Relatos cortos

נכתב על ידי Criis_Tedder

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El primer relato se titula Ceniza y lo escribí en 2015. En 2016 se llevó el primer premio en el Premi Poble B... עוד

CENIZA
Plaza España
TANATOS
Oι̉δίπoυς

CLIC

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נכתב על ידי Criis_Tedder


Clic. Clic. Clic.

Ese era el sonido.

Clic.

Clic. Clic.

Aquel era el sonido que producía el ratón cada vez que Victoria presionaba el dedo índice sobre el botón izquierdo. Una vez más, volvía a enfrentarse a la pantalla del ordenador, como cada fin de semana que encontraba tiempo libre.

En cuanto el fichero estuvo abierto, colocó los dedos encima del teclado, suspendidos en el aire, esperando a que las ideas fluyesen a través de su cuerpo para poder plasmarlas en su ordenador. Sin embargo, las ideas no iban y venían con la frecuencia que Victoria habría deseado.

Cerró los ojos. Exhaló con intensidad y trató de alejar el estrés que le provocaba pensar en la cantidad de proyectos y trabajos que tenía que redactar y entregar para la semana siguiente.

Suspiró. Volvió a mirar la pantalla y resopló.

No sabía por dónde empezar. Ni siquiera sabía qué podía contar. De qué hablar. Sobre qué escribir. ¿Iba a ser ella capaz de escribir un buen relato? ¿Acaso un libro? Ni siquiera tenía que ser necesariamente bueno, solo tenía que ser un libro. Que ella hubiera producido una obra con palabras y letras que tuvieran coherencia y cohesión entre ellas, que se entrelazasen en busca de un mismo sentido, ya podía considerarse un logro. Solo necesitaba encontrar entretenimiento.

Inmediatamente buscó su móvil. Lo extrajo de sus bolsillos y, antes de reproducir una canción, conectó los auriculares. Para Victoria, la música siempre había sido una buena forma de inspirarse. Quizá si lograra olvidarse de su vida durante un rato, podría escribir algo. Aunque fuera una frase. Con eso se conformaba.

Con la mirada enfocada en la pared se concentró en la letra de la canción seleccionada. Se dejó llevar por la melodía, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás; hacia un lado y hacia el contrario. Súbitamente, se levantó de la silla y se paseó por la habitación.

Bailó.

Trató de olvidar quién era ella, para convertirse en una persona completamente distinta a quien de verdad era y ser capaz de escribir historias. Sus propias historias con sus propios personajes. No hacía falta inventárselos, podían incluso estar basados en personas que realmente conociese. Solo tenía que cambiar los nombres, las fechas y los lugares. Solo quería escribir, escribir y escribir. ¿Qué había de malo en ello?

Sin embargo, el problema era más sencillo de lo que creía: Victoria ni tenía nada que contar ni sabía cómo hacerlo, por mucho que se esforzara.

Jamás había sido fácil vivir en aquella casa.

Rosalía y Pedro trabajaron en su construcción durante años, aportando ideas tanto al arquitecto que contrataron como a los albañiles: la idea era pasar el resto de sus vidas entre aquellas paredes que veían como poco a poco se formaban. Fue un proceso maravilloso para la pareja. Se trataba de un edificio propio de la época victoriana, imitando los modelos de aquel período, puesto que ambos compartían cierta pasión por el arte.

Sentían pasión por el arte, pero no solo uno en concreto sino en general. Eran una pareja de apasionados de la literatura, el teatro, la pintura, la música y la historia. Por este motivo a su hija la llamaron como la llamaron y, a su hijo menor, Miguel. Cuando el niño nació, toda la familia expresó júbilo y alegría del mismo modo que mostraron su tristeza cuando los médicos les informaron sobre el problema que Miguel sufría en el corazón. Nunca supieron el motivo ni el modo en qué este se manifestó, pero Miguel tuvo que someterse a diversas operaciones para evitar que su flujo sanguíneo se detuviera, por lo que acudía constantemente a revisiones cardíacas desde muy pequeño.

Por otro lado, hacía ya algunos años Pedro empezó a notar algunos cambios en el comportamiento de Rosalía. Se olvidaba de cosas triviales y sencillas. No obstante, Pedro sospechaba que aquello no podía conducir a nada bueno. Conque se presagiaba lo peor, habló con su mujer. Al principio intentó negarlo, evidentemente, porque ni siquiera ella era consciente de lo que le estaba sucediendo, pero con el tiempo Pedro pudo comprobar que Rosalía no estaba bien. Fue entonces cuando la llevó al hospital y se confirmaron todas sus sospechas.

