Kuroshitsuji: solo soy una si...

By BasiMichaelis

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Una nueva ama de llaves ha llegado a la mansión Phantomhive y ya desde el principio parece ser una chica muy... More

Esta ama de llaves se presenta
Esta ama de llaves se explica
Esta ama de llaves sale corriendo
Esta ama de llaves y su música
Esta ama de llaves pide un favor
Esta ama de llaves cae en la trampa
Esta ama de llaves lucha
Esta ama de llaves confiesa
Esta ama de llaves es desobediente
Esta ama de llaves relata I
Esta ama de llaves relata II
Esta ama de llaves relata III
Esta ama de llaves relata IV
Esta ama de llaves propone
Esta ama de llaves espera el té
Esta ama de llaves y su prometido
Esta ama de llaves, capturada
Esta ama de llaves toma una decisión
Esta ama de llaves duerme
Hola :3
Esta ama de llaves conoce a Papá Noel
Esta ama de llaves y su familia.
Esta ama de llaves recibe una proposición
Esta ama de llaves ataca por sorpresa
Esta ama de llaves llora
Esta ama de llaves reclama venganza (penúltimo capítulo)
Esta ama de llaves debe despedirse (último capítulo)

Esta ama de llaves sale a correr

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By BasiMichaelis

Ese olor.

Ese repugnante olor a manzana podrida. Ese olor que emana un cuerpo impregnado por el deseo, sumergido en las más bajas tentaciones, victima del placer efímero. Tantas veces lo había olido salir de un humano durante mi larga existencia. Pero era la primera vez que, quien lo desprendía, era uno de mi misma especie. Yo mismo, sin ir más lejos.

Mi amo estaba sentado en un extremo de la mesa del comedor, desayunando. No me había dirigido una sola mirada en toda la mañana. Estoy seguro de que, si hubiera sabido cómo hacerlo, se hubiera vestido él solo con tal de pasar el menos tiempo posible a mi lado. Y no era para menos, al fin y al cabo me había visto acostarme con su tataranieta.

No parecía estar enfadado conmigo. Simplemente le daba vergüenza mirarme a la cara. Después de todo lo que había vivido este niño y para él todo aquello parecía un enorme tabú. No lograba entenderlo.

No lograba entender nada, en realidad. No comprendía, no tenía cabida en mi cabeza de más de cinco mil años que yo (¡YO!) pudiera acabar… Por Dios, me daba asco solo pensarlo.

Entonces alguien llamó a la puerta del comedor.

–¿Da su permiso, conde?– preguntó Isabel, desde el otro lado.

Ciel carraspeó. ¿Estaba o no preparado para enfrentarse a su tataranieta después de lo ocurrido en la anterior velada?

–A-adelante– dijo.

El pomo de la puerta empezó a girar. Sentí como todos músculos de mi cuerpo humano, desde las caderas hasta los hombros, se erguían en completa tensión. ¿Y yo? ¿Estaba preparado?

«Pues claro que lo estás» me dije «imbécil».

La señorita Isabel asomó su cabeza, sonriente, notablemente mejorada en comparación a cómo estaba después de la pelea de la noche anterior. Sus quemaduras habían desaparecido casi por completo, solo algunos rastros rosados quedaban en sus mejillas y frente, nada que estropeara su fino y noble rostro.

–Buenos días–dijo, al entrar del todo en la habitación.

Llevaba puesta una especie de chaqueta que no había visto nunca. Era azul claro, con una cremallera blanca que la cerraba hasta el cuello, pero que ella llevaba abierta hasta un poco por debajo de sus pechos, dejando ver una camiseta blanca sin mucho cuello que digamos. Sus pantalones parecían hechos con la misma tela que la chaqueta y no dejaban nada a la imaginación. Si no veías perfectamente las curvas de sus piernas, es que necesitabas gafas urgentemente.

Detrás de ella y con la misma sonrisa de vitalidad en el rostro, entré yo. Bueno, no yo, ya me entendéis. Madre mía, qué complicado es esto, de verdad.

Llevaba unos pantalones de tela vaquera negra, como los del día anterior; una camisa blanca con los dos botones del cuello sin abrochar y una corbata negra medio desatada. Seguía sin llevar guantes o algo que le tapara las manos. Ya casi me había olvidado de cómo se veía mi mano izquierda sin ningún símbolo gravado en ella.

–Buenos días– dijo Sebas, mirándonos a Ciel y a mí fijamente.

