Las estrellas se pueden conta...

By itssyko

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Alice está en el último curso en el instituto. Se está preparando para la selectividad y los últimos exámenes... More

Alice
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Carla
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32

Capítulo 1

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By itssyko

Yo la vida la siento en los pies, en el ir y venir de cada día.

Son las siete y media y ya estoy lista para salir. Le doy un beso a mi madre y otro a Milla, pillo tres galletas de la caja y me las como en la parada del autobús. Tres galletas: ni unas más ni una menos. Como siempre, voy a la carrera para sentarme en un asiento libre, una victoria que dura un segundo.

– Niña, ¿me dejas sentar? Me duele la espalda –el viejo de turno que intenta birlarme el sitio.

Echo un vistazo rápido a mi alrededor. Nadie se levanta, ¿por qué yo? Como siempre, intento ser como los demás, pero al final gana la diversidad: me levanto y le dejo mi asiento. Para colmo, suelto un educado “por favor”.

El instituto todavía no se ha despertado; el timbre de las ocho y media es su primer bostezo. Pero yo el colegio lo prefiero así, sin los grititos de las chicas, sin pantalones bajos ni flequillos lisos. Lo prefiero así, silencioso como un montón de cemento adormecido.

Me siento en el muro del patio, cojo la agenda de la mochila, un boli azul, y empiezo a escribir. Escribo cuentos para despertar, cosa rara, porque normalmente los cuentos sirven para dormirse. A nadie se le ha ocurrido antes: cuentos para despertarse; un gran invento, una recarga de buen humor por la mañana, muy distinto a los desayunos de cinco cereales… Si la gente se despertase cada día con un cuento no habría tantas guerras.

– Y la ganadora del Novel de la paz es…

… Alice Saricca, estudiante de último curso, el más bonito, dicen. Para mí es igual que los otros, quizás peor, porque es más complicado, todo el mundo juega a hacerse el mayor, a ser un experto en sexo y a mentir. Mucho más complicado, porque están los exámenes. Aunque al final se sobrevive a todo: al sexo, a las mentiras, a los exámenes… Es la filosofía del “ya me las arreglaré”. Sí, vale, te las arreglas, pero ¿después qué haces con las cicatrices? Carolina me lo repite hasta la saciedad: “¡Tú no vuelas porque te da miedo estrellarte!” No me veo capaz, nací sin paracaídas.

– Pero ¡así nunca vas a volar! –afirma, y me explica que en la vida es mejor tener malos recuerdos que arrepentirse de no haber hecho alguna cosa.

Yo pienso que es mejor arrepentirse, porque si no haces algo puedes utilizar la imaginación, inventarte el final que más te convenga, mientras que los malos recuerdos ya tienen un final. Es mejor una historia inacabada, porque la puedes estrujar entre las manos y cambiarle de forma, como la plastilina. Sí, es mejor así, prefiero evitar los riesgos: nada de sexo y nada de mentiras. El fuego no es para mí.

Son las ocho menos cuarto. Esa chica también ha llegado. Levanta la cara, “hola”, y se sienta en las escaleras. Se pone los auriculares del walkman en las orejas y empieza a mover la cabeza arriba y abajo para seguir las machaconas notas de una guitarra eléctrica. Kurt Cobain, siempre está escuchando Kurt Cobain. También lleva una camiseta negra en la que pone “Nirvana” en relieve; la habrá comprado en algún concierto.

En teoría no la conozco, en realidad lo sé todo sobre ella: Giorgia Battaglia, tercero B, tez morena, ojos oscuros como el carbón y pelo negro un poco despeinado. Es una chica que, cuando pasa, te das la vuelta; una chica de otro planeta, una chica que siempre va a lo suyo…, y no entiendo por qué me mira así.

Saca un paquete de Marlboro del bolsillo de los vaqueros y por un momento pienso que fumar está bien; si ella lo hace, es que está bien. A las ocho y veinte llega también su novia, ¿qué hacen juntas? Tiene la boca enfurruñada y los ojos azules, pero fijos, de esos que no dicen nada; son unos ojos superficiales, los ojos de Giorgia son otra cosa… Ésta le da un beso y si su novia le pide otro le dice: “Con uno ya vale…” Y me mira. Yo me siento como una intrusa allí en medio, aunque entre ella y yo no haya nada, aunque ni siquiera nos conozcamos. No tendría por qué, pero aún así me siento como una intrusa, porque ella me mete en medio con sus ojos carbón.