El alzhéimer había empezado a dominar su estado neurológico, lo que explicaba su reciente conducta. Al principio únicamente olvidaba detalles sin importancia, casi ridículos. Pero los meses pasaban y la enfermedad envolvía a Rosalía con más intensidad. Ya no solo olvidaba la hora a la que su hijo salía de clase, sino también sus responsabilidades diarias: comprobar que llevaba todas las asignaturas al día, llevarlo hasta el colegio, recogerlo...

Rosalía tuvo que visitar a su médico con tanta frecuencia que Pedro se vio obligado a abandonar su puesto de trabajo dado que no podía compaginar el periodismo con el cuidado de sus hijos y el de su mujer. No podía dejar a su mujer sola en ningún momento. Victoria ya era mayorcita en aquel entonces y sabía cuidarse sola pero, ¿y Miguel? Ni siquiera había terminado el colegio y alguien tenía que llevarlo todas las semanas al hospital para comprobar que el niño estaba bien. Pero lo que más preocupaba a Pedro era lo siguiente: ¿Por qué ella? De entre las millones y millones de personas que existen en el mundo, ¿por qué a ella? ¿Su Rosalía? ¿Lograría superar la enfermedad? ¿qué haría sin Rosalía? ¿Cómo podría vivir sin el amor de su vida?

Se secó una lágrima.

Los viernes son días de revisión. Papá llama a mi tía para que venga a cuidar de mamá el tiempo que estemos ausentes ya que mi hermana no está en casa últimamente y mamá no puede estar sola. Al principio venía con nosotros pero con el tiempo papá prefiere que se quede en casa porque cree que está más segura.

Victoria estudia en la universidad, como los mayores, aunque a mí siempre me va a parecer que sigue siendo un poco niña. Aun así, sé que ella estudia mucho y se esfuerza todo lo que puede para contentar a mis padres, sobre todo a mamá. Tendrías que verlas hablar. Bueno, más bien es Vic quien habla últimamente. Mamá se limita a mirarla y a veces simplemente asiente. Hace como que la escucha pero creo que no siempre es así porque muchas veces le cambia de tema sin venir a cuento. La verdad es que no entiendo por qué actúa así. Sé que nunca ha sido buena recordando, pero ya lleva algunos años que resulta preocupante. De todas formas, no deja de ser increíble la cantidad de gustos que comparten.

Creo que mi madre es como Dory, este personaje que sale en Buscando a Nemo. Me encanta esa película y todavía recuerdo las primeras veces que la vi, con Vic. Ella sostenía el cubo de palomitas mientras yo me las zampaba todas.

Cuando era pequeño recuerdo que los cuatro jugábamos en la terraza. Mamá se acordaba siempre de todas las reglas que debíamos seguir para no hacer trampas, aunque siempre era ella la primera en romperlas cuando me sugería escondites para que ganara y, para mi sorpresa, así era. Cada día me enseñaba uno distinto y yo me sentía el niño más pequeño en un mundo demasiado enorme para mí.

Hasta hace unos años, siempre era ella la que nos apremiaba para levantarnos temprano, sacudiéndonos cuando todavía estábamos entre las sábanas de la cama. Desayunábamos juntos. Sin radio. Sin televisión. Sin prensa. Solo nosotros. La familia como uno solo. Como un único ente. Papá era el primero en levantarse de la mesa para irse a trabajar a la redacción. Él trabajaba como periodista: escribía reportajes y a veces incluso lo podíamos ver en la tele, aunque él siempre decía que prefería mantenerse detrás de la cámara y escribir para sus compañeros. Por otro lado, yo no paraba de decirle que me encantaba llegar al día siguiente al colegio y poder presumir de padre entre mis amigos. Me parecía que él era el mejor del mundo y que su trabajo era flipante. Era muy guay. Mi padre era muy guay.

Pero entonces todo cambió. El ambiente, las bromas, los juegos... No reconocía a mi familia en aquella casa. A veces incluso dudaba de estar en el mismo lugar, el mismo hogar.

