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LA TRAGEDIA GRIEGA DE UNA DINASTÍA EXTRANJERA

La Casa Real de Grecia

- PRIMERAS PÁGINAS -

Darío Silva D’Andrea

ÍNDICE

PRIMERA PARTE. UNA ESTIRPE ENTRE EL TRONO Y EL EXILIO Capítulo 1. Jorge I: dando vida a una dinastía....................29 Capítulo 2. Asesinato en Salónica.......................................45 Capítulo 3. Constantino I y el turbulento trono de Atenas.53 SEGUNDA PARTE. LOS HIJOS DEL REY JORGE I Capítulo 4. El príncipe Jorge: El “gran Georgie” y una princesa psicoanalista.........................................................82 Capítulo 5. El príncipe Nicolás: “Nicky, el Griego”.............91 Capítulo 6. El príncipe Andrés. El infortunado Andreas y la princesa monja...................................................................104 Capítulo 7. El príncipe Cristóbal: una corona que pesa demasiado..........................................................................113 Capítulo 8. La princesa Alejandra: la triste muerte de una joven princesa.....................................................................121 Capítulo 9. La princesa María: una auténtica princesa griega..................................................................................128 TERCERA PARTE. LOS NIETOS DEL REY JORGE Y LA REINA OLGA La familia del rey Constantino I: Capítulo 10. La trágica muerte del joven rey Alejandro....135 Capítulo 11. Aventuras y desventuras del pobre Jorge......141 Capítulo 12. Pablo el bondadoso y la reina de hierro........154 Capítulo 13. Helena, la desdichada reina de Rumania, y el gobernable Carol................................................................177

Capítulo 14. Irene de Grecia: la princesa prisionera y la Corona de Zvonimir...........................................................199 Capítulo 15. La princesa Catalina: una discreta princesa en Inglaterra...........................................................................207 Los otros príncipes de la familia: Capítulo 16. Los hijos del príncipe Jorge y de la princesa María..................................................................................213 Capítulo 17. La familia del príncipe Nicolás y la princesa Helena................................................................................219 Capítulo 18. La familia del príncipe Andrés y la princesa Alicia..................................................................................240 Capítulo 19. Los hijos de la princesa Alejandra, gran duquesa de Rusia...............................................................255 CUARTA PARTE. LOS PRIMOS REALES DE EUROPA Capítulo 20. La familia de La Zarzuela: Sofía, la reina de todos los españoles............................................................279 Capítulo 21. Constantino II, último rey de los helenos, y la princesa que vino del Norte..............................................330 Capítulo 22. Irene de Grecia, la princesa silenciosa.........343 Capítulo 23. Una vida entre el trono y el exilio: la familia real de Rumania................................................................349 Capítulo 24. Alejandra, la última y desgraciada Reina de Yugoslavia .........................................................................375 Capítulo 25. Amadeo de Aosta: un regio príncipe italiano y la última intriga de la Casa de Saboya............................. 396 Capítulo 26. La familia de la princesa Olga de Grecia......405 Capítulo 27. Los príncipes de Kent: unos príncipes británicos de sangre real griega........................................409

Capítulo 28. La Casa de Baden: la familia de la princesa Teodora de Grecia.............................................................424 Capítulo 29. La familia de la princesa Sofía de Grecia.....428 Capítulo 30. Felipe de Grecia, de adonis griego a Primer Caballero del reino............................................................431 Capítulo 31. Miguel de Grecia, el príncipe historiador.....485 Capítulo 32. La última generación: los hijos de Constantino II.........................................................................................492

“Una corona pesa demasiado para que se la pueda tomar a la ligera. Debe soportarla quien haya nacido para cumplir un destino semejante; pero escapa a mi compresión que en los tiempos actuales, tan agitados, haya un hombre que afronte voluntariamente tal responsabilidad”.

Príncipe Cristóbal de Grecia

“Mi fuerza es el amor del pueblo” Lema de la Casa Real Griega

INTRODUCCIÓN

UN CRUCERO DE REYES

“Cuando vivíamos en Sudáfrica también estaba refugiado allí un armador griego apellidado Eugénides... en 1954, Eugénides me pidió que visitara uno de sus trasatlánticos y darle mi nombre. Cuando se accede a esto es costumbre regalar a la madrina un gran broche de brillantes. Pero en aquella ocasión tuve una idea y le pregunté si en vez del regalo tradicional, me proporcionaría los medios necesarios para organizar un crucero al que invitaría a todas las familias reales de Europa. Le pareció muy bien. Había varias razones para organizar ese crucero. En primer lugar, Palo y yo deseábamos abrir las puertas de Grecia al turismo... Otra razón es que, desde la I Guerra Mundial, las Familias Reales no habían vuelto a reunirse”. Reina Federica de Grecia

Corría el año 1953. La diminuta esposa del Rey de Grecia había observado atentamente, con cierto aire de soledad y nostalgia, el atardecer ateniense, desde lo alto del monte donde se encuentra la pequeña y humilde casa de Tatoi, sobre las costas de la Hélade que se entremezclan con un paisaje majestuoso de aguas cristalinas y azules infinitos. Todo el entorno, el cielo, la brisa, el ruido de las olas, ofrece una paz que hace imposible creer que sobre su escarpado y polvoriento suelo, cuna de la sabiduría, de Helena de Troya, de los dioses y las batallas más grandiosas, también se gestó en el último siglo una especie de maldición sobre una familia, extranjera, que pretendió gobernarla. Luego de una reflexión junto al hogar de palacio, repleta de nostálgicos recuerdos, la reina alemana de Grecia, Federica, recuerda los relatos de sus padres y abuelos sobre aquella gran celebración de 1913, cuarenta años atrás, en la Alemania Imperial, en la antesala de la Primera Guerra Mundial, con motivo de la boda de sus padres, la princesa prusiana Victoria Luisa y el hannoveriano Ernesto Augusto de Cumberland, mitad inglés, mitad alemán, despojado de sus dominios. Desde aquel año, los regentes europeos habían tenido poquísimas ocasiones de reunirse como la familia que son, sin condecoraciones, sin guardia, sin formalismos de Estado… Ese año, 1953, el anciano Ernesto Augusto, el “rey sin corona” de Hannover, como lo llamaban los sajones del Sur, había cerrado los ojos para

siempre. Su muerte fue un tremendo golpe para su hija Federica, y recordó que no fue el único miembro de su familia que se había alejado de ella. De pronto, una ardiente nostalgia por sus parientes gobernó los sentimientos de la Reina de los Helenos. Recordó que de los hermanos de su madre sólo vivía Oscar, muy lejos, en la ciudad alemana de Westerbrak. El fatídico tío Federico había muerto en 1942, en plena Segunda Guerra Mundial; Adalberto en 1948, Guillermo Augusto murió en un campo de concentración luego de ser juzgado, en 1949, y el despreciado príncipe heredero prusiano, Guillermo, en 1951. Todos ellos, como hermanos de Victoria Luisa, eran hijos del último Emperador de Alemania, Guillermo II, y por lo tanto tíos carnales de Federica de Grecia. Recordó también a sus familiares de Hannover, que la llamaban “Rikchen” y vivían en fríos castillos medievales en Alemania. Y a todos los demás parientes ingleses, españoles, franceses, italianos, holandeses, daneses, a quienes no veía más o menos desde que la invitaron a un casamiento en Londres. A muchos de ellos la Reina Federica sólo llegó a conocer superficialmente; a otros ni siquiera los había visto en décadas, y sin embargo, todos pertenecían a una gran familia. Casi siempre en un funeral o un casamiento, se estrechaban las manos y hablaban del clima, para luego regresar cada uno a su reino, hasta la siguiente vez que el protocolo real les permitiera reencontrarse en alguna boda o algún funeral en un reino distinto. Eso no sirve de nada, pensó Federica. Tíos y tías, primos y primas,

