La voz ✔

By ManuelVilleda

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¿Qué es esa voz que habla directamente en sus mentes, dirigiendo sus actos y pensamientos, aterrándolos con p... More

Prólogo: 1
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Primera parte: Capítulo Uno: Los Elegidos: 1
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Primera parte: Capítulo 2: El rito: 1
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Segunda parte: Capítulo I: Los Cazadores: 1
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Epílogo

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By ManuelVilleda

Habían transcurrido cinco días desde la noche en que Erick caminó junto al Subín, aquella noche que imaginó que un hombre muerto emergía del río para raptarlo. Cinco días desde la que había sido la noche más aterradora de su vida.

Todas las noches soñaba con el tipo de la máscara de sapo. Solo que en sus sueños no era un hombre disfrazado, sino el monstruo que entrevió al momento de su captura. En el sueño (pesadilla) corría a orillas del Subín, aterrado hasta los huesos, con el monstruo-sapo persiguiéndole, sus aterradores pasos plof-plof, resonando a sus espaldas.

Al final, el monstruo siempre lo atrapaba, era entonces que empezaba el verdadero terror, cuando empezaba a torturarlo. En el sueño no le arrancaba únicamente la uña y un trozo de piel: le arrancaba todas las uñas y toda la piel. Cuando contemplaba su cuerpo totalmente desprovisto de piel, cuando miraba la grasa amarillenta, la carne roja y los tendones blancuzcos, palpitando, gritaba más fuerte que nunca. Entonces despertaba, sudoroso, jadeante.

La primera noche sus padres habían acudido asustados. La segunda solo acudió su madre. Las otras, ni ella.

La noche del secuestro, cuando lo pasaron tirando en las márgenes del Subín, había regresado a casa a la una de la madrugada. Su madre aún estaba despierta, despertó a su padre y entre los dos lo regañaron hasta el cansancio. Vieron lo de la uña y lo reprendieron por andar haciendo tonterías descalzo. Por lo mismo no se atrevió a mostrarles el corte en uno de los pectorales. Solo una vez le preguntaron si había sido víctima de algún acto vandálico, pero él lo negó, así que lo mandaron a dormir con las orejas bien calientes. Suponían que su retraimiento en los últimos días se debía a la regañina que le habían propinado.

¡Qué lejos estaban de imaginar la realidad!

Desde esa noche no había salido de casa.

Por lo de la uña no lo llevaban a trabajar al campo, decían que se podía infectar, y si se le infectaba le podía coger gangrena, y si le cogía gangrena iban a tener que amputarle un dedo, o peor aún, un pie, como al hijo de los Benítez, que vivían a tres manzanas.

También pensaban que, por el miedo a perder el pie, él no salía de casa.

De manera que los siguientes días los pasó encerrado en su cuartito, que estaba al lado del cobertizo en el que su padre guardaba las herramientas de trabajo. A veces se iba a ver televisión a la sala, en donde había un viejo Panasonic de esos que todavía traen cajón y un sofá desvencijado que les regaló tía Muriel solo porque le cobraban por ir a tirarlo al basurero. Papá se lo trajo al hombro y tía Muriel se ahorró veinticinco quetzales del flete.

Pero a ver televisión solo iba cuando no había nadie en casa. Al regresar alguno de sus progenitores, volvía a su cuarto con pies ligeros, a leer alguno de los libros baratos que de vez en cuando compraba. No le gustaban las miradas de reproche que sus padres le dirigían al mirarlo haciendo nada. Casi oía sus pensamientos en los que lo llamaban flojo, vago, haragán, inútil, etcétera.

Por su parte se habría quedado en su cuartito hasta que la uña creciera, hasta que sanara su costado herido o hasta volver a clases, para lo cual tampoco es que faltara demasiado.

No obstante, ya fuera al azar o por designación, había sido elegido para formar parte de una antigua lucha. A partir de la noche en que fue secuestrado, no todas las decisiones serían enteramente suyas. Porque la fuerza más importante del mundo no es el amor, ni el odio, sino el equilibrio. Y cuando el mal empieza a surgir, el equilibrio busca compensarlo, y se sirve de aquello que tenga más a modo.

Fue por ello que esa tarde de miércoles 9 de enero, un día antes de llevarse a cabo el ritual que liberaría una parte del poder de Elliam, Erick sintió un impulso casi angustioso por salir a caminar.

Llevaba días encerrado, asustado por lo que había ocurrido la otra noche. Tenía miedo de salir pues temía que en cuanto pusiera un pie en la calle vería el auto de un solo faro venir hacia él. Pero esa tarde su miedo se atenuó y se dio cuenta que no podía enclaustrarse eternamente.

Así que decidió que era hora de volver a la calle.

