piense en ese tipo de cosas... Pero no ha comido casi nada, señorita Eyre, apenas ha probado bocado desde que servimos el té.

-Tengo demasiada sed para comer. ¿Me permite que tome otra taza?

Estaba a punto de continuar especulando sobre la posible unión entre el señor Rochester y la hermosa Blanche, pero la entrada de Adèle en la habitación nos obligó a cambiar de tema.

Cuando volví a quedarme sola, revisé la información que había obtenido y me asomé al fondo de mi corazón para examinar sus pensamientos y sensaciones. Decidí juzgarme con firmeza: apartar de mi mente todo lo que perteneciera al terreno de la imaginación y de la especulación, y admitir solo aquellos datos que mi sentido común diera por buenos.

Las esperanzas, deseos y sentimientos que yo había albergado desde la noche pasada -en realidad, durante las últimas dos semanas- eran la evidencia que la Memoria presentaba contra mí en el juicio; pero después la Razón expuso sus argumentos de la forma más simple y llana, demostrándome la rapidez con que yo había rechazado la realidad en aras de aferrarme a un romántico ideal. Pronuncié mi propio veredicto:

No hay en el mundo ser vivo que sobrepase en locura a Jane Eyre, ni ningún idiota que se haya saciado como ella de dulces mentiras, tragándose el veneno como si de néctar se tratase.

«Tú -me dije-, ¿la favorita del señor Rochester? ¿Tú creíste poseer el don de agradarle? ¿Tú pensaste que tenías alguna importancia para él? ¡Dios! Tanta estupidez me pone enferma: has confundido el placer con unas simples muestras de cortesía, muestras equívocas procedentes de un caballero, un hombre de mundo, hacia una criada inexperta. ¿Cómo te has atrevido a pensarlo? ¡Pobre idiota! ¿Ni siquiera el egoísmo te hizo ser más lista? Esta mañana te repetías la escena que tuvo lugar la noche pasada. ¡Deberías avergonzarte de ti misma! Él elogió tus ojos, ¿recuerdas, tonta? Pues ábrelos bien y observa tu propia falta de sentido común. No hace ningún bien a una mujer el ser adulada por su superior, que nunca llegará a casarse con ella, y es una locura dejar que la llama de un amor secreto prenda entre ellos ya que, si se mantiene oculto sin poder expresarse, este sentimiento acaba devorando la vida de quien lo alimenta, y en el caso de que sea descubierto y correspondido, conduce inexorablemente a un lodazal del que es imposible salir.

»Así que escucha tu sentencia, Jane Eyre: mañana, te pondrás delante de un espejo y copiarás fielmente lo que veas en él, sin omitir ningún trazo irregular ni suavizar un solo defecto, y luego escribirás estas palabras debajo: "Retrato de una pobre institutriz, ridícula, boba y carente de gracia".

»Luego busca un pedazo de papel en tu caja de pintura; coge la paleta y prepara en ella los colores más frescos y bellos; elige los lápices más delicados y úsalos para dibujar el rostro más hermoso que puedas imaginar. Píntalo usando los matices más suaves, teniendo en mente la descripción que la señora Fairfax hizo de Blanche Ingram: sus cabellos como el ébano, sus ojos rasgados... ¡Alto! ¡Sin lloriqueos, ni sentimentalismos! ¡Fuera lamentaciones! Solo voy a permitirte sensatez y decisión. Recuerda sus armoniosos y augustos rasgos, la perfección griega de su cuello y de su talle, muestra en el dibujo el brazo redondo y bien formado y la delicada forma de las manos; omite el anillo de diamantes y el brazalete de oro, limítate a retratar su atuendo, de encaje fino y brillante satén, la gracia del pañuelo y la rosa dorada que llevaba en el pelo. Llámalo: "Blanche, retrato de una dama de alta cuna".

»Cuando, en el futuro, pienses que el señor Rochester siente algún aprecio por ti, saca estos dos dibujos y compáralos. Te dirás a ti misma: "Un señor que podría ganarse el corazón de esta noble dama si se lo propusiera, ¿dedicaría uno solo de sus pensamientos a esta plebeya miserable e insignificante?"

Decidí que cumpliría la condena y, algo más calmada después de haber tomado esta determinación, me dormí.

Mantuve mi palabra. Un par de horas fueron suficientes para esbozar a lápiz mi autorretrato, y necesité casi dos semanas para completar la supuesta imagen de Blanche Ingram. Su rostro era suficientemente hermoso, y cuando lo comparaba con el otro, el contraste era tan grande como mi conciencia podía desear. La tarea me reportó más de un beneficio: mantuvo ocupadas mi cabeza y mis manos, y aumentó la fuerza y la consistencia de las nuevas impresiones que yo quería grabar en mi corazón de forma indeleble.

Incluso ahora tengo razones para felicitarme por la disciplina a la que sometí a mis sentimientos; gracias a ella fui capaz de enfrentarme a lo que sucedió después con una serenidad que habría sido incapaz de fingir, ni siquiera exteriormente, si el futuro me hubiese pillado desprevenida.

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