sobrinos y sobrinas deben conocerse alguna vez como tales personas, sin jubileos, banquetes ni ropas de gala. Se le ocurrió una brillante idea, que se llevó exitosamente a cabo el 22 de agosto de 1954, en el muelle de Nápoles, Italia. El lujoso vapor con nombre de un monarca griego de la antigüedad, Agamemnon IV, prestado a sus majestades por un rico naviero ateniense, se convertiría por algunos días en un palacio flotante que albergaría a una ilustre tripulación de Reyes, reinas, príncipes y princesas de toda Europa, o, en palabras de Federica, primos, primas, tíos y tías. La reina doña Sofía de España, que por ese entonces tenía 16 años, relata el evento de esta manera: “De España vinieron los Barcelona: don Juan, doña María de las Mercedes, la infanta Pilar y el príncipe Juan Carlos. Los otros hermanos, Margarita y Alfonso, no tenían la edad. Y también me parece, al estar ciega Margarita, se pensó que podía ser peligroso para ella andar por un barco, subiendo y bajando cada dos por tres. Las listas, las invitaciones, el programa, todo, lo organizaron mis padres, muy en contacto con los condes de París, Enrique e Isabel. Estaba también en el ajo Miguel de Grecia, que es primo hermano de mi padre, pero de nuestra generación: de la edad de Tinos. Este Miguel es hijo de un tío del rey Pablo, Cristóbal, casado en segundas nupcias con la princesa Françoise de Orleáns, hermana del conde de París. Miguel ha vivido muchísimo con nosotros, en casa, en Grecia. En el Agamemnon el plan era un poco en familia: ropa informal, sin protocolos... Lo único que se

recomendaba era no sentarse a la mesa ni bajar a tierra en shorts. Había baile todas las noches, y muchas diversiones de esas de jugar en grupo, en pandilla: las prendas, las adivinanzas... Para evitar que se hicieran grupitos cerrados, o capillitas de rancho aparte, se ideó un modo de mezclarnos a todos: antes del desayuno, de la comida, y de la cena, ponían dos cubiletes llenos de papelitos. Ellos por un lado, y ellas por otro, todos teníamos que sacar un papelito con un número, y buscar a la pareja que tuviera el número igual. Podía resultar que a la reina Juliana de Holanda le tocase de vecino de mesa a un chico de quince años. Bueno... algunos jóvenes hacían cambalaches, bajo cuerda, y cambiaban sus números con otros, para caer al lado de quien les gustaba más. Pero eso tres veces al día, durante los diez del crucero, hizo posible que todos conectásemos con todos. Sin ir más lejos, Juan Carlos, un quinceañero, se hizo íntimo de mi tío abuelo Jorge, Uncle Jacob, que entonces tenía ochenta y cinco. Sí era una relación extraña, pero hicieron migas. Tío Jorge era gobernador de Creta, y llevaba unos bigotes blanquísimos, de guías muy finas y largas, engominadas hacia arriba. Parecía una figura del siglo pasado. “Durante aquel crucero yo ya me fijé en el príncipe Juan Carlos. Era simpatiquísimo, muy divertido. Muy bromista. Un gamberro. Ésa es la impresión que me hizo, porque fue entonces cuando lo conocí. Me molestaba, me enfadaba que a él, con sólo unos meses más que yo, sus padres le dejasen quedarse hasta las tantas, bailando y juergueando; y a mí, en cambio, los míos a

las doce me mandaran a la cama. El chico de los Barcelona me pareció muy revolucionario, muy gracioso, muy gamberro. Teníamos los dos dieciséis años; pero diferentes núcleos de relación. Me di cuenta en ese viaje. Él alternaba más con las familias francesas e italianas; y yo iba más con los alemanes y los ingleses. Pero, personalmente, entre Juan Carlos y yo no hubo nada de nada. No me sacó a bailar ni siquiera una vez. Aunque creo que él se lo pasó... en grande. Y yo también. “...Realmente el Agamemnon era un hotel flotante que nos iba trasladando a diferentes lugares. Hicimos un recorrido por el Peloponeso. Fuimos a ver el monte Olimpo. A Creta, Rodas, Corfú, Tesalónica, Bolos, Mikonos, Knosos... En el teatro de Epidauro asistimos a una representación del Hipólito de Eurípides. El barco navegaba de noche, mientras dormíamos. Nuestra casa era el mar. De día, hacíamos turismo (mi padre era el cicerone, y en varios idiomas): visitábamos lugares de interés artístico o histórico. Después, nos bañábamos. Yo llevaba un cuadernito de autógrafos, y a todos los invitados iba pidiéndoles su firma. ¡Cosas de cría!...”.

Sangre real

Descendientes de Carlomagno, Catalina la Grande, de Isabel de Hungría, de Ricardo “Corazón de León”, del Káiser Guillermo II de Alemania y de la reina-emperatriz Victoria I del Reino

Unido… Nombres famosos no faltaron a la cita. Estaban a bordo aquel día, entre muchos otros, la Reina Juliana de Holanda y su jovial e infiel esposo Bernardo; las sonrientes princesas holandesas; la simpática Gran Duquesa Carlota de Luxemburgo y su taciturno esposo; el Conde de Barcelona, quien jugaba discretamente a ser el rey que no era; las bonitas princesas Astrid de Noruega y Margarita de Suecia; los príncipes de Hannover; el rey y la Reina madre de Bulgaria que habían tenido que huir de su país luego de que los soviéticos ejecutaran a un familiar suyo;1 el ex Rey Miguel de Rumania, obligado en 1947, a punta de pistola, a dejar el reino; el desconocido Duque Cristian Luis de Mecklenburg-Schwering, los condes de París y seis de sus once hijos… Cuando el vapor de lujo ya había salido de las aguas territoriales italianas, subieron a bordo el ex Rey Humberto de Italia y su esposa María-José, una Reina triste y sin rumbo, convencida de vivir en la época y el lugar equivocados. A esta familia desterrada, el destino le había reservado la amarga tragedia que significa la prohibición de poner un solo pie en suelo italiano. Olympia, Creta, Rodas y Corfú se encontraban entre las paradas más importantes de aquel crucero de doce días por el Peloponeso y el archipiélago griego. Dispuestos a cumplir con el deseo de la Reina Federica, en que cada royal dejaría a un lado las capas de armiño y se comportaría como en familia, lo que

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Nacida Juana de Saboya el 13 de noviembre de 1907, pocas mujeres han tenido un entronque más real que la soberana desaparecida: hija del rey de Italia Víctor Manuel III, hermana del sucesor Humberto II, cuñada del rey Leopoldo III de Bélgica, tía de los reyes Balduino y Alberto de los belgas y de Josefina Carlota de Luxemburgo. Y ella misma, reina durante 16 años por su matrimonio, el 25 de octubre de 1930, con el rey Boris III de Bulgaria.