Se puso unas sandalias de correas de hule, para que su dedo vendado no tuviera que sufrir el calor ni el espacio reducido de los zapatos. Después salió a la calle y se echó caminar, sin seguir un rumbo fijo. Su intención era airearse, despejar la mente, respirar aire puro, y quizá convencerse de que estaría bien. Lo que había ocurrido no tenía por qué ser grave, fuera lo que fuera.

Se descubrió pronto en calle Occidente, la calle que separaba las zonas 1 y 2 del municipio con los barrios, así llamados. Era una tarde fría, desapacible, pese a que el sol brillaba en el cielo compensando la baja temperatura. El chico llevaba las manos enfundadas en los bolsillos de su pantalón y avanzaba sin prestar demasiado atención a su camino.

Por un momento se sintió desorientado sin saber qué hacer ni a dónde ir.

Pensó en ir al parque, o al complejo deportivo, pero con su dedo en aquel estado no podía jugar. Quizá de portero, si bien no era garantía de que no lo lastimarían. No temía tanto a que lo lastimaran como a lo que dirían sus padres si se enteraban de que lo habían golpeado por andar haciendo estupideces.

Adelante, hacia su izquierda, se encontraba el Centro de Aguasnieblas, con el cine, el mercado, el polideportivo, las heladerías y pupuserías y todo lo demás... Adelante, hacia su derecha, discurría el río Subín, en cuyas cercanías había empezado todo. «No ―recordó―, empezó cerca del Nieblas, ya me seguían desde allí.»

Se echó a caminar rumbo al Subín, no hacia las zonas solitarias donde lo habían apresado, sino corriente abajo, hacia el puente que llevaba a Sayaxché; un armatoste horrible de metal y grandes tornillos que salvaba el río como un gigantesco esqueleto plateado.

En la zona 3, que el Subín partía en diagonal, yendo de suroeste a nordeste, había dos puentecitos de madera, algo toscos y que inspiraba desconfianza en muchos aguaneblineros, pero si se quería cruzar en auto o algo más pesado, había que hacerlo por el armatoste de metal, que también llevaba el nombre de Subín: puente Subín.

No sabía qué lo llevaba a puente Subín. Quizá lo único que se le antojaba era tirar piedrecitas al agua mientras los coches hacían temblar el armatoste sobre su cabeza. O quizá le apetecía recostarse en los pilares de la orilla, para que la misma vibración lo adormeciera mientras imaginaba que una chica hermosa le daba un buen masaje. A veces hacía eso.

Según su viejo teléfono celular, un cacharro que iba más lento que una babosa, eran las cuatro de la tarde con tres minutos cuando llegó a puente Subín.

Durante el recorrido hacia el puente no se había atrevido a acercarse a más de una manzana del verdoso río. Su mente racional estaba segura de que el río no tenía nada ver con lo que le había ocurrido, pero eso no eliminaba sus miedos.

Una vez llegado al armatoste de metal que era el puente, se detuvo a unos cincuenta metros de la orilla, decidiendo si de verdad quería ir ahí o ya se había acercado lo suficiente e iba siendo hora de regresar.

Miró el agua, verde. El señor Osvaldo, el profesor de ciencias, dijo una vez que el color verde del agua se debía a las ninfas, algas y demás plantas que crecían en el fondo del río. Es más, les mostró una botella de vidrio que contenía un líquido cristalino a la vez que aseguraba que era agua del Subín.

―Aquí no tiene algas debajo, así que se puede apreciar que el agua es limpia —comentó.

Parecía una buena explicación. Erick había pensado que era la respuesta correcta. Sin embargo, en esos momentos, mientras la miraba reverberar debajo del puente, tan verde que asemejaba musgo, le pareció una explicación carente de lógica y sin fundamento.

―En realidad, el agua del Subín es verde por la gran cantidad de cosas y monstruos verdes que viven en el fondo. ―Casi oyó la voz del profesor Osvaldo en la mente―. Monstruos que se arrastran sobre el vientre, que caminan con dos o cien extremidades, que tienen escamas o piel viscosa como las babosas, que tienen tentáculos o aletas...

En ese momento le pareció que era la respuesta verdadera al color del agua. Razón de más para mantenerse lejos del río.

Sopesó que quizá nunca se atrevería a volver a acercarse a él, a tocar sus aguas cálidas, mucho menos a darse un chapuzón.

«¡No! ―se dijo, y en su mente su propia voz sonó rebelde―. No me alejaré de lo que me gusta. El Subín es el Subín. Nada lo cambiará. Lo que hay debajo son algas y peces, no monstruos ni hombres muertos.»

Antes de que el miedo lo hiciera cambiar de parecer, se echó a caminar hacia el pilar más cercano. Lo hizo con grandes zancadas, los puños apretados, la vista fija en el suelo cubierto de piedras, un metro por delante de los pies. No importaba lo mucho que se había animado, no se atrevía a mirar el río.

Fue por ello que cuando llegó al primer pilar no vio la silueta debajo del puente, aovillada, con la que estaba a punto de tropezar.

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