He perdido mis guantes, Emil.

By juvxntas

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Me calentaste las manos con tu aliento, pues yo había perdido mis guantes. Inspirada en el relato de Guillem... More

Emil.

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I

Yo debía tener dos años cuando los Muler tuvieron a su segundo hijo. Ellos eran de origen alemán y se paseaban por las calles con ese caminar vanidoso y tambaleante tan distintivo suyo. Eran muy conocidos por toda Sighisoara desde su instalación en la ciudad a finales del siglo XIX, venían de Sibiu y no tenían muchos amigos, pero, para sorpresa mía, tampoco enemigos.

Herr Muler, el padre, era un hombre respetable de encrespado bigote, gran apetito y enorme carácter; gozaba el tomar largas caminatas durante las mañanas de los sábados, miraba las incontables ventanas de las estrechas calles mientras balanceaba su reloj de plata, este colgaba de una cadena que, a su vez, salía de su saco.

Su mujer, una figura solitaria de mirada fría, no salía con frecuencia si no era para presumir lo perfecta que era su vida mientras se paseaba con esos anticuados y extravagantes vestidos y sus bajos tacones negros, siempre al lado derecho de su esposo y con sus hijos caminando silenciosamente a un costado. Nunca supe su nombre, nunca me interesó y por azares del destino esa información jamás llegó a mis oídos. Era una mujer engreída y escandalosa, también era bien sabido que en cuanto se le rosara algún doblez del pomposo vestido iniciaría un escándalo que sólo un dios podría callar.

Adolf Muler, primogénito de la adinerada familia, era un joven de cara larga, al igual que su madre; caminaba con paso firme y decidido, rara vez se le veía sonreír. Te juzgaba mucho antes de que tu le dirigieras la palabra y no perdía tiempo en conversaciones triviales.
Al verlo, se creía que la familia portaría ese gen frío y agrio por al menos dos generaciones más. Pero eso cambió cuando el pequeño Emil llegó al hogar de los Muler -allá tras la vieja torre del reloj- o bien, así fue para mí en cuanto lo conocí.

Emil había heredado el caminar firme de su padre (al igual que su hermano) pero en su rostro blanquecino se reflejaba una mirada que mostraba más tristeza y soledad que rudeza y frialdad. Le gustaba llevar el cabello largo. No tanto como una dama pero puedo afirmar que siempre demostró una admiración extraña hacia las cabelleras desordenadas y ligeramente "largas" de los más jóvenes que correteaban alegremente la ciudadela.

Yo vivía al lado oeste de la ciudad, cerca de las empinadas escaleras que llevaban a la iglesia en la colina, anexa a la escuela secundaria en la que pude ver más allá de las apariencias y avistamientos locales que rondaban a mi querido Emil Muler.

Apesar de su fama como una de las familias más adineradas del pueblo, nunca me interese severamente en los Muler. Yo viví una niñez normal, llena de juegos, travesuras y regaños de vez en cuando. Puedo asegurar que en un par de ocasiones sorprendí al menor de los Muler observándonos desde una alta ventana a mis amigos y a mí corretear gatos en la calle, acción que me intrigaba desde siempre.
¿Por qué no saldrá nunca a jugar con nosotros? Sólo se sienta frente a la ventana a observarnos. Es raro. —pensaba yo.
Él se veía extremadamente desolado, apartado del mundo y parecía que jamás había visto el sol o sonreído siquiera. Él era triste. Él estaba solo.

Aún con esto, nunca convivimos directamente hasta aquel día en que le vi sentado a un par de filas a mi derecha; dejándome boquiabierto, sobre un pupitre astillado y desteñido se encontraba mi compañero Emil Muler. Yo había empezado la secundaría con poca expectativa, abiendome abandonado mis anteriores amigos, me encontraba solo. Repito, yo estaba decaído, pero Emil, él parecía perturbado y me asustaba la manera en la que su vista se mantenía fija en el pizarrón.

Parecía en extremo aplicado —aunque por alguna razón no esperaba lo contrario—, hecho que aproveché abiertamente. Recuerdo pasar lecciones enteras mirando su mentón partido, sus manos, su piel de apariencia pálida y tersa; quería tocarle, averiguar si sería tan suave como lo imaginaba, tal vez incluso, posar mis labios sobre ella.

No creía posible que él hubiese reparado en mi presencia —a pesar de tener mi mirada clavada en su persona—, por lo que me sorprendió de sobre manera cuando me invitó a escaparnos de la ultima clase comentando:

—Ya sé ese método de memoria, lo he estudiado toda la semana, además, se nota que a ti tampoco se te dificulta por la manera en la que divagas mentalmente y pierdes tu mirada en la nada.

Me sentía avergonzado, ¿habría notado mi nada cuidadoso acoso?

—Pues, a decir verdad no me vendría mal un poco de aire.