verdaderamente eran, en los desembarcos y paseos turísticos los huéspedes de los soberanos griegos aparecían con las camisas abiertas, gorras, pantalones coloridos, etc. Como si estuvieran en casa. A menudo la jovial reina Federica se sentaba con sus hermanos –Ernesto Augusto, Jorge Guillermo, Christian y Welf Heinrich— hasta muy avanzada la noche en la entoldada cubierta del yate para hablar, recordar su lejana infancia y contarse las novedades. Hablaban de la Alemania de la guerra que Federica, como princesa griega situada en campo enemigo, no llegó a vivir; de la inquietud de los padres por su hija, de la grave herida que Ernesto Augusto recibió estando en el frente; de los estudios de Derecho de Welf Heinrich... Se bailó, se rió y se pasó bien, se hicieron todos montones de fotos y se adquirió un saludable bronceado en la piel, se refrescaron viejas amistades, se curaron viejas heridas... “Nos sentimos como una familia grande y dichosa –dijo el Rey Pablo I a los periodistas–. Cada miembro de nuestra compañía está emparentado con mi esposa o conmigo”. ¡Una familia de noventa personas!, exclamaban los griegos, sin suponer que aún faltaban muchísimos familiares más que, por problemas políticos, en atención a su avanzada edad u otras preocupaciones, no pudieron asistir. Para reunir a todos los “familiares” hubieran sido necesarios tres grandes barcos como el Agamemnon. Cada comida era para los huéspedes una aventura culinaria. Pablo y Federica hicieron servir sólo especialidades griegas, y al

final del viaje la Reina Juliana de Holanda había escrito todo un enorme cuaderno con recetas de cocina, haciéndose dar instrucciones precisas por la cocinera de los Reyes griegos. Entre almuerzos informales, paseos, reuniones, bailes, juegos, cada miembro de esta gran familia tuvo oportunidad de conocer a los demás como primos que eran. Tenían muchas cosas que contarse. Nombres o destinos de parientes que ya estaban casi olvidados o que aún eran poco conocidos eran buenos temas para comenzar una amena charla. La guerra había desgarrado muchas relaciones, había hundido a muchas personas en la oscuridad. Se hablaba, por ejemplo, de cierta princesa griega, la desdichada Olga, quien siendo “la princesa más hermosa de su tiempo” se había casado con el desafortunado príncipe regente Pablo de Yugoslavia, con el cual compartió valerosamente la vergüenza de ver como Inglaterra y el resto del mundo occidental le echaban en cara su traidora colaboración con los alemanes, lo cual no fue cierto. Se hablaba también de la bella duquesa viuda de Kent, nacida princesa Marina de Grecia, que en 1942 había perdido a su esposo en un accidente de aviación y que desde entonces, como viuda sin dinero en la Corte inglesa, se veía sometida a toda clase de humillaciones y animosidades. Su hija, Alejandra de Kent, lloró durante horas enteras cuando el palacio de Buckingham le comunicó la prohibición de asistir al crucero... Se seguía hablando también de la tormentosa boda del ex rey Pedro II de Yugoslavia con la princesa Alejandra de Grecia, sobrina del rey Pablo. Pedro II Karadjeorgievich y

Alejandra se habían enamorado durante su exilio en Londres, en plena Segunda Guerra Mundial... Cuando tocó a su fin aquel idílico crucero por las bellas costas griegas, cada rey, cada príncipe o princesa, volvió a su hogar con la sensación de contar con una familia grande y afectuosa. Para la reina Federica de Grecia la misión había tenido un éxito rotundo. Su deseo de acercar más afectivamente a sus familiares dispersos por toda Europa había cumplido con crecer las expectativas de su corazón. Y es que la Familia Real del reino en el cual ella compartía el trono con Pablo I se había transformado en una familia numerosísima, extendida por casi todas las cortes europeas, pero unida y afectuosa. Basta con ver el árbol genealógico de los descendientes de Jorge I, el primer Rey de los helenos, para confirmar que muchas princesas griegas se convirtieron en brillantes reinas consortes de otras naciones, que muchos príncipes y princesas habían vivido existencias especiales, aventureras y románticas que vale la pena valorar, pero que por sobre toda desgracia sufrida a lo largo del penumbroso siglo XX, eran hombres sencillos, con deseos, esperanzas y sueños. Príncipes y princesas provenientes del país que fue cuna de la civilización, democracia y la filosofía, que, en su mayoría, no tuvieron oportunidad de vivir como se debe una vida, por causa de sus responsabilidades, razones de Estado, penosos enfrentamientos militares. La idea que tuvo la reina Federica de promocionar Grecia a través del crucero real Agamemnon, y con las facilidades del

gobierno del mariscal Aleksandros Papagos, obtuvo unos interesantes réditos. Tanto que, dos años después del primer crucero, realizado en 1954, los reyes organizaron otro crucero. Esta vez sería a bordo del Aquiles. Pero el primer ministro británico, sir Anthony Eden, ordenó por entonces el cierre del canal de Suez. “No hicimos el crucero”, recuerda Sofía de España, “pero sí una reunión festiva, de recreo, para jóvenes de las familias reales. No recuerdo cuántos días duró. Fue en verano, y el Aquiles estuvo atracado todo ese tiempo en el muelle de Corfú. Allí mi familia tenía la casa antigua, la que hizo construir Jorge I, el fundador de la dinastía griega. En esa casa, Mon Repos, había nacido mi tío Felipe de Edimburgo. Juan Carlos no asistió. Los demás nos conocíamos del crucero anterior. Habían pasado dos años, y nos reencontrábamos como mayores. Ese mismo verano, y en aquella ocasión, fue mi puesta de largo, mi baile de debutante. ¡Uffffff! Yo no quería de ninguna manera. Mi madre se empeñó. Lo odié con toda mi alma. A mí me gustaba pasármelo bien, pero sin concentrar en mí todas las miradas. Lo de siempre: un trasfondo horrible de timidez. Porque yo era muy, muy, muy vergonzosa. El vestido era de mosquitera... tul. Era un vestido con mucho vuelo, con flores... Muy aparatoso. Hay fotos por ahí...”

Un final desafortunado

Productora de bellas princesas y algunos talentosos príncipes, la Familia Real de Grecia fue dramáticos sucesos, como golpeada una y otra vez por si existiera una especie de

“maldición” destinada a acabar con todo deseo de felicidad: Jorge I, el primer monarca, fue asesinado por un desquiciado en Salónica; Constantino I hubo de ser expulsado del trono dos veces; Alejandro I murió a los veintisiete años, víctima de la mordedura de un mono rabioso; Jorge II marchó al exilio dos veces y volvió a reinar sobre una inestable y peligrosa nación unas tres veces, tuvo un desgraciado matrimonio con una princesa rumana y no pudo tener hijos; La abdicación del rey, después de una revolución, una disputa con el Primer Ministro o un fracaso militar, estaba políticamente casi a la orden del día. También Pablo I, el más querido de todos los Reyes, antes de reinar conoció repetidas veces el exilio y vivió gran parte de su juventud y sus primeros años como adulto en Inglaterra, América, Egipto y Sudáfrica, viajero sin patria, a causa de la invasión nazi y el exilio y su hijo, Constantino II, el último monarca, fue derrocado para siempre por un golpe militar, en 1967. Ciento cuatro años de turbulenta historia. Como vemos, la romántica Hélade, por tradición, jamás fue un suelo seguro para quienes intentaron gobernarla. Con muchísima razón, lord Louis Mountbatten (cuya hermana estaba casada con un príncipe griego), dijo sarcásticamente

hablando del trono de Atenas, que era “el asiento más inestable de Europa”. Entre 1913 y 1947, en sólo treinta y cuatro años, entraron y salieron cinco reyes griegos, hubo un asesinato, una abdicación, un matrimonio ilegal, una muerte trágica, y muchos exilios forzosos. Fueron, eso sí, tal vez la familia real más unida y solidaria de Europa desde su primer día de vida. Cada éxito de uno siempre fue un éxito para los demás, y cada fracaso fue soportado por todos conjuntamente. Príncipes felices e infelices, reinas y reyes lanzados al extranjero formaron una comunidad de destino. Se ayudaron uno a otros siempre que les fue posible. Cuanto más amargas fueron las experiencias, más profunda era la comprensión, la contención y la solidaridad familiar. El príncipe Nicolás, por ejemplo, en cierto momento de su vida comenzó a pintar cuadros en su exilio parisino para poder costear los estudios de su hija más joven, mientras que el príncipe Andrés, el más desdichado de todos los príncipes, pudo siempre, gracias a la ayuda de sus hermanos, arreglárselas para alimentar y vestir conforme a su rango a sus cuatro hijas y a su hijo, lo cual todos en la familia consideraban como un milagro. El 6 de marzo de 1964 murió el bondadoso y sencillo Rey Pablo I, hombre religioso, responsable y altamente dominado por su mujer, y siete horas más tarde subió al trono real su inexperto y joven hijo, el carismático Constantino II, a quien sólo le importaba navegar y cortejar a cierta princesa danesa que lo tenía enloquecido. Ese día se cernió sobre el Palacio Real la última y definitiva tormenta de la maldición de la familia. A los pocos meses de iniciar su reinado debió hacer frente a una grave