El colegio lanza su primer bostezo del día. Guardo la agenda y el boli en la mochila y me dirijo hacia la entrada. Me siento en la primera silla que encuentro; no tengo un compañero fijo, no me gusta atarme. Por eso tengo pocas amistades, pocas pero de verdad, de esas de las que te puedes fiar. Carolina ocupa el primer lugar. Nos conocemos desde hace ocho años y, si le cuento un secreto, sé que dejará su lengua quieta dentro del paladar. Es un año mayor que yo y estudia psicología en la Sapienza; le quiere arreglar la cabeza a la gente, pero a mí me parece que cada uno hace lo que puede por arreglarse la suya. La gente se frota los ojos cuando nos ve juntas porque Carolina y yo somos distintas en todo, desde la marca de los zapatos hasta el suavizante para el pelo. Porque yo tengo los pies de plomo y ella no. Porque ella es todo valentía y yo no. Carolina es decidida. Cuando descubrió que Marco, su novio, se lo hacía con otra, fue a hablar con ella y vio que no sabía que Marco ya estaba ocupado. Les había tomado el pelo a las dos. Entonces Carolina tuvo una idea. Dicho y hecho: fueron juntas a ver a Marco y le dijeron que se habían quedado embarazadas.

– ¿Y ahora qué vas a hacer?

En un primer momento se desmayó, luego volvió en sí, se olió la broma, se sintió como un gusano y pidió perdón.

– Eres un genio del mal –le dije cuando me lo contó.

– Gracias, ya lo sé –me contestó satisfecha.

Pero de vez en cuando, quizás también a menudo, Carolina vuelve a pensar en Marco. Y de vez en cuando él la llama, se ven, se escapa un beso y quizá algo más, luego se pelean y ella vuelve a decirme: “¡Es un imbécil!” ¡Es un imbécil pero le quiere! Y yo no lo entiendo: ¿qué sentido tiene querer a alguien así? Bueno, debe de ser verdad, el amor es así, no sabes hacia dónde va, de repente aparece un nuevo personaje y se complica todo.

– Ya vale, Caro, pero ¿qué le ves a alguien como Marco? ¡Es un hijo de puta!

– ¡Ha cambiado un montón, te lo juro!

Pero luego se descubre que ese montón es pequeñísimo y que Marco sigue siendo el mismo.

– ¡Se acabó, ya basta! –Y es la última vez que se ven.

Yo hago como que me lo creo, pero ya sé que no será la última, que habrá otra y otra más… Carolina es así, escucha las órdenes de su corazón y le obecede. Yo no, yo me hago caso toda entera. Y cada vez que tengo que tomar una decisión se convoca en mí una reunión de vecinos: corazón, cabeza, cuerpo y alma quedan y se consultan. Normalmente a quien hago más caso es a la cabeza porque me parece que sus ideas son mejores.

Andrea se sienta a mi lado. Lleva el pelo con cresta, a lo Beckham, pantalones rasgados de Cavalli, camiseta rosa de supermarca, de lo más pijo…, zapatillas deportivas Prada, gafas grandes, de mosca. Tiene la nariz a la francesa, más falsa que los billetes del Monopoli, se la ha hecho su padre, que es cirujano plástico. Andrea no se siente a gusto si no rezuma dinero –el dinero de papá–, si no se toma su aperitivo de cada tarde, si no discute con los chupones del colegio.

– ¿También te ha birlado el sitio esta mañana el viejo?

Asiento con la cabeza.

– Para mí que lo hace a propósito, no te creas que le duele la espalda…

Andrea no se fía de la gente, dice que siempre hay alguien que te quiere joder. Y que con las que son como yo resulta muy fácil.

Carla llega tarde como siempre.

– ¡Carla Rossi, llegas con siglos de retraso! –le dice el profesor.

Ella hace una mueca cómica y se va a su sitio. Las caras de Carla son graciosas, son las de alguien que no te quiere fastidiar, que no dice trolas: nada de autobuses que no llegan, nada de llaves de casa que desaparecen, nada de accidentes en la avenida Colombo, nada de despertadores sin pilas. Una vez dijo: “Perdone el retraso, pero estaba en la cama.” Carla es así, transparente como un vaso de agua, de la que tiene burbujitas y te hace cosquillitas en la garganta. No es como Ludovica… Si ella llega con retraso, se inventa las historias más absurdas. Una vez hubo un accidente mientras ella estaba en el autobús y tuvo que bajar para prestar ayuda porque había hecho un curso en la Cruz Roja; otra vez la pararon para hacerle una entrevista delante de su casa. ¿Una entrevista de qué? Ni idea. Y yo espero el día en que Ludovica entre por esa puerta y diga: “Perdone, profesor, pero hoy era el día del Juicio Universal…”, o algo parecido. Y estoy segura de que todos la creerán, porque dice las mentiras tan convencida que es imposible no hacerlo.

Carla se da la vuelta y me mira. Le sudan las manos, las pega en la portada del libro de griego, masculla un “¡Eh, hola!”, mira la hoja en blanco y se vuelve hacia el otro lado.

La suya es una incomodidad rápida, hace que su lengua corra pero no le deja terminar las frases. Andrea dice de Carla: “Se le cae la baba cuando te mira.” Me encojo de hombros.

– Sí, pero bueno, ¿y a ti qué te importa? Es una pringada…

Me muevo un poco hacia un lado con la silla, miro de reojo la cara de Carla. Me gustaría decirle a Andrea que sí que me importa Carla, que sólo con que se quitara esas gafas, se arreglase el pelo y vistiera mejor, todos le irían detrás. Pero mi incomodidad es también rápida –no me gusta quedar en evidencia–, y por eso miro a Andrea y le digo:

– Ya…

¡Qué gran respuesta “ya…”! ¿No podrías encontrar algo mejor, Alice?

Ricci, el profesor de latín y griego, nos manda una traducción de cuarenta líneas para mañana. Meto los libros en la mochila y me voy hacia la salida del colegio. Saco el móvil del bolsillo de abajo y le envío un mensaje a Caro:

Hoy no puedo ir al cine. Tengo que hacer una traducción kilométrica. Saluda a Brad Pitt de mi parte.

Desaparece el sobre de la carta de la pantalla: “Mensaje enviado”.

Sigo andando hacia mi casa y la veo allí, al lado del interfono, delante del portal de mi casa. Es Giorgia, con su camiseta de Nirvana y sus cascos en los oídos. Y por un momento me digo: “¡Ha venido a buscarme!” Luego me convenzo de que no puede ser, debe ser una casualidad; mejor no crearse falsas expectativas. La llamada de Carolina llega frente al portal, en el momento en que nuestras miradas se cruzan. Empieza a sonar una samba en el móvil, pero el volumen está tan alto que más bien parece un reclamo para delfines. Giorgia me mira y sonríe.

– ¿Estás sorda?

Me gustaría explicarle que la pongo tan alta porque si mi madre llama y no contesto se preocupa. No le explico nada, solo miro. Mientras, Carolina sigue lanzando destello en la pantalla.

– ¿Qué? ¿No contestas?

No, sólo la miro, víctima de un hechizo.

– Dame eso. –Y me quita el móvil de las manos.

– ¿Sí?

– ¿Sí? ¿Quién es? –pregunta Carolina.

Alargo la mano, intento volver a tomar el control de la situación.

– Devuélveme el móvil.

Pero ella se pone el dedo en los labios, como queriendo decir “¡Chss…, tranquila, yo me encargo!”, y me guiña un ojo.

– ¡Soy Giorgia! ¿Buscabas a Alice?

¡Ha dicho “Alice”! Y comprendo que ella también sabe mi nombre. No está aquí por casualidad.

– ¿Y tú quién eres? –pregunta Carolina, que en las situaciones raras se las arregla de maravilla–. ¿Le has robado el móvil?

– No, no, Alice está aquí, la tengo delante.

– Bueno, dile que no me venga con rollos…, paso a las cuatro y nos vamos al cine.

Ella me mira, tapa el micrófono del teléfono con la mano.

– Te pasa a buscar de todas formas. ¡Estás jodida!

– ¡Dile que no puedo! Si mañana Ricci me saca para preguntarme la traducción, ¿qué le digo? ¿Le hablo de Brad Pitt?

Giorgia quita la mano del micrófono.

– No, Alice no puede. Hoy tiene que salir conmigo.

Carolina insiste.

– La excusa de que tiene que estudiar esta vez no cuela.

– No, la verdad es que no es por la traducción, es que hoy sale conmigo.

Yo abro más los ojos, sonrío. A Carolina no le cuadra la situación.

– Pero ¿tú quién eres? ¿Esa tía rara que va a su clase?

Me quedo de piedra; creo que Carolina no podía encontrar un momento peor para sacar a relucir a Carla. Por suerte, Giorgia no se da cuenta y sigue hablando:

– No, no voy a su clase. De todas formas, esta tarde Alice sale conmigo –responde ella, y cuelga.

Giorgia me devuelve el móvil; yo sonrío.

– Se te da bien eso de mentir –le digo.

– ¿Cómo que mentir? Paso a las cuatro.

Recoge su mochila y se va. Yo también agarro la mía y entro en el portal. El móvil todavía está caliente, puedo notar su respiración. Le mando  un mensaje a Carolina:

Tengo que hacer una traducción kilométrica y después tengo que salir con una tía superguay…

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