Lo siguiente que viene a mi memoria es verle corriendo frente a mí, sus ropajes se agitaban conforme avanzábamos y yo sólo pensaba en que también así debía de verme desde atrás. Aún me sorprende la imagen de su mano tomando la mía, obligándome a seguirle el paso. En efecto, su piel era suave, su mano era pequeña, de porcelana muy frágil. Mientras corríamos, conté tres pequeños lunares en su brazo y cinco en el recuento cuando nos sentamos codo a codo tras una lapida gris. Fue nuestra primera escapada al cementerio.

Emil Muler suspiró a mi lado en lo que yo sacaba un cigarrillo de mi bolsillo.
Emil Muler fumó ese cigarrillo conmigo.
Emil Muler carraspeo un par de veces en su primera calada.
Emil Muler me sonrió mientras me confesaba que era su primera vez.
Emil Muler sólo fumaba conmigo.

II

No necesitamos mucho tiempo para volvernos cercanos y continuamos caminando al cementerio hasta convertirlo en una clase de ritual nuestro. Pronto supe que fumar no era su fuerte, a pesar de ello, no recuerdo una sola vez en la que él me permitiera fumar solo y ante esta situación mi habito de fumar era casi inexistente con él a mi lado. Pero claro que lo notaba, y nada tonto constantemente me tentaba a fumar con él, preguntándome si había traído a los susodichos, invitándome a fumarnos uno juntos. No era capaz de negarme. Juntos, esa palabra era mi debilidad tratándose de él, juntos y una sonrisa suya eran capaz de derribarme sin poner resistencia.

Emil peonto entendió que conseguía lo que deseaba usando Juntos como palabra mágica, pero también me mataba cuando sonreía de esa manera en la que sólo él podía hacerlo, rompiéndome el corazón; pero me he adelantado un poco. Prosigo.

A todo esto se nos unió un compañero de la clase, Hermann Balan, joven carismático y amigo de la familia Muler, hecho por el que siempre le sentí más amigo de Emil que mío.
Hermann nos bautizó como El Trío (demostrando su abundante originalidad), título que perdía autenticidad cuando él mismo decidía pasar el rato con el primogénito de los Muler, o bien ocurría lo contrario y ocasionalmente Adolf acepaba la solicitud de Hermann para que el primogénito Muler pasara tiempo con nosotros.

Como ya he dicho, nos volvimos lo suficientemente unidos como para ser llamados amigos entre nosotros tres, pero el hecho de tener la sonrisa burlona de Hermann entre Emil y yo siempre fue algo que me fastidió ligeramente. Esto ocurrió porque no pasó mucho tiempo para cuando empecé a sentirme notablemente atraído por Emil Muler, atraído por la forma en que sus ojos, atentos, se paseaban por mi rostro y me leían de esa forma que sólo él podía llevar a cabo, atraído por como solía expresarse balanceando sus manos en el aire como si fueran bailarinas, me sentía curioso por probar el sabor de sus labios rosados y encantado con su manera tan propia de sonreírme. Empecé a perder la mirada en su cabello revuelto y me sentía dichoso al correr tras él mientras sus dedos se entrelazaban con los míos. Oh vaya que me sentía pleno estando a su lado, me sentía enamorado.

III

Emil Muler nunca fue un chico realmente interesado en las artes, solía decirme que alguien que piensa vivir a base de estudios sobre ciencias y números es incapaz de interesare en las artes visuales, "...tal vez la música, pero eso sería todo." me decía, poniendo fin definitivo al tema. Así, fiel a su propia teoría, jamás le vi garabatear algo más que una pequeña y sencilla cara sonriente entre sus apuntes y, aunque también decía ser incapaz de algo tan "sentimental" como apreciar el arte, más de una vez le sorprendí mirando con cierta curiosidad y melancolía los dibujos que yo solía tener tirados en mi habitación: yo era pintor.
Siempre intenté que se interceptara en mi mundo, pintarle, llenarle el alma con mis colores, animarle a intentar, pero él sólo me miraba, mil veces me miró con esos ojos, expectantes a mis movimientos, tragándose mi alma, negaba moviendo lentamente su cabeza y sonreía culpable, entonces Emil Muler me rompía el corazón.

Emil Muler rompió mi corazón más veces de las que puedo contar.

Como aquella vez que nunca olvidaré, mientras me congelaba las manos camino al cementerio. Hermann no nos acompañó esa vez por una razón que no logro recordar, pero no me importaba entonces ni lo hace ahora.

—He perdido mis guantes, por favor ignorame. —le dije mientras me frotaba las manos con cierto nerviosismo; nunca fui amante del frío. Emil no había parado de mirarme en todo el trayecto y yo ya me había cansado de su mirada penetrándome el cuello, cuestionando mi actitud.

Entonces se detuvo —de forma tan repentina que para cuando yo paré de caminar unos segundos después, nos encontrábamos a un par de pasos de distancia el uno del otro—. Me giré para mirarlo mientras él se acercaba en silencio. Durante nuestras primeras semanas conociéndonos Emil era sinónimo de silencio, continuamente estas lagunas causaban que mi respiración se detuviera casi por instinto, como si romper el ambiente fuera un pecado. Con el paso del tiempo noté orgulloso como creaba esos silencios con otras personas, incomodandolos, y cómo conmigo se desenvolvía con gran diferencia. Seguía siendo callado, pero el cambio para mí era notable.

Observé paciente y en silencio como tomaba mis manos desnudas y las cubría con las suyas, creando una pequeña cueva, luego inclinó ligeramente su cabeza y, tomando algo de aire, las calentó con su aliento. Las frotó y sin soltarlas miró mis zapatos, noté como su vista subía lentamente hasta detenerse un segundo en mis labios, casi de inmediato posó sus ojos en los míos. Sabía que le había visto, sabía lo que había echo, así que esta vez no me sonrió, fue justo esto lo que nuevamente me rompió el corazón.

IV

Habían pasado los meses cuando el incidente de los guantes aún rondaba mi cabeza.

El trío —nombre que detesto hasta el día de hoy— pasaba una tarde caminando por los límites de la pequeña Sighisoara. Un par de vacas obesas por aquí y algunos perros por allá: habíamos dado con el viejo y prácticamente abandonado establo de los Sander. Una familia de dos varones, padre viudo e hijo impertinente, pareja de bebedores que solía pasarse las tardes sentada bebiendo algo definitivamente más fuerte que una limonada sobre la mohosa infraestructura de madera a la que llamaban porche. Su casa estaba al lado del establo, pero no se veía rastro de ninguno de los dos, lo cual era poco usual.

—Es domingo. —dijo Hermann.

—Sí, es domingo, ¿cuál es tu punto? —le miré a los ojos, preguntándome qué pasaba por esa cabeza suya.

—Los Sander deben estar en la iglesia. —murmuró mientras todos mirábamos la casa. Yo pensaba en lo diferente que debió haberse visto si la señora Sander siguiese viva. Me preguntaba también por su olvidada causa de muerte. ¿Realmente recuerdo haber asistido al funeral?

Miré a Emil quien se encontraba al otro lado de Hermann y parecía haber perdido el interés en el paradero de los Sander; se había entretenido con una roca, pateándola en dirección al establo. Lo seguí y por alguna razón divina Hermann no lo hizo, este se encaminaba hacia el porche de la casa tal vez con la intención de poner su trasero sobre el mismo sitio que el viejo Sander. Pensé que nadie nunca lo había hecho, así que bien por él.

Por otro lado el establo casi se caía a pedazos, pero Emil había encontrado un pequeño encierro para caballos lo suficientemente cubierto como para que yo no le viera y así poder tirar de mí cuando yo pasara al lado, ignorando su paradero mientras le llamaba. Dí un grito por el sobresalto pero lo corté en cuanto le vi riendo a sólo cuatro centímetros de mi rostro. Divisé sus ojos entrecerrados en la oscuridad, se le formaban dos arrugas al borde de los mismos, su sonrisa mostraba sus dientes y el sonido de la misma me contagió, pronto nos encontramos pasando un buen momento, sólo Emil y yo, en un establo sin caballos, riendo en la oscuridad.

Esto no duró mucho. De repente se detuvo, algo que aunque no era extraño en él me perturbó ese momento, le miré y sus ojos, siempre con esa sensación expectante, estaban fijos en mí. Me perdí en sus labios, que habían perdido el color rosa debido a la oscurida y pude ver como un vapor de aire frió emanaba de nuestras bocas al respirar. Había tensión, y esta misma me impide saber quién dio el primer paso. Sólo puedo sentir el fantasma de sus labios contra los míos, mis dedos entre su cabello y sus manos sobre mis hombros. Él era cálido, su contacto era cálido, yo creía que si quisiera podría evitar que muriera de hipotermia con uno de sus besos. Creía que nada podría arruinarme este momento, estaba pleno, tan cerca de él que no necesité nada más.

Eventualmente nos separamos, pero no quise soltarle. Juntamos nuestras frentes y nos miramos mientras recuperábamos el aire perdido.
Emil no habló, yo tampoco. No quería condenarnos, nos encontrábamos en un barranco y no me atreví a saltar pero tampoco intentar salvarnos. Sólo me quedé ahí, a cuatro centímetros de su rostro, temblando del frío y la adrenalina.

Nos fuimos a casa, Emil fue el primero en salir del establo, escuché como cordialmente se despedía de Hermann y percibí sus pisadas alejándose deprisa.
Yo salí un minuto después y comprobé que Hermann se había sentado en el porche, observaba el cielo cómodamente. Me despedí de manera brusca y evité sus preguntas alejándome a toda velocidad.

Llegué a mi casa y me senté sobre un montón de bosquejos que había dejado en el suelo de mi habitación la noche anterior. Al ver su contenido y comprender su significado un ataque de escalofríos me recorrió el cuerpo entero: todos eran intentos de cuerpos desnudos y rostros, cuerpos masculinos y el mismo rostro conocido.

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