crisis política que lo lanzaría directamente al fracaso de su reinado. El 21 de abril de 1967 un grupo del ejército, se hizo con el poder y nombraron como Primer Ministro al fiscal jefe del Tribunal Supremo, Constantino Kolias, quien permitió la creación de una junta militar que promulgó una serie de decretos que dejaron sin efecto las libertades civiles, impusieron la censura a la prensa, suspendieron los partidos políticos e ilegalizaron un gran numero de organizaciones. En diciembre el Rey Constantino II trató de expulsar a la junta pero su objetivo falló y tuvo que salir del país rumbo al exilio en Roma con unas pocas maletas. Es por eso que la dinastía real de Grecia merece una mención especial; es una singular estirpe de descendientes del Príncipe Guillermo, el segundo hijo del Rey Christian IX de Dinamarca, quien quedó convertido a los 17 años en el Rey de la polvorienta y conflictiva Grecia, adoptando el nombre de Jorge I y fundando una dinastía que durante un siglo reinó, con muchas penas, y muy pocas glorias, un país que nunca los aceptó. Sus descendientes tuvieron nombres rimbombantes, en honor de los grandes personajes de la antigüedad en los Balcanes: Helena, Filipos, Constantino, Alejandro… pero su suerte distó mucho de ser exitosa. La crónica de la saga de ciertos príncipes germano-daneses llegados del norte, como en una especie de cuento, cumpliendo aquella secular profecía que rondaba los aires griegos: “una princesa del norte traerá prosperidad al pueblo”. Cien años de

peligrosa historia que narran el compromiso de la Familia Real de Grecia con su tierra a lo largo de varias generaciones, desde Constantino I, cuyo sueño era recrear el Imperio bizantino, hasta los reyes Pablo y Federica, que trabajaron por la reconstrucción de su país. En ellas encontraremos príncipes, reyes y princesas, muchos de los cuales jugaron un papel determinante en la historia de Europa, aquellos que prefirieron vivir en el privilegio y aquellos otros que, por el contrario, aceptaron las obligaciones y sacrificios de su propia condición. Entre ellos: la princesa monja Alicia, que creía haber cenado con Jesucristo; el príncipe Jorge, que estaba enamorado de su propio tío Waldemar; la reina Helena de Rumania, que se afanó por salvar a los judíos de su país; la princesa Bonaparte, psicoanalista de renombre y amiga de Freud... y muchos más que formaron parte primordial de esta tragedia griega. Hombres y mujeres con pasiones y debilidades, sujetos a las mismas particularidades de la condición humana que el resto de los mortales. Lo que siempre molestó a los griegos fue que su Familia Real no tuviera sangre helénica, sino danesa, rusa, alemana, entre otras. Ni una gota de sangre griega fluyó por la venas de los reyes helenos, pues su monarquía fue de nueva planta y para ello importaron un príncipe danés que, a su vez, tampoco era completamente danés, sino parcialmente alemán. Entre sus parientes, el káiser alemán, el zar ruso, la reina inglesa y los principales líderes de la realeza europea de siglo XIX. No es una broma. La historia está llena de tales anécdotas: en Suecia reina

hoy una dinastía de origen francés, los reyes noruegos descienden de ingleses y daneses, los Habsburgo austriacos se convirtieron en monarcas españoles y la Casa franco-normanda de Anjou puso los cimientos para la hegemonía imperial británica.

D.S.

CAPÍTULO 1

JORGE I: DANDO VIDA A UNA DINASTÍA

El ascenso de la dinastía danesa a los tronos de Rusia e Inglaterra fue sólo el comienzo de una gran aventura, a veces apasionante, y la mayoría del tiempo trágica, de algunos de los más destacados descendientes del rey Christian IX. Como sabemos, la princesa Alix se casó con el heredero del trono inglés y más tarde fue reina consorte, al igual que su hermana Dagmar, que subió al trono imperial ruso de la mano de su esposo, el zar Alejandro. La gran sorpresa llegó cuando se supo que el joven y apuesto Willy, uno de los hijos de Christian, había sido elegido por las naciones para ser el nuevo Rey de Grecia.

Después que Grecia, entre los años 1821 y 1830, fue liberándose paso a paso del dominio turco, se encontró con que no tenía una clase noble afincada en el propio suelo. Gracias al apoyo francobritánico y ruso, las fuerzas insurrectas obtuvieron la victoria y en el Congreso de Londres de 1830 se reconocía el nacimiento de un nuevo Estado de cuyo territorio fueron excluidas Tesalia, Macedonia y Creta. Entonces se reconoció la necesidad de que un Rey estableciera estabilidad y concordia en suelo heleno. Luego de descartar las candidaturas de Leopoldo de SajoniaCoburgo, del joven príncipe Alfredo (tío e hijo, respectivamente, de la reina Victoria de Inglaterra) y del duque de Leuchtenberg (candidato de los rusos), se trató de probar suerte nombrando Rey de la Hélade al príncipe bávaro Otto, un príncipe germánico de 17 años, hijo del rey Luis I de Baviera y proveniente de la mental y políticamente inestable dinastía Wittlesbach, que se puede considerar entre de las casas reales más antiguas de Europa, ya que han reinado en Baviera sin interrupción durante setecientos treinta y ocho años. Los Wittlesbach habían sobrevivido con asombrosa vitalidad a las luchas fratricidas que diezmaron o aniquilaron la mayoría de las antiguas casas germánicas como los Hohenstaufen, y pese a las guerras o las revoluciones, a despecho de la extravagancia, e incluso de la locura que mostraron algunos de ellos, han conseguido conservar sobre sus súbditos un ascendiente que no poseen otras familias reales todavía reinantes. Otto nació en la ciudad austriaca de Salzburgo y fue educado en Múnich. Accedió al trono griego en 1832, cuando la conferencia

internacional reunida en Londres desde 1827 (para lograr acuerdos sobre Grecia) le eligió monarca. Aceptó la corona el 27 de mayo de 1832, cuando apenas contaba con 17 años. Hasta 1835 gobernó bajo una regencia compuesta por bávaros. Su impopularidad creció debido a que sus ministros eran alemanes, pero también al incremento de los impuestos y a su propia religión (católica). En marzo de 1844, hubo de otorgar una Constitución, después del golpe de Estado de septiembre del año anterior que le obligó a prescindir de sus ministros bávaros. Su prestigio entre los griegos descendió notablemente a causa de la participación de las potencias que le habían coronado. El descontento popular creció cuando el rey Otto no impidió que Gran Bretaña y Francia llegaran a ocupar el puerto ateniense de El Pireo desde 1854 hasta 1857, impidiendo así la intervención griega en favor de Rusia en la guerra de Crimea. El rey Otto consideraba una desgracia haber sido obligado a admitir una Constitución relativamente liberal que no le permitía manejar a los griegos enteramente como a sus servidores. El Ejército se sublevó, y lo echaron. Otto renunció a todo, que no era mucho, y salió aterrorizado y muy rápidamente durante la noche, acompañado de su esposa, Amalia de Oldenburgo, luego de que algunos revolucionarios intentaran asesinar a la reina y después de los intentos de derrocarle por parte de sus opositores revolucionarios. Por muchos motivos, todo el mundo supo que esta elección había resultado muy poco acertada. Por suerte, al llegar a Atenas Otto había ordenado tener una valija llena de ropa siempre lista, por si llegaba el caso

de tener que huir de la inestable Grecia, y así huyó a su Baviera natal, feliz de haber salido con vida de la indomable Grecia. Al quedar vacante el trono griego, las grandes potencias necesitaban designar con rapidez otro soberano más capaz para ocupar el puesto vacío. Había muchos intereses en juego, de orden político-estratégico, pero también económico, porque por ejemplo los británicos Rothschild habían realizado grandes inversiones en el reciente país y esperaban un ambiente pacífico, de prosperidad general, para sacar beneficios. Una primera idea consistió en entregarle la corona del exiliado Otto al hermano menor de éste, Leopoldo. Pero los griegos se negaban en redondo a volver a recibir a otro Wittelsbach, por lo que hubo que renunciar a esa opción si no se quería provocar una revuelta a gran escala. Por un momento, la barajó el nombre del segundo hijo varón de la reina Victoria de Inglaterra, Alfred “Affie”. A decir verdad, los griegos, que aún trataban de obtener las islas Jónicas, pensaron que decantarse por Affie haría que los ingleses les ayudasen a conseguir el objetivo. El Gobierno de Grecia deseaba nombrar un Rey que fuera capaz de establecer la unidad y estabilidad de su pueblo, signado por constantes luchas internas. Francia y Rusia propusieron candidatos, pero los griegos pensaban que sería mejor pactar con la poderosa Inglaterra. Se realizó un plebiscito nacional y quien obtuvo más votos en el plebiscito nacional, para ascender al trono, fue el príncipe Alfredo, a quien lo votaron 241.202

personas (el 95% del electorado); el duque de Leuchtenberg, candidato ruso, obtuvo 2.400 votos. 93 personas votaron por la República y uno sólo votó por la vuelta de Otto de Baviera. El príncipe Alfredo, segundo hijo de la reina Victoria de Inglaterra, estuvo a punto se ser proclamado rey, pero el gobierno británico rechazó la oferta y la reina Victoria se opuso furiosamente a la idea. No deseaba enviar a alguno de sus hijos a reinar a un trono precario y peligroso, y su gobierno recordó, oportunamente, que el Tratado de Londres de 1832 prohibía a las Grandes Potencias mandar a uno de sus príncipes a sentarse en el trono de Grecia. Al final, como no deseaban a Leopoldo de Baviera, ni podían hacerse con Affie, los griegos aceptaron la sugerencia de la reina Victoria y admitieron a Guillermo de Dinamarca. Sus padres estaban a un paso de recibir la corona danesa, mientras que su hermana Alix se encontraba a punto de transformarse, por matrimonio, en Princesa de Gales. Guillermo parecía el mejor candidato posible. No se le pedía que cambiase el luteranismo por la ortodoxia pero sí que, cuando se casase, se casase con una ortodoxa; que gobernase sin regentes ni ministros extranjeros a su lado y que sirviese a su nueva patria con lealtad. Willy tenía diecisiete juveniles años y era un simple grumete en el Colegio Naval de Copenhague. Se cuenta que Guillermo tuvo noticia de haber sigo elegido monarca al leer el papel de periódico que envolvía su sándwich de sardinas en la escuela naval de Copenhague, y debió insistir mucho a sus padres para que le dieran su consentimiento para ir a reinar a un país lejano y

desconocido, demasiado pequeño, poco desarrollado y muy dependiente de los extranjeros. El principito danés era del agrado de los ingleses, y aceptable para los rusos y franceses. Los griegos aceptaron a aquel “adonis” venido del Norte, y para demostrar su aprobación, el gobierno británico cedió las islas Jónicas, protectorado británico desde 1815, para poder así reconstituir la monarquía. Al año siguiente se promulgó una nueva Constitución, más democrática, que garantizaba el sufragio universal masculino y una legislatura unicameral. El 17 de septiembre de 1863 el joven príncipe inició su largo viaje a Grecia. La recepción que le espera en Atenas fue abrumadora, pues todo el mundo quiso ver al nuevo rey y tardó varias horas en completar el recorrido desde el puerto de El Pireo hasta el palacio que le tenían preparado. En relación con su nombramiento como rey su padre insistió en que la reina Victoria de Inglaterra transfiriera la isla de Corfú y las otras Islas Jónicas a Grecia. La corona británica accedió. Esto aumentó en gran medida la popularidad del ya querido Jorge. La llegada del joven principito danés a Atenas fue

multitudinaria, y se dice que la carroza que encargada de llevarlo desde el puerto de El Pireo hasta el viejo palacio real tardó dos horas en hacer el recorrido planeado y el rey, con dolor en el bazo, tuvo que soportar estoicamente aquel recibimiento e incluso tuvo que acostarse sin cenar, pues hasta los cocineros de palacio habían salido a recibirle. El 30 de

octubre de 1863, Grecia adoptó como monarca al príncipe que entonces contaba sólo diecisiete años de edad, Guillermo de Schleswig-Holstein-Söndenburg-Glücksburg. La elección, que pronto demostró ser extraordinariamente afortunada, se hizo siguiendo consejos ingleses, que todavía escondían bajo un velo la posibilidad de que la hermana del príncipe Guillermo, la bella Alejandra, pronto se convertiría en princesa heredera de Inglaterra al casarse con el Príncipe de Gales. Nada más instalarse en el palacio ateniense, Guillermo mandó de vuelta a su país de origen a quienes le habían acompañado, incluyendo a su querido tío, Julius de Glücksburg. No quería injerencias en su nuevo papel. Inmediatamente, instó a la Asamblea Parlamentaria (Vouli) a adoptar una nueva Constitución que permitiese poner el país en marcha hacia el futuro. En contraste con su predecesor Otto de Baviera, Willy no quiso llamarse “Rey de la Hélade”, sino “Rey de los Helenos”. Esto era algo más que una mera diferencia de títulos, era una profesión de fe y un programa de gobierno que, mediante el lema de su escudo de armas, se recalca aún más: “Mi fuerza es el amor del pueblo”. El rubiecito Rey adolescente no sabía a qué se enfrentaba, pero se sentó en el trono griego decidido a aprender el idioma griego y visitar constantemente ciudades, pueblos y aldeas de su nuevo reino, aunque no logró tener suficiente éxito entre los políticos. De entre sus nombres, Guillermo, Christian, Fernando, Adolfo y Jorge, el príncipe eligió el último, pues era el que le parecía más griego, para subir al trono. El 18 de marzo de 1863, Jorge I de los Helenos prestó juramento como

soberano constitucional de Grecia: “Juro en nombre de la Santísima Trinidad proteger la religión del pueblo griego, preservar su independencia, su autonomía, la integridad del Estado y ser guardián de sus leyes.” el jovencísimo y rubio rey de gustos burgueses y educación en la Marina danesa se decidió a conocer cada pueblo y aldea de su reino, aprender el idioma griego y conocer las costumbres y la religión de sus súbditos. Jorge I no salió de Grecia durante los primeros cuatro años de su reinado, decidido a compenetrarse con sus súbditos, aprendiendo de sus tradiciones y su historia, conociendo sus aldeas y pueblos, alternando con los campesinos y los pescadores, y aprendiendo a hablar griego, el idioma que llegaría a dominar perfectamente. A pesar de ser joven aún, e inexperto, Jorge conocía perfectamente las necesidades y problemas políticos de Grecia, y es por eso que solicitó a los cortesanos mantener siempre un abrigo preparado por si acaso tenía que escapar del país como lo había hecho el rey Otto. Para principios del siglo XX, el rey Jorge I había puesto ya al país rumbo a uno de los períodos más felices de su historia. La economía estaba saneada; las disensiones internas entre los partidos, aplacadas en cierto modo, y la política exterior, a pesar de algunas guerras desgraciadas, reposaba sobre sólidas amistades. La inteligente política matrimonial del rey griego había anudado valiosas alianzas con las grandes potencias europeas: él mismo se había casado con una sobrina del zar Alejandro II de Rusia, mientras que su hijo y heredero, Constantino, desposó con la princesa Sofía, la desdichada

hermana del emperador alemán Guillermo II, a quien había conocido en Londres durante las celebraciones por el 50º aniversario de reinado de Victoria I de Inglaterra. Una de las hijas de Jorge I, la princesa María, sería madre del gran duque Dimitri de Rusia, uno de los asesinos del famoso Grigori Rasputín, aquel degenerado monje siberiano tristemente célebre por su poderosa influencia sobre Alejandra, la última emperatriz de Rusia. Pasado algún tiempo, en 1867, el joven rey Jorge se dio cuenta de que, para arraigar bien en el nuevo país, necesitaba casarse con la mujer adecuada y fundar una dinastía con ella. Los griegos le habían permitido mantener la religión luterana, pero él se había comprometido a casarse con una princesa ortodoxa. Para buscar y encontrar una princesa ortodoxa, nada mejor que viajar a Rusia, el país en el que, para remate, su hermana mayor Minnie acababa de convertirse en nuera del zar. Minnie estuvo encantada ante la idea de invitar a Jorge. Y encantada, también, al conocer el propósito de su viaje a San Petersburgo. En 1867, Sacha, ya coronado como zar Alejandro II de Rusia, recibió a su cuñado, el rey griego, en su palacio y Jorge, encantado con la invitación, quedó maravillado de la exuberancia, esplendor y riqueza imperantes en la Corte de los Romanov. Pero Jorge estaba ya muy acostumbrado a su palacete ateniense sin calefacción ni agua corriente. En realidad, el viaje había sido planeado, tras bastidores, para que el rey Jorge pudiera encontrar en la Corte Rusa alguna princesa

que fuera conveniente convertirla en su esposa y en reina de los helenos. Alejandro II tenía solamente una hija, que se había casado con el ya mencionado duque de Edimburgo. Pero el hermano joven del zar, Constantino, sin embargo, tenía varias hijas bonitas y en edad de casarse, y se esperaba que una alianza marital entre la recién fundada dinastía helena y los poderosos Romanov de Rusia llegara a afianzar y fortaleces la política exterior griega. Todos esperaban que se casara con la gran duquesa Vera, pero no sucedió, y cuando ya se disponía a regresar a casa sin haber elegido una novia, por pura casualidad, vio a la hija de quince años del gran duque Constantino, el hermano del zar, y repentinamente se interesó por la delicada y reservada muchachita. Se llamaba Olga, y era hija de la princesa más bella y elegante de la familia imperial rusa, y proveniente de una de las ramas más cultas y brillantes de la corte de los Zares, aunque por todos era conocida la aversión que la joven gran duquesa sentía hacia la democracia. La niña cuyo nombre completo era Olga Constantinovna, (es decir, “hija de Constantino”), por aquel entonces tenía unos quince años, y era hija de una de las familias imperiales con más prestigio, poder y riqueza de Europa y reinó en Rusia durante trescientos años, los Romanov. Nieta del zar Nicolás I, Olga pertenecía, además a la 27º generación de descendientes de la poderosa emperatriz bizantina Eufrosina Doukaina Kamatera, que vivió en el siglo XII, y que fue consorte, y verdadero poder en las sombras, del emperador Alexis III, regente de Constantinopla y luego

soberano del Imperio Griego. Ochocientos años más tarde, una descendiente de Eufrosina llegaba nuevamente al polvoriento archipiélago helénico para reinar. Había nacido el 3 de septiembre de 1851 en el grandioso palacio de Pavlovsk, situado unas cuántas millas al sur de Tsarkoie Selo. El palacio Pavlovsk había sido un regalo de Catalina la Grande a su hijo el futuro emperador Pablo I y a su mujer, y según nos cuenta Miguel de Grecia, era un impresionante palacio repleto de “obras maestras de las escuelas española, italiana, francesa del siglo XVIH, miniaturas de gran belleza, cómodas de Riesener o Roentgen se mezclan con el gusto de la época, representado por cómodos sillones, plantas, mesas nido atestadas de chucherías y dispuestas en lugares estratégicos para que el visitante no avisado no se golpee con ellas, regimientos de fotos enmarcadas... ¡Y muchos muñecos de peluche!”. Su padre era uno de los príncipes más activos y valientes de la Rusia Imperial, y, en palabras de la infanta Eulalia de España, formaba parte del grupo de grandes duques rusos “por excelencia derrochadores y por tradición espléndidos”. Se llamaba Constantino Nicolaievich y era el segundo hijo del zar Nicolás I de Rusia y una princesa prusiana; hablaba ruso, inglés, alemán y francés, y fue educado en la Marina Rusa. Aunque los grandes duques rusos siempre fueron apuestos y altos, Constantino era todo lo contrario. Un observador de la época lo describió como “bajito y feo”. Tenía una voz potente, una

personalidad impotente y maneras bruscas, lo que lo convertía en un hombre incomprensible y desagradable. Fue un personaje significativo dentro de la dinastía, un gran duque que desarrolló brillantemente una carrera de oficial naval, que ocupó una posición distinguida dentro del más alto escalafón de la marina rusa, que desempeñó por un tiempo el cargo de virrey de Polonia y que participó en el consejo de Estado. También fue un hombre de notable intelecto: acostumbrado a manejar desde la infancia los idiomas ruso, alemán, inglés y francés. Todo le apasionaba, desde las matemáticas y la estadística, hasta la geografía, la música (tocaba admirablemente el cello) o la literatura clásica (sentía devoción por Homero). En última instancia, pocos príncipes podían alardear de semejante cultura. De joven, no se le consideraba bien parecido. Los hombres de la familia solían destacar en ese aspecto: a su padre, el zar Nicolás, se le había tenido por el príncipe más apuesto de Europa en su época; su hermano mayor el zarévich Alexander sorprendía por su magnífica planta también. Constantino no parecía de complexión suficientemente robusta y vigorosa. Además, los rasgos faciales daban la impresión de estar difuminados, mientras que sus ojos grisáceos nunca perdían una expresión ensoñadora, como si nunca enfocase la vista en un punto sino que la dejase vagar por el infinito. Sin embargo, la princesa Alejandra de Sajonia-Altenburgo (“la más hermosa con mucho de todas las mujeres de la corte”, según uno de sus descendientes) lo encontró atrayente. Ambos se cortejaron con

entusiasmo y se casaron por amor: en los primeros años, compartieron una gran dicha. Se habían conocido en 1846, cuando su hermana, Olga, se casó con el entonces rey de Württenberg, él la acompañó a Stuttgart, donde conoció a la princesa Alejandra (rebautizada Alejandra Iosifovna), una jovencita alta y delgada, demasiado interesada en el espiritismo y muy consciente de su rango principesco que se convirtió en una de las mujeres más elegantes y cultas de la corte rusa, y se la definió como “la más hermosa con mucho de todas las mujeres de la corte...” Cuando contrajeron matrimonio, Constantino tenía 19 años y Alejandra Iosifovna era una joven de “ojos azules... nariz recta y fina... tez deslumbradora... cabellera caoba...” y una “actitud altiva que la hace más atractiva aún”. Formaron una familia feliz, unida, dedicada a las artes y la música, viviendo en los palacios más lujosos que existían en el Imperio Ruso. El príncipe Miguel de Grecia, nieto de Jorge y Olga ha contado en uno de sus libros: “Durante los numerosos viajes de la gran duquesa, los niños son abandonados a merced de quienes debieran educarlos. Gobernantas, profesores, tutores, todos alemanes. La dinastía, a pesar de su apellido muy ruso, es de origen alemán. Las esposas de los emperadores y los grandes duques son todos alemanes. La gran duquesa Alejandra, alemana también, cree en la superioridad de su país. Constantino, Vera, Dimitri, Viaceslav, demasiado pequeños, son confiados aún a las mujeres, pero Nicolás y Olga, su hermana menor, se ven sometidos a un programa terrible.

