La luz es todavía tenue. Quizás en unos minutos se pueda ver mucho mejor. Hace frío, aunque el traje es capaz de mantenerme suficientemente caliente. Es un calor confortable que no hace sudar cuando se hace ejercicio y seguramente tenga que hacer mucho ejercicio para ir recogiendo los trozos de metal escondidos en los escombros. Lo que menos me gusta es tener que trabajar entre toneladas de escombros. Es deprimente. En el pasado esta zona fue parte de una gran ciudad con cientos de miles de personas moviéndose por todas partes. Hoy en día es todo lo contrario. Silencio y soledad. Nada parece habitar entre los escombros.
Tengo que intentar centrarme en el trabajo. Miro el mapa y repaso la ruta que me ha sido asignada. Luego ajusto los localizadores para no salirme más de 30 metros de la línea de debo seguir. En cuento me separe 20 metros sonará un aviso para que no me despiste. Empiezo a andar tranquilo, tengo tiempo y no debo cansarme más de lo adecuado. Los detectores de metales van haciendo su función, señalando dónde debo buscar y la profundidad aproximada en la que encontraré algo. Hay bastantes restos de metales de valor, pero todos pequeños y muy dispersos. Casi me salgo de la ruta varias veces. Es tan aburrido que es fácil olvidarse de la ruta y perderse entre todos estos escombros y ruinas de edificios.
Pasa el tiempo. Ya casi es medio día. Ya hay bastante luz, lo que me permite ver perfectamente los escombros y localizar con seguridad los objetivos. Cerca de la separación de 30 metros de la ruta hay un posible objetivo de un peso más que adecuado. Hay otro más grande pero está a 70 metros de la ruta. Puedo recoger el primero y buscar el segundo después. Como nadie me mira ni me vigila, no debo tener problema en salirme del camino y conseguir algo más sustancioso. Cuanto antes termine menor. Apago el avisador y me dirijo directamente a primero de los objetivos que me señalaba el detector de metales y luego al segundo. No tardo mucho y ya estoy sobre el trozo de metal. Está a unos dos metros de profundidad. Bueno, está más profundo de lo que pensaba, pero el tamaño del trozo de metal era suficiente para llegar al 70% de todo lo que tengo que recoger. Saco las herramientas y empiezo a cavar con cuidado. No quiero encontrarme con un espacio vacío en el que puedo caer. ¡Cuidado! El indicador sísmico me indica que el suelo vibra de forma extraña. Debo parar. ¡Que mala suerte! Sólo me faltan 50 centímetros para llegar al metal. ¿Me arriesgo? Tengo que tomar algunas medidas de precaución. Eso hago.
Busco donde atar varias cuerdas que me sirvan para detener una posible caída libre. Tiro de las cuerdas y compruebo que el cálculo de tracción es adecuado. Si caigo, las cuerdas me sostendrán perfectamente. Esto me hace confiar y seguir cavando con cuidado. Al poco veo el trozo de metal y la razón por la que el suelo vibraba. El metal es una plancha de aproximadamente un metro por metro y medio. medio centímetro de grosor. Parece una aleación de aluminio-níquel con algo e cobre. Es grande. Tengo que sacar la plancha y cortarla en cuatro trozos para poderla transportar. Eso hago con cuidado. Según arrastro la plancha veo como se abre un hoyo negro justo debajo. Parece profundo. Ya miraré que es esto, pero antes es necesario cortar la plancha y atarla para transportar. Una vez termino con el empaquetado, me acerco al hoyo y para mi sorpresa el detector de metales me indica que hay bastante metal en el fondo del hoyo. Más o menos la profundidad es de unos siete metros de donde estuvo la plancha superior. ¿Bajar allá abajo? ¿No es una verdadera imprudencia? Sin duda que lo es, pero me siento capaz de todo. Quiero terminar el trabajo.
Utilizando las cuerdas debe ser sencillo bajar allí y ver qué puedo sacar. Allá voy. Me deslizo por el hoyo y poco a poco voy descendiendo. Pero algo va mal. La cuerda está perdiendo su rigidez. Parece que algo afilado está rompiendo las fibras y de repente me siento caer la vacío. Siento el choque. La oscuridad y silencio llenan mi mente. Me duele la cabeza. He debido de golpearme contra el suelo y pierdo totalmente la conciencia.
No sé cuanto tiempo ha trascurrido. Me duele todo el cuerpo. Podría abrir los ojos, pero no me atrevo. Los párpados me pesan. Mi consciencia retorna con lentitud y empiezo a escuchar. ¿Voces? Debo estar delirando. Siento algo húmedo y frío que recorre mi cara. Parece un trapo que acaricia mi frente. Una voz resalta sobre las demás. Oigo que me dice con dulzura:
— Despierta, no tengas miedo. Despierta. Necesitas beber algo. Abre lo ojos y mira. No temas, no temas. Nadie va a hacerte daño.
Consigo tragar un poco de saliva y siento mi garganta seca. Muevo los labios y no consigo decir nada. Tengo que preguntar, lo intento de nuevo y un tenue hilo de voz sale de mi.
— aaaarh, ¿Quién eres? ¿Dónde estoy? ¿Qué me pasa?
— Soy Solya. Te hemos recogido y traído aquí para curar tu heridas. Es un milagro de no hayas muerto al caer de siete metros. Además, en cierta forma estás en casa. O la menos eso creemos. Llevas uno de nuestros signos. Una cruz. No te preocupes, sigue en tu cuello. Contesto lo poco que mi mente me permite:
— ¿Mi casa? No tengo nada que se parezca a eso. Vivo solo. Agua por favor, me duele la garganta y la lengua.
Con esfuerzo consigo tomar varios tragos de agua. Al rato ya me siento algo mejor. Siento que debo abrir los ojos y eso hago lentamente. No es sencillo describir todo lo que veo, pero no siento miedo, sino algo diferente. Veo rostros que me miran y sonríen. Siento algo extraño. Algo que el futuro llamaré amistad, pero que este momento no sabía que existía. Caigo de nuevo en un sueño profundo pero relajado y tranquilo.