–Buenos días– contestamos mi amo y yo al unísono, observando como Sebas se sentaba, mientras que Isabel tan solo agarraba su taza de té, vertía la bebida ardiente dentro desde la tetera y se la bebía de un trago.

–¿Qué tal están los chicos?– preguntó Isabel.

–Siguen durmiendo, pero están bien, según Sebastian– contestó mi amo– ¿verdad?– me miró.

Asentí, mirándole fugazmente. Pero, inmediatamente, volví mi vista hacia Isabel.

–Lo siento, no tengo tiempo para quedarme a desayunar– dijo, mientras agarraba una servilleta y se limpiaba los labios–, de verdad, necesito salir a correr un rato. 

–¿Qué?– se sorprendió su prometido– Voy contigo.

Sebas empezó a levantarse de la silla, pero Isabel le detuvo.

–Cielo necesito estar un rato sola– dijo, simplemente–. Te recuerdo que no me he separado de ti en estos últimos días.

–Ayer estuviste a punto de morir, Isabel. ¿De verdad crees que voy a dejarte sola? ¿Y si te da algo en medio del bosque, cómo me entero? ¿Y si vienen esos a por ti?

–Sebastian– se dirigió a mí– ¿puedes decirle a tu yo del futuro que es un maldito exagerado?

No contesté. Tampoco creo que me lo pidiera de verdad.

–Les dimos tal paliza que no creo que se presenten en un par de días– continuó la señorita–. Además, si me quedo más tiempo encerrada en esta mansión, entonces sí que me va a dar algo.

Sebas se sentó. Las mujeres humanas, cuando se encaprichan, y por todos en el universo es sabido eso, tienen más poder persuasivo que cualquier demonio.

–No vuelvas tarde, o te la cargas– dijo él.

–¿Desde cuando te has convertido de nuevo en mi padre?– Isabel se acercó a su prometido y le beso, dulce y fugazmente, en su fría mejilla.

No le dio tiempo a contestar. Se dirigió corriendo a la puerta y, antes de desaparecer a través de ella, se giró un momento, para dedicarnos una de sus vacías sonrisas radiantes.

–Hablamos luego, Ciel. Hasta luego Sebastianes.

Y todo quedó en silencio. Tan solo el tic tac del gran reloj del comedor y los cantos de los despreocupados pájaros del exterior quebrantaban aquella tranquilidad propia más de un funeral que de un desayuno en compañía. Aunque tan solo mi amo y yo parecíamos callar por el simple hecho de no saber qué decir. Sebas estaba muy tranquilo, como si tan solo estuviera esperando el momento para soltar lo que tenía en mente.

Al final, lo hizo.

–¿Y bien?– sonrió, mirándonos.

–¿«Y bien», qué?– preguntó Ciel, mientras bebía un sorbo de su té.

–¿Qué os pareció el espectáculo de anoche?

Todo el té que pudiera haber tenido mi amo en su boca acabó desparramado por el mantel cuando lo escupió. Entonces pareció que le daba otro ataque de asma por la exagerada tos que le había provocado al atragantarse con la bebida. Agarró como pudo su servilleta de sobre la mesa y se tapó la boca, pero aun así no se le pasó la tos.

Madre mía ¿en serio no se lo esperaba? ¡Por favor! Somos demonios, olemos las almas. ¿En serio creía que no iba a detectarle estando justo en la habitación de al lado?

–¿Está bien, conde?– preguntó Sebas.

–Joven amo ¿necesita que le ayude?– pregunté yo.

–¡Callaos los dos!– gritó, medio hablando medio tosiendo, notablemente enfadado. No hay nada que le cabree más que el que le dejen en evidencia. Y más si soy yo el que le causa el bochorno– ¡¿A qué viene esa pregunta?!

–Bueno ya que espía mis momentos íntimos con mi prometida, al menos creo que me debe una explicación– contestó Sebas, sin deshacerse de su sonrisa. En ese momento entendí por que el joven amo la encontraba tan irritante. Menuda sonrisita más hipócrita y de superioridad.

–Tu querida prometida fue la que me dijo que os espiara– en cualquier otra situación no habría podido aguantarme la risa al ver lo colorado que se había puesto–. Yo solo le hice caso, por educación.

–¿Educación? ¿Llama educación a espiar así a la gente, conde?

–Te recuerdo que tú mismo también te estabas espiando… – sacudió la cabeza al darse cuenta de la extrema imbecilidad que acababa de soltar– ¡Tú ya me entiendes!

–Sebastian solo cumplía ordenes– me defendió.

–Solo le ordené mover el armario– continuó el bocchan–. Si se quedó fue porque quiso– hizo una pausa mientras se levantaba–. Me voy a trabajar al estudio– luego me miró–. Sebastian, recoge esto y luego ven. Tengo que hablar contigo.

–Entendido– contesté.

Y con la poca dignidad que le quedaba, mi amo salió solemnemente de la habitación.

Observé la mesa del comedor, llena de comida y el mantel ensuciado de té y babas del señor. Menudo desperdicio.

Sebas se levantó.

–Te ayudo– dijo, mientras cogía la taza que su prometida había dejado sobre la mesa.

–No puedo permitir que los invitados trabajen– dije, agarrando la taza por el otro extremo.

–Oh, vamos, no me vengas con tus cosas de mayordomo Sebastian– rió Sebas–, y menos a mí.

Solté la taza. Si tenía razón.

–¿Qué te ocurre con esa chica?– le pregunté– Y déjate de estupideces. Quiero saber qué pasa.

Sebas me miró, inocente. Como si la respuesta fuer a obvia y yo fuera el único que no lo entendía.

–¿Por qué te gustan los gatos, Sebastian?

–No me cambies de tema– «y no metas a los gatos en esto» pensé.

–No te cambio de tema. Tú solo contesta.

Me quedé pensando un rato. No entendía a qué venía aquella estupidez. Él sabía perfectamente por qué me gustaban. ¡A él también le encantaban!

–Son impredecibles– contesté–. Son caprichosos. Nunca puedes saber qué quieren, qué harán, cual será su próximo movimiento. Me gustan porque me interesan. Quiero comprenderles.

–Odias perder el control– sonrió, como quien recibe la respuesta que quería–. Necesitas entenderles, predecir sus movimientos para volver a sentirte superior. Eso te hace admirarles.

–Supongo– nunca me había parado a pensarlo de ese modo.

–Pues es lo mismo que con Isabel.

–¿Cómo puedes comparar a una humana con los gatos?

«Menudo gilipollas» pensé.

–Ella no es como los humanos que has conocido hasta ahora– se explicó–. No actúa bajo ningún patrón, solo actúa. Nunca puedo saber qué está pensando, en cambio ella sí sabe lo que me ronda por la cabeza. No puedo predecir sus acciones, pero ella es la causa de todas las mías. Me hace sentir impotente y la odio con todo mi ser por ello. Pero a la vez me encanta porque, de algún modo, me hace sentir vivo. Esta impotencia hace que seguir vivo valga la pena, me da algo por lo que luchar. Mientras ella siga siendo superior a mi, yo deberé esforzarme para volver a recuperar mi posición como el demonio que solía ser, o que me creía ser. ¿No lo entiendes?

Sí, sí que le entendía. Precisamente buscando lo que él había encontrado en Isabel, yo había hecho un trato con su tatarabuelo.

–Después de tantos años, la vida de un demonio se vuelve aburrida– sonreí, sin ganas, en realidad.

–Exacto– respondió–. Por eso quiero estar con ella siempre y protegerla porque, ahora mismo, sin ella, mi vida no tiene sentido. Necesito comprenderla, necesito volver a sentirme fuerte y ni siquiera sé si, entonces, seré capaz de dejarla marchar.

¿De verdad ese era mi destino? ¿De verdad, buscando una cura contra mi aburrimiento, iba a acabar atrapado en las redes de una niña prodigio? ¿De verdad una simple humana era capaz de tal logro? Sí, lo era, porque Isabel no era una simple humana. Ella era Isabella Marie Phantomhive, la tataranieta de mi joven amo.

Entonces, Sebas, giró, asustado, la cabeza hacia la ventana del comedor, reparada desde esa misma mañana.

–¿Qué ocurre?– preguntó.

–Isabel…– susurró, con los ojos como platos– está pasando algo.

No dijo nada más. Salió corriendo como una bala por la puerta y tan solo le vi segundos después por la ventana, correr hacia el bosque.

Solté la taza de té que aun tenía en la mano y salí corriendo a avisar a Ciel. Aquello no pintaba nada bien. Pero que nada bien.

Debía salvar a la chica que sería mi salvación o mi perdición dentro de cien años. Costara lo que costara.

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