“Ni un solo instante de reposo, de relajación. Naturalmente, no pasan todo el día en el aula, pero los recreos, los paseos bajo vigilancia son también momentos de entrenamiento intensivo a distintos deportes. Olga lo resuelve siendo decididamente una mala alumna. Las reprimendas resbalan sobre su inalterable dulzura. Nicolás, en cambio, se muestra brillante en todas las materias, pero ellos nunca parecen contentos... El padre... el gran duque Constantino, nada tiene de impresionante. Mucho menos alto que los demás grandes duques, es además completamente miope, hasta el punto que no puede prescindir de sus espejuelos. Su larga barba separada en dos mechones le da, de todos modos, cierta prestancia. Y, contrastando con su menuda apariencia, tiene una voz estentórea con la que se divierte sobresaltando a quienes se encuentran con él. Los padres de Olga se habían casado por amor. A los diecinueve años, durante un viaje a Alemania, el gran duque Constantino había conocido a la princesa Alejandra de Sajonia-Altenburg, que tenía entonces dieciséis años. “Será ella o ninguna otra”, declaró, y sus padres se habían inclinado, y gozosos además...” La inteligente Alejandra no pudo evitar, sin embargo, que el intempestivo marido le fuera infiel, y cuando en 1892 éste agonizaba, Alejandra condujo a su amante a su lecho de muerte para despedirse de él; murió en enero de ese año, cuando ya había pasado mucho tiempo de que su propia familia decidiera ignorarlo. De sus hijos, el mayor fue asesinado por el ejército bolchevique en 1918; el segundo, Constantino, de actitudes sexuales escandalosas y aficionado a la poesía y la música, tuvo

nueve hijos de los cuales tres también murieron a manos de los bolcheviques durante la Revolución Rusa, corriendo la misma suerte que Dimitri, el otro hermano. Sin embargo, aún está inconcluso el misterio con respecto a la cantidad de hermanos que tuvo Olga de Rusia, como lo da a entender el príncipe Miguel en una de sus obras, reproduciendo una conversación que mantuvo con la rusa Natalya Androssov Romanov, que ha dicho ser nieta del gran duque Constantino, padre de Olga. El rey Jorge I de Grecia y Olga (descendiente de cinco zares de Rusia desde el siglo XVII) se unieron en matrimonio en el brillante y pomposo entorno de la ciudad imperial de San Petersburgo, el 27 de octubre de 1867, y fue una boda por amor. La resplandeciente Olga, una adolescente, utilizó un vestido tejido de plata, con una cola de brocado de plata ribeteado de armiño, y con elegantes joyas de diamantes. Según la princesa María de Grecia, su madre solía repetir: “Me enamoré del hombre, no del Rey”. Aunque llegó a Atenas siendo una niña de dieciséis años, vestida con los colores de la bandera griega y estrechando sobre su pecho a sus muñecas más bonitas; poco después, cierto día tenía la obligación de estar presente en una audiencia, cuando se descubrió con sorpresa que la pequeña reina había desaparecido. Se hallaba escondida debajo de una escalera, aferrada a un osito de peluche y llorando amargamente. Extrañaba su casa. Sin embargo, aquella princesa ortodoxa pudo superar sus problemas y se convirtió en una reina muy querida y popular en

el país, debido al gran interés que mostraba por el trabajo a favor de los necesitados. Según relata la autora Inge Santner, la “emocionante y tímida reina se les metió en el corazón desde aquella primera mirada. Y lo que es más raro: los griegos, por lo general tan impulsivos e inconstantes, permanecieron fieles toda la vida a ese amor. Incluso en los tiempos críticos de la monarquía, la reina Olga seguiría siendo el ídolo del país”. A ella se le debe, decían en aquella época, la sencillez y felicidad hogareña que reinaba en la Corte de Atenas, y acompañó al prudente Jorge en el reinado más largo y estable que la dinastía Glücksburg tuvo en suelo helénico. Durante el reinado de Jorge I, Grecia expandió

considerablemente su territorio, anexando islas en el mar Jónico, la isla de Creta y territorios en el continente. En 1893, fue construido el canal de Corinto, lo cual agilizó el comercio con los países extranjeros. En 1892, con una gran celebración palaciega y una ceremonia en la catedral de Atenas, los reyes celebraron sus bodas de plata cubiertos con el cariño popular. Cuatro años después, gracias a la colaboración de los príncipes Constantino y Jorge, se realizaron los primeros Juegos Olímpicos modernos en Atenas, y la Ceremonia de Apertura fue presidida por el rey Jorge. La guerra con Turquía tuvo resultados adversos, obligando a los griegos a dejar Creta a la administración internacional, y entregar pequeñas concesiones territoriales a los turcos y una indemnización de 4.000.000 de libras turcas. El júbilo con el cual los griegos habían aclamado a su Rey a principios de la guerra se convirtió en protestas tras la

derrota. En 1908 los militares llevaron a cabo un golpe de estado, y exigieron que se revisara la Constitución. Cuando Montenegro declaró la guerra contra Turquía el 8 de octubre de 1912, Grecia apoyó el levantamiento montenegrino en lo que sería la Primera Guerra balcánica. Los resultados fueron totalmente diferentes a 1897. Las fuerzas griegas bien entrenadas lograron una contundente y rápida victoria. A la reina Olga se le agradeció que Jorge I fuese durante toda su vida “el rey más sencillo de Europa” y que siguiese teniendo las formas y estilo de vida de un auténtico burgués de Copenhague. Olga, que se transformó en una reina extremadamente popular, fue una queridísima cuñada para Alix y Minnie. Sus relaciones con la familia inglesa y con la familia rusa siempre rayaron en la excelencia. Hay una anécdota muy graciosa relacionada con Olga, ya muy viejecita y casi completamente ciega. En una ocasión, hallándose en territorio británico, acudió a visitar a su sobrina política la reina María, esposa del rey Jorge V de Inglaterra. En el salón dónde la recibió María, había numerosas figuritas de porcelana, incluyendo una de Lady Godiva sin ropa, cubriendo su desnudez con la larga cabellera. Dado que apenas veía tres en un burro, la reina griega Olga observó la figura, que le llamaba la atención por el lugar especial que ocupaba, y, con voz enternecida, exclamó: “¡Ah! La querida reina Victoria...”. La cara de la diplomática y victoriana reina María debió ser un auténtico drama en esos momentos.

La popularidad de Olga alcanza cotas desconocidas cuando cumplió 16 años y dio a luz a un varón. El príncipe se llamó Constantino en honor al padre de Olga y de aquél antiguo emperador bizantino que rememoraba las glorias de la antigua y poderosa Grecia. Con 21 años Olga ya era madre de cinco hijos. El último de los hijos, el príncipe Cristóbal nació en 1888. Así, en poco más de dos décadas, la reina Olga llenó la casa de niños. El segundo fue el príncipe Jorge, que nació en 1869. Entre 1870 y 1888 nacieron los siguientes niños, Alejandra, Nicolás, María, Andrés y Cristóbal. El rey Jorge acordó con la Casa Real danesa que todos sus descendientes por vía masculina tendrían eternamente el rango de príncipes y princesas “de Grecia y Dinamarca”, haciendo desaparecer de su familia el larguísimo apellido familiar germano-danés de Schleswig-HolsteinSöndenburg-Glücksburg. A todos los niños se les enseñó a hablar griego, a amar a su patria, a respetar todas las costumbres y la idiosincrasia helena, y se los educó en la fe ortodoxa griega, gesto considerado un buen augurio por los griegos: Por fin la Hélade tenía una dinastía auténticamente griega, con hijos que profesaban la fe de su pueblo, nacidos en aquella tierra que vio nacer a los primeros filósofos, cuna de la democracia y la civilización. Entre los descendientes de Jorge y Olga hallamos hoy a multitud de príncipes y monarcas de la inmensa mayoría de las familias coronadas del Viejo Continente. El príncipe Cristóbal recordó acerca de la educación que recibieron los niños: “Nuestro hogar era una verdadera Torre de

Babel… Mis padres hablaban alemán entre ellos, e inglés con sus hijos, excepto Andrés, que hablaba siempre griego. En la guardería y en clase siempre hablábamos griego y era muy divertido cuando nos visitaban nuestros parientes rusos o daneses”. Otro de sus hijos, Nicky, escribió en sus memorias: “Mi padre tenia rígidas teorías sobre la educación y puso la mayor atención en nuestra formación. Quería que todos contásemos para algo en Grecia, mas allá de nuestro rango, y nuestros maestros fueron elegidos entre los mejores profesores que el país podía ofrecer. El propósito tanto de mi padre como de mi madre era hacernos olvidar que éramos príncipes; teníamos que convertirnos en auténticos caballeros, capaces y disciplinados, bien informados, con un alto sentido del deber y con humildad en relación con nuestros logros”. Y así fue. Los príncipes y princesas fueron educados según las estrictas normas prusianas. Aprendieron a hablar griego, danés, francés, inglés y alemán; recibieron clases de gramática, literatura e historia; fueron formados en arqueología, equitación y música, y para ello se levantaba bien temprano y recibían un baño de agua fría y un desayuno frugal. Tatoi es un paraje griego situado a unos veinte kilómetros al norte de Atenas. En tiempos de la Antigua Grecia, había en ese lugar, a los pies del monte Parnes, una fortaleza espartana, llamada Decelia, y todavía podrían contemplarse allí los restos de una antiquísima muralla. En 1871, los reyes Jorge I y Olga, cansados del viento de Atenas, compraron un palacete en aquel lugar. Poco a poco, se fueron construyendo villas y se hizo un

viñedo. En un principio, la joven familia real residió en la casa original, que por cierto era muy primitiva, y con el creciente número de hijos fue necesario construir una casa mucho más grande en el centro de las 16.000 hectáreas de tierra repletas de pinos, olivos y cipreces. En el medio del bosque, la reina mandó construir una capilla que posteriormente sirvió de mausoleo para la familia, y una de sus hijas, la princesa María, escribió en sus memorias que la familia poseía allí una granja. Así, Tatoi se convirtió poco a poco en la residencia favorita de la Familia Real. Tras la muerte de los reyes, se convirtió en el cementerio de ellos y sus descendientes. Incluso, uno de ellos, el rey Alejandro I murió en dicho lugar en 1920. Fue también residencia favorita de los reyes Pablo y Federica de Grecia, que se encuentran enterrados en el panteón situado en la finca. El rey Constantino de Grecia ha batallado judicialmente por recuperar la propiedad, llegando el caso al Tribunal Europeo de Justicia, pero, de momento, sólo ha conseguido una indemnización de 10 millones de euros. Allí se encuentran sepultados todos los reyes y reinas desde Jorge I hasta Pablo I, el príncipe y la princesa Nicolás, el príncipe Andrés, el príncipe y la princesa Jorge, y la reina Alejandra de Yugoslavia. Tatoi fue, durante los 100 años que Jorge I y sus descendientes reinaron en Grecia, un verdadero hogar, la residencia favorita de la familia, donde príncipes y princesas, hallando paz y seguridad, se sentían como lo que casi no eran: una familia de verdad. Para el príncipe Nicolás, Tatoi era “un recuerdo de sol y hermosa naturaleza que me devuelve la sensación de calidez al corazón,

incluso en los momentos más tristes”. Y el príncipe Cristóbal lo describió como “el único lugar en el que podíamos vivir una verdadera vida de hogar, y olvidarnos, por un breve periodo de tiempo, de que supuestamente no éramos seres humanos comunes”. Su hijo, el príncipe Miguel, un reconocido escritor, que estuvo en Tatoi durante el reinado de su primo el rey Pablo I, hizo en una de sus obras una bonita descripción de la finca: “Tatoi era más una villa grande que un palacio. Justo al lado del salón, suntuoso aunque de reducidas dimensiones, se abría un comedor que ocupaba toda la extensión del edificio. Teníamos bastante poco personal, y cuando nos encontrábamos en familia, con frecuencia, almorzábamos en torno a un buffet danés en el que cada uno se servía a sí mismo. La estancia más bella de Tatoi, el despacho del rey Pablo, hacía las veces de salón familiar. Estaba situado en un ángulo de la casa, y las ventanas se abrían ampliamente sobre las dos fachadas del edificio. Allí se podían admirar unos muebles muy hermosos del renacimiento florentino, y sobre una mesa inmensa se apilaban revistas del mundo entero, que todos podíamos consultar sin llevárnoslas. “Recuerdo también un cuadro situado encima de la chimenea: representaba la salida del rey Jorge I desde Copenhague hacia Grecia. Había pertenecido al padre del rey Pablo, y, sobre su escritorio, el rey conservaba como algo precioso el silbato de oro realizado por Fabergé para el Standart, el yate de Nicolás II. Si a uno se le permitía acceder al primer piso, allí descubría las habitaciones del rey y de la reina, y tres o cuatro habitaciones de

invitados. La puerta del baño había sido pintada en trompe l’oeil por nuestro tío, el príncipe Nicolás, que fue un artista de renombre. En el segundo piso se encontraban las habitaciones de los niños y la mía. La familia real vivía en Tatoi de forma permanente. No íbamos al palacio de la calle de Herodes Atticus más que para cambiarnos de ropa con ocasión de las recepciones oficiales. En Tatoi pasábamos días deliciosos. El palacio está situado a una media hora de Atenas. De noche, cada uno volvía de su trabajo. Éramos jóvenes, todo el mundo reía...” En los primeros años de su reinado, Olga percibió que el pueblo todavía poseía un conocimiento limitado de la Biblia, por lo que, convencida de que las Santas Escrituras brindarían consuelo y ánimo a la nación, puso gran empeño en lograr una traducción en el lenguaje más sencillo que el de la versión que los cristianos griegos utilizaban hasta la época. Además, se entregó a la Antropología con pasión y la ayuda a personas con dificultades económicas. El pueblo amó mucho a la reina Olga y todos los años celebraban felices su cumpleaños en las calles de Atenas. Para alegrarlos, la reina salía de palacio para brindar con la gente en honor del rey Jorge. De su abuela, nos habla el príncipe Miguel de Grecia: “Calurosamente recibida por los griegos, no escatimó con ellos la abnegación. No se limitó a crear instituciones caritativas, hospitales, orfelinatos, sino que se ocupó personalmente de ellos. Nunca se mezcló en política. De todos sus privilegios, sólo se había reservado el de ser accesible a todos, tender su oído a quienes la necesitaban y demostrar una inagotable compasión”.

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