El honor de un caballero

By Kusubana

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No era secreto que él se mirara caballero, la palabra la usaban hasta en las críticas del diario, pero cuando... More

El pasado regresa
Nieve en los recuerdos
La embarcación de los recuerdos
Resaca en un camerino de tercera
De regreso, ¿a casa?
El presente agobia
El castillo del lago
La verdadera historia de un amor
La luz de una vida
Reencuentros en la nieve
Las culpas de un hijo
Las culpas de un padre
El fin de la nevada
Cascabeles en el aire
Muérdago en la ventana
Champagne & Limousines
El cuento viajero
Quedan dos asientos
La última nevada

Dulce Candy

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By Kusubana

Madeleine alternaba la mirada entre el paisaje al otro lado de la baranda y el camastro a su espalda donde Terry permanecía echado de cara al sol.

—Pero que indignante —se quejó tras saber que su ausencia sobre la faz del transcontinental por dos días se debía al alcohol y su respectiva resaca.

Susana, por su parte, en su silla de ruedas permanecía al lado de su esposo entretenida con el tejido de hilo que había empezado no hacía mucho. La dama inglesa se percató de que no se le daban especialmente bien las manualidades de ese tipo, pero con todo su empeño y un hilo bastante bonito a su parecer, lo que parecía ser una bufanda o tal vez una pañoleta, tendría buena pinta al usarse, al menos si no se le hacía minuciosa inspección.

La brisa cálida del océano abordaba y se deslizaba a todos los confines del transporte agobiando a los pocos pasajeros que había, pues como en los camarotes no se podían abrir las ventanas, todos habían optado por permanecer en cubierta, improvisando algún partido de croquet entre caballeros y alguna señorita curiosa adjunta, juegos de canasta para las damas mayores que intercambiaban chismes, niños corriendo de un lado a otro angustiando a uno que otro marino que temía que resbalaran por la borda.

En medio de ese ambiente, la media hermana de Terry se sentía completamente aburrida, no conocía a absolutamente nadie de ahí. Salvo por la pareja que había ido prácticamente a secuestrar, las caras pasaban a su lado apenas saludando o ignorándola completamente, en definitiva, los americanos eran unos barbajanes malcriados.

Dejó su lugar recargada en los barrotes impecablemente blancos y se acomodó en un sillón veraniego junto a la rubia, la sirvienta le ofreció una bebida fría que ella aceptó por el pesado clima y luego de dar un sorbo, dejó escapar un suspiro que evidenciaba lo bajo de su ánimo.

—Desde donde desembarcaremos, tendremos que tomar un tren, luego otro coche y será otro día de viaje antes de llegar a la villa Grandchester —dijo por no tener otra cosa que decir.

Interrumpiendo su labor, la retirada actriz le miró tímidamente.

—Discúlpame Madeleine, pero quisiera saber. ¿No será molesto para tu madre que nos presentemos?

La rolliza morena hizo un mohín con la boca y nariz.

—Me había olvidado de hablar de ese tema. En realidad, solo mis hermanos saben que vine, Richard quería venir, pero él era apenas un bebé cuando Terruce se fue de la casa, no sabría cómo tratarlo.

—¿Y tú sí?

Por primera vez el hombre aludido pareció dar signos de vida retirándose la boina que cubría su cara para no quemarse, Susana tragó saliva temiendo que empezaran a discutir, pero la joven inglesa se limitó a rodar la vista pasando de largo cualquier comentario proveniente de su parte. Terry, sabiendo que no ganaría fastidiarla esta vez, se levantó no sin algo de trabajo. Sinceramente le sorprendía la versatilidad de Madeleine para ajustarse a su personalidad.

—Creo que mi madre te encontrará agradable Susana, y muy seguramente mi padre también, sin duda eres toda una dama de buenos modales con actitud competente. Fueras una descarriada de esas que se portan como marimachos, en definitiva ni yo misma habría permitido que vinieras. Mi madre no soporta la falta de feminidad ni la vulgaridad, como cualquier dama decente.

La rubia no supo si aquellas palabras eran un cumplido u otra cosa, tan solo sonrió y regresó la vista al tejido presintiendo que la tensión entre los hermanos se acrecentaba enormemente, con ella en medio.

—Esa vieja cerda, ¿quién se cree para juzgar la belleza de una mujer?

Susana volvió a interrumpirse temblando ligeramente.

—La belleza que solo se admira no sirve para nada. La belleza estática no es nada comparado con el poder de la pasión en movimiento ¿De qué me sirve una perfecta inservible?

Madeleine le miró rudamente, casi tanto como él a ella en esos momentos.

—Cierra la boca, Terruce —le ordenó tajante dejando su vaso sobre el cristal de la mesa.

Por respuesta, el otro giró sobre sus talones dándole la espalda a las dos, dejándolas mientras regresaba al camerino. Madeleine estiró un pañuelo a Susana que había empezado a llorar silenciosamente. Se preguntó si tal vez era buen momento para preguntar lo que venía suponiendo con la actitud de Terry, pero prefirió callar, una dama no se entromete en asuntos que no son de su incumbencia, así fuera su hermano destrozando el corazón de una buena mujer.

