El honor de un caballero

Por Kusubana

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No era secreto que él se mirara caballero, la palabra la usaban hasta en las críticas del diario, pero cuando... Más

El pasado regresa
Nieve en los recuerdos
La embarcación de los recuerdos
Resaca en un camerino de tercera
Dulce Candy
De regreso, ¿a casa?
El presente agobia
El castillo del lago
La verdadera historia de un amor
Reencuentros en la nieve
Las culpas de un hijo
Las culpas de un padre
El fin de la nevada
Cascabeles en el aire
Muérdago en la ventana
Champagne & Limousines
El cuento viajero
Quedan dos asientos
La última nevada

La luz de una vida

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Por Kusubana

—Creo que soy una mala influencia.

La voz atropellada de Terry apenas era mitigada por la música de ambientación de aquel pub que habían encontrado abierto. Richard, colorado de las mejillas y orejas, asintió torpemente dejando salir una risa boba solo de imaginarse a su madre en el vano de la puerta, con las manos en la cintura y completamente roja de furia.

—Yo realmente nunca yo había hecho algo así nunca.

Terry también rio, ese pobre chico no podía ni articular una frase correctamente. Sacó su reloj, afuera el día clareaba pero no estaba del todo seguro, se le dificultó el poder enfocar los pequeños números cardinales llenos de adornos que conformaban el aparato, y dándose por vencido al no ser capaz de concretar si eran las ocho y media o las nueve con veinte, concluyo que en cualquiera de los dos casos era tarde. Tambaleante pero con más experiencia en el arte, extendió el brazo a su medio hermano para levantarlo. El dueño les dio el encuentro con lo que quedaba pendiente de la cuenta y aceptó gustoso la propina adicional que el actor había incluido deseándoles buen camino a los señores.

—Si yo me hubiera visto como tú a tu edad, cuán feliz habría sido —le comentó respecto al hecho de que ni por equivocación Richard aparentaba los quince años que tenía y por ello no le habían pedido identificación.

—Si te hubieras parecido a mí... entonces seriamos hermanos —conjeturó Richard.

Terry serpenteaba al caminar, pero más que por su propia falta de equilibrio era por tener que cargar con casi todo el peso de Richard, los transeúntes los evadían en la medida de lo que podían, la otra parte del trabajo lo hacía Terry apoyándose de las paredes y avanzando de a poco con cuidado.

—No sé si lo tuyo es un gran problema médico o un montón de problemas emocionales.

Richard reaccionó unos instantes, justo a tiempo para recargar la espalda contra el muro de un negocio aún cerrado. Le había dado hipo y por ello el estómago se le estaba revolviendo con mayor rapidez. Por su parte, su compañero se había afianzado de la reja de la puerta con los ojos bien abiertos y la expresión perpleja con matices de susto, como quien ve a un fantasma.

—Susa... Susana... Susana dijo que no estabas ¡Que vendrías solo hasta las fiestas! —el aliento se le había ido en la última palabra. La tranquilidad que lo embriagaba junto con el alcohol se esfumó al instante siendo reemplazada por un miedo estremecedor. Albert inclinó la cabeza.

—Llegaré a la villa Ardley para las fiestas, pero llegué aquí desde hace unas semanas. Tengo un departamento cerca, ahí he permanecido.

Terry volvió a entorpecer sus palabras como le ocurría en pocas ocasiones, pues aún ebrio conseguía cierta fluidez envidiable.

—Llevaba dieciséis años sobrio —fue lo primero que se le ocurrió tras el recuerdo de su última conversación y el regaño por haberlo encontrado en una situación ligeramente parecida, aunque diferente por el sentimiento.

El mayor de los tres dejó salir un suspiro resignado.

—Vengan, no se lo vas a regresar así a su madre —dijo.

Richard levantó la cara. Tal vez le conocía, pero era incapaz de dar nombre al rubio de la chaqueta café. Los pies del actor se clavaron al concreto en cuanto Albert le quitó el peso del enorme joven que llevaba.

—Candy no está, se quedó en América, ella si vendrá hasta Noche Buena.

Terry se sintió avergonzado ¿Tan evidente era su terror?

—Vamos, Terry, sé que hay mucho que hablar. Yo sabía que no me evadirías por siempre, aunque reconozco que empezaba a preguntarme si de verdad me odiabas.

— ¿Yo? No —respondió alargando las "o".

El departamento era más grande de lo que comúnmente se llamaba departamento, sin embargo, una ligera sensación de claustrofobia se hizo presente. Los libreros llenos de ejemplares impresos de todo tipo abarcaban gran parte de las paredes, por no decir que todo menos las puertas. Dos de los sillones también estaban ocupados solo que por revistas y las pequeñas mesas donde usualmente las personas colocaban jarrones o relojes, también estaban ocupados. Para pasar debieron saltar algunos obstáculos por los que Albert se disculpó alegando que realmente no esperaba visitas.

Pasaron hasta la cocineta donde el hombre dejó a Richard en una silla y sus compras sobre la barra de servicio.

—¿Está bien si solo hago huevos fritos con panceta?

El ofrecimiento causó nauseas en el muchacho, el actor asintió levemente, él si tenía hambre, y el alcohol siempre era mejor con algo de comida que no fueran las botanas del pub. Terry seguía mirando a su alrededor y no podía evitar el preguntarse si realmente se trataba de un hombre casado, pues mucho parecía que en ese lugar había de todo menos presencia femenina, porqué sí, tenía que reconocer que Candy al final si tenía ese encanto hogareño, la última vez incluso notó una ligera manía por el orden y la limpieza propio de su profesión, y ello estaba totalmente ausente en ese desorden monumental.

—Son cosas de amigos, otras mías, de Stear también. Cosas que la tía abuela Elroy no permite en la villa.

—¿Esa señora se enterará algún día que el jefe de la familia eres tú?

Albert soltó una carcajada.

—De vez en cuando se hace a la idea.

Ya había puesto la tetera en un quemador de la estufa para preparar café, y rompía los cascarones vaciando el contenido en la sartén donde la panceta ya daba la señal de tiempo apropiado para freír.

—¿Y qué asuntos te traen por aquí? —preguntó de improvisto, su amigo tardó en reaccionar, el susto le había bajado la sensación de borrachera, pero no así el alcohol del sistema. Dudando un poco en cómo plantearle la tragedia de su vida abrió y cerró la boca algunas ocasiones pero sin emitir algo en realidad.

Mirándolo desde esa nueva perspectiva en que, junto a su medio hermano al que había conocido hacía dos días, o tres, estaba ebrio en el departamento-bodega de Albert a quien no le había dirigido la palabra en años y este le ofrecía desayuno casero como si se hubieran visto apenas un día antes... sí, daba un poco de risa.

Y literalmente, se había empezado a carcajear causando cierta expresión de incomprensión en el otro, que solo unos momentos después serenó su semblante acercándose hasta el otro lado de la mesa.

Terry de pronto dejó de tener treinta y dos años, se vio así mismo de dieciséis con ropa ligeramente holgada, blanca, el pelo largo, más borracho, con unos buenos golpes distribuidos en el cuerpo. Vio a Albert barbado, con esos enormes lentes oscuros que le tapaban de la cara lo que el bello no podía y el olor a zoológico...

Un zorrillo en la mesa también riendo... Candy mirando por la ventana...

Albert le palmeo la espalda con ese típico aire paternal que despedía, y en un instante ya lo abrazaba completamente escuchándolo llorar.

—Desde que dejé de recibir tus cartas no hubo día en que no pensara si lo que te dije ese día en la colina había sido lo correcto. Creí que debió ser mi deber, si sabía los sentimientos de Candy y los tuyos, convencerte de que regresaras con ella.

A eso Terry no tenía respuesta ¿Cómo hubieran sido las cosas si en lugar de alentarlo a seguir adelante con su decisión sobre Susana lo hubiera empujado, aunque rodara cuesta abajo, con el fin de llegar con esa mujer que lo había enamorado?

—No sabía si escribirte, pensé que ni siquiera leerías y de cualquier forma, cada que tomaba un lápiz y un papel se me iban las palabras.

Richard entreabrió los ojos luego de quedarse dormido un rato. La cabeza le punzaba con fuerza y el olor a comida empezando a cocerse demás le había asqueado un poco. No obstante, reparó en la escena que acontecía a solo unos pasos, bajó el rostro ligeramente avergonzado empezando a tener la necesidad de retirarse.

Cerró los ojos.

¿Cómo habían llegado a eso?

Con una situación similar, su padre no había querido bajar a la cena, había discutido con su madre y esta, furiosa también, se había encerrado en su habitación. Porque de hecho dormían separados desde que él había enfermado.

Madeleine había armado una charola para subirla y darle de comer ella misma de ser necesario. Él la acompañó para que no rodara por las escaleras enredada en su larga falda de vuelos y plisado.

Llamaron a la puerta. Nadie respondió.

Anunciaron su entrada, y no hubo respuesta, creyendo una recaída entraron apresuradamente, la cama estaba deshecha pero vacía, su hermana corrió al ventanal que estaba abierto y al salir al balcón lo encontraron. Delgado, ojeroso, con los ojos hinchados, enrojecidos, con el leve rastro del llanto interrumpido, callado por orgullo.

—No los escuché entrar.

—Lo... lo siento, padre...

Entre las delgadas manos sostenía un libro desgastado por el tiempo que presurosamente ocultó entre la cobija que cubría sus piernas, unos días después, movido por la curiosidad y con el lujo de ser el hijo menor, se aventuró a una travesura entrando a la habitación.

Resultó pues, que el libro era una copia de Romeo y Julieta, y entre las amarillentas y desgastadas hojas, una fotografía, una incriminatoria prueba de que lo que había escuchado alguna vez en las discusiones maritales era tan cierto como hiriente.

Confesó su atrevimiento a Madeleine, ella lo confrontó armándose con el carácter regio que sacaba de vez en cuando, exigiendo respuesta, recibiendo una confesión dolorosa: quería ver a su hijo mayor.

Alguien que llamaba a la puerta cortó los dos momentos que se vivían en la habitación. Terry, avergonzado, regresó a su silla con las manos en el rostro para ocultar la imagen que seguramente debería tener.

—Buenos días, disculpe la interrupción señor, busco a alguien de nombre Albert.

—Soy yo ¿En qué puedo ayudarte?

—¡Ah! ¡Vengo de parte del Duque de Grandchester! Él desea saber si el Señor Terruce se encuentra aquí.

—Sí, claro, lamento haberlos demorado.

—Perdone ¿Es posible que el señorito Richard le acompañe también?

Terry puso atención en esa voz, la conocía.

—Pasa, espera en la sala, ya los llamo.

—Muy amable.

Se puso de pie mirando discretamente por la cortina de cuentas que separaba las piezas.

—¿Bill? —preguntó. El muchacho dio un respingo y dio algunos pasos para darle el encuentro.

—¡Señor Grandchester!

—¡Bill! ¿Qué haces aquí?

—Ah, bueno, sucede que vengo a decirle que hay una orden de arresto contra usted.

Los tres abrieron mucho los ojos, Albert que había acudido a revisar si se salvaba el desayuno calcinado incluso dejó la sartén nuevamente en la estufa.

—¡¿De qué hablas?!

—Secuestro, señor, secuestro —agregó el muchacho señalando con la mirada a Richard.

*Pese a lo que pueda pensarse, Albert y Terry abrazados es una de las escenas más bonitas que he imaginado, Albert siempre será un amigo fiel y un gran soporte de madurez para Terry, al menos yo lo veo así.

¡Espero les guste!

¡Gracias por leer!

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