Pasaron los años y mamá fue dejando de ser mamá. Ya no la sentía igual. Y aunque no lo hablaba con Victoria, creo que ella sentía lo mismo que yo. Ella se volvió más reservada y creo que eso de la adolescencia tiene algo que ver. No lo sé. Ahora tengo miedo a hacerme mayor porque no quiero ser como ella. Es más escueta que antes y en cuanto puede se escabulle de cualquier cosa que nos incluya a los cuatro. Ella antes no era así. Ahora cuanto más tiempo pase dentro de su habitación mejor, o eso piensa ella. A veces incluso le habla mal a papá y discuten y eso me parece horrible. Deberíamos estar unidos, como hacíamos antes.

Echo de menos esos momentos. Echo de menos a mi familia.

Supe que todo iba a cambiar -más aun, claro- cuando, antes de morir mis abuelos, mi padre nos dejó un día entero con ellos. Victoria insistió en que ella podía cuidarme y que no era la primera vez que lo hacía. Que no pasaba nada. Y tenía razón, Victoria me había cuidado ya en previas ocasiones y no me había pasado nada. Sigo vivo. Sin embargo, la batalla la ganó mi padre, claro. Al recogernos ambos tenían un semblante triste.

Mi padre no volvió a levantarse el primero de la mesa por las mañanas, dejó de acudir a la redacción y de aparecer por la tele. Yo no entendía por qué o quizá sí y no quería admitirlo. Ahora era mi padre el que recordaba todas las reglas de los juegos -las pocas veces que jugábamos los cuatro porque en aquel momento eran prácticamente nulas-, el que nos sacudía por las mañanas cuando todavía nos encontrábamos envueltos entre las sábanas, el que preparaba el desayuno y nos llevaba a clase. Mientras, mi madre pasaba el día vagando de un lado a otro de la casa, nerviosa, incapaz de salir sola a la calle. Por su salud.

Mi padre y yo hemos ido hoy al hospital. El médico que me ha revisado ha sido uno distinto al que estoy acostumbrado, por lo que me he sentido bastante incómodo a pesar de que mi padre estaba conmigo. Conozco a mi médico desde mi primera operación –la cual ni si quiera puedo recordar porque no tenía uso de razón en aquel entonces-, y tener que ser analizado por un desconocido me aterroriza.

Así que al llegar a casa me sentía tan frustrado que me he puesto a dibujar. Me encanta dibujar, pero sobre todo diseñar artefactos. Me paso horas leyendo y buscando información sobre tecnología y automóviles. Decir que me sé de memoria todas las carreteras del país y todos los trenes que pasan por cada pueblo es poco. Mis compañeros alucinan conmigo y lo mejor es que los hago reír. Se ríen conmigo y no de mí y eso está genial.

De modo que, aquí estoy, lápiz en mano. Estoy diseñando un nuevo modelo de trenes. En el futuro me gustaría ganarme la vida como conductor de algún vehículo o incluso como ingeniero. Los que no son mis amigos dicen que jamás voy a conseguirlo porque que antes me moriré de un ataque al corazón o un paro cardíaco y a que a ver si, con un poco de suerte, llego al instituto. Yo intento ignorarlos porque sé que no tienen razón, pero es difícil cuando sus voces retumban en mi cabeza continuamente.

Cuando termino el diseño decido que quiero enseñárselo a mi hermana. Así que me levanto del suelo y me dirijo a su habitación. Tiene la puerta cerrada, como siempre, pero se la ha dejado abierta por una pequeña rendija por la que puedo verla frente a su ordenador.

Como he dicho, ella estudia mucho y, como no quiero molestarla, me retiro lentamente.

Mi nombre es Rosalía. Nací en un pueblo de Valencia en 1970. Estoy casada con Pedro y tengo dos hijos.

Estas son las palabras que me repito cada mañana cuando abro los ojos. Las escribo continuamente. El problema es cuando olvido lo qué iba a escribir. Mi marido me lo recuerda una y otra vez y yo lo anoto. Ya he olvidado el nombre de mis padres. El instituto en el que estudié. La primera amiga que tuve. Apenas recuerdo la dirección de mi calle o cuándo es Navidad. Y la sensación es horrible y me aterroriza. El alzhéimer avanza cada día con más profundidad. Procuro recordar los nombres de mis hijos, que ahora mismo son lo que más quiero: Miguel y Victoria; el de mi marido: Pedro. No quiero olvidar como lo conocí, ni que estudié Historia del arte. No puedo olvidar mi pasión, no me lo perdonaría. Pero, desafortunadamente, eso es lo que me sucede muchos días y no hay remedio que lo combata.

Desde que me diagnosticaron la enfermedad, me recomendaron escribir sobre mí misma todos los días. Algo así como una especie de diario en el que tuviera constancia de mi día a día y de lo que mi vida ha sido en el pasado. Se supone que leyéndolo puedo volver a recordar e interiorizar todo lo que he olvidado y refrescar mi memoria, pero no es así. Leyendo aquellas palabras no siento que estoy leyendo sobre mi propia vida. Ni siquiera me recuerdo escribiendo estas líneas. Se supone que sirve para retrasar el alzhéimer; sin embargo, nada detiene a este bicho. Porque el alzhéimer es como un bicho: te va consumiendo y consumiendo, bebe de tus recuerdos y de tus ideas y cuando ve que no hay nada más de lo que alimentarse, se va, pero tú te marchas con él.

Es todo tan surrealista.

Tengo miedo todo el tiempo. Sé que estoy olvidando más cosas de las que soy consciente, pero el temor que siento hacia el hecho de no saber quién soy, cómo me llamo o donde vivo me ahoga. O los nombres de mis hijos. Por Dios, mis hijos. Me da miedo pensar cómo sería ser una Rosalía que cree no tener familia ni amigos. A veces incluso olvido que estoy enferma. Pedro me lo recuerda cada vez que trato de cruzar el umbral de la puerta por mi cuenta. Siempre me detiene a tiempo. ¿Y si salgo y no sé cómo volver? ¿Y si olvido mis miedos? ¿Y mis sueños y mis logros? ¿Mis ambiciones?

Agarro el lápiz entre los dedos y lo dirijo al papel para escribir las siguientes palabras: Mi nombre es Rosalía. Nací en un pueblo de Valencia en 1970. Estoy casada con Pedro y tengo dos hijos. Mi nombre es Rosalía. Nací en un pueblo de Valencia en 1970. Estoy casada y tengo dos hijos. Mi marido se llama... ¿Cómo se llama mi marido? ¿Pablo? No, Pablo no es su nombre. Bueno, pero mis hijos... sus nombres son... Ah, ya me acuerdo. Pedro es mi marido y mis hijos son Miguel y Victoria.

Miguel y Victoria.

Mi nombre es Rosalía. Nací en un pueblo de Valencia en 1970. Estoy casada con Pedro y tengo dos hijos: Miguel y Victoria.

Clic. Clic. Clic.

El sonido. Otra vez. Exactamente el mismo.

Clic.

Clic. Clic.

Aquel era el sonido que producía el ratón cada vez que Victoria presionaba el dedo índice sobre el botón izquierdo. Satisfecha, Victoria sonreía mientras tecleaba un punto final para su historia. Una historia que hablaba sobre un niño con más sueños que años, un hombre forzado a sacrificar su carrera laboral para cuidar de sus seres queridos, una mujer que olvidaba su miedo a olvidar y sobre una escritora que no tenía nada que contar ni sabía cómo hacerlo.

Y quien sabe si el niño logrará vivir lo suficiente como para triunfar en su ámbito, si el hombre regresará a su vida y volverá a escribir, si algún día la mujer será más fuerte que cualquier enfermedad y si la joven se verá capaz de contar su historia de una vez por todas.

Clic.

Clic.

Clic.

El sonido.

De lo que Rosalía estaba segura era de que no olvidaría jamás el ruido que su hija hacía cada vez que añadía una nueva palabra a sus historias.

Porque al final la joven que no tenía nada que contar encontró personajes sobre los que construir una vida y una personalidad. El pequeño Miguel dejó de ser pequeño y estudió dos carreras. No vivió más allá de la jubilación, pero vivió. Pedro regresó a la redacción, pero continuó cuidando de su mujer hasta el último día. Finalmente, Rosalía murió. El alzhéimer seguía avanzando por mucho que se esforzara en retrasarlo. Murió, pero murió habiendo visto a sus hijos cumplir su sueño, en los brazos de su marido y rodeada del amor de su familia.

Y el bicho también abandonó a Rosalía, pero ella se marchó con él.

Clic.

Clic.

Y entonces Victoria escribió el punto final a su historia.

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