Y Susana quería hablar, quería llorarle a la joven que permanecía a su lado lo mucho que había dolido, lo fuerte que era el desangrado de la herida que se había abierto tras catorce años de haberse hecho. Porque era ella una belleza estática que no era siquiera útil para aquello que se expresaba como el mayor de sus talentos.

¿Por qué hacía eso? ¿Acaso no era que él había decidido libremente? Más de una vez le dejó ver que no estaba retenido por la gratitud que a ella la había condenado a la silla, que su acción no fue con ningún afán de aprovecharse, y si le preocupaban los reproches de su madre, ella le haría entender. Pero negando cualquier acusación sobre dolo o mala voluntad en el compromiso, se limitó a jamás volver a pronunciar frente a ella la presencia que inconscientemente marcaba una eterna división entre los dos.

Se sintió desesperada ¡Catorce años! ¡Catorce años y seguían exactamente igual que en un principio!

¿Qué podía hacer ella para salvar la situación si no tenía ni idea de lo que había pasado hace años? ¿Qué le afectaba a Terry? ¿Qué había hecho su padre como para repudiarlo tanto? ¿Cómo ayudarlo si ni siquiera podía acercarse?

La desesperación se volvió amargura con el recuerdo de aquella persona que seguramente tendría la capacidad y gracia de frenar la tempestad. Era Terry para ella un desconocido, un completo misterio que se rehusaba a abrirse cuando menos un poco. No le quedaba entonces más que resignarse a esperar en el puerto, a que la embarcación saliera de la tormenta.

Pero qué despreciable.

La pared nuevamente había pagado su propia frustración, ya tenía mucho tiempo en que no escupía tantas estupideces de un tirón.

A todo lo que le ocurría, ¿qué culpa tenía Susana?

Pensó en regresar, pero con ella estaría Madeleine también, y a ella no la quería ver, el estómago se le oprimía solo de pensar que se sentía con el derecho de afirmar que le conocía cuando jamás habían cruzado más de dos palabras seguidas. No tardó en llegar a la puerta donde con números de cobre se indicaba que era su lugar. Entró despacio, tanteando las luces para encenderlas.

El espejo de cuerpo completo le devolvió su imagen, se veía fatal, casi tanto como se sentía. Sin percatarse realmente, caminó hacia allá hasta que con la punta de los dedos tocó el cristal.

—¿Qué me pasa?

Lentamente cerró los ojos.

Ciertamente, había tantas cosas que quería cambiar, que le hubiera gustado hacer, pero en esos momentos no se le venía exactamente una a la cual adjudicar la marejada de emociones que hacían el desorden en el pecho y la mente, se sentía a la deriva, como si hubiera perdido el dominio del rumbo que quería tomar. Solo le quedaba mirar hacia dónde iría a parar con un único recuerdo perdiendo nitidez a medida que pasaban los años: Candy.

Sí, la extrañaba, en los últimos días su memoria se había vuelto un enredo confundiendo fechas, días y personajes, lo que inicialmente había comenzado como un viaje de honor se había vuelto un calvario insufrible... si tan solo ella estuviera a su lado, no se sentiría tan desvalido y perdido...

¿Dónde estaría ella? ¿Sería feliz como lo prometió?

Durante los primeros años que estuvo casado con Susana la idea le había venido en las noches cuando no tenía nada más que hacer, pero recordando la determinación con que ella se había propuesto seguir adelante y las palabras de Albert, dejó de aprisionar sus pensamientos con Tarzan pecosa, buscando dentro de sí un amor por la mujer que dormía a su lado, que fuera más allá de la gratitud y la simpatía.

Los niños y los borrachos siempre dicen la verdad...

Tal vez el padre de Susana había visto su duda y vacilación al decirle lo que sentía por su hija, por eso le había retado con diálogos crudos ante la aseguración de quererla, más no de amarla. Se llevó la mano derecha al pecho que oprimía su corazón con otra remembranza de unos ocho años atrás.

Aquella mañana Susana buscó desviar la atención del diario con otras ocurrencias, y casi lo conseguía de no ser porque él esperaba la crítica de Alexander Woollcott* sobre una presentación en Manhattan, estaba nervioso porque el hombre había sido demasiado excéntrico como para agradarle con los métodos tradicionales desde antes de levantar el telón, cuando los presentaron, solo consiguió que le dijera que pertenecía a una escuela por la que "No tenía ninguna necesidad de su maldita simpatía. Sólo deseaba estar entretenido por alguna de sus groseras reminiscencias" y que no se preocupara por las miles de personas que lo verían, ya que "un inglés tiene una capacidad extraordinaria para volar a una gran calma."*

Su confundido "Disculpe señor, yo no soy inglés" sirvió para nada, si eso le había dicho en persona le aterraba saber qué diría en el diario.

Aunque la opinión ácida del rollizo hombre se le olvidó completamente cuando, acaparando toda la primera plana de Sociales, una fotografía de Albert y Candy anunciaba el matrimonio para la sucesión de la próspera familia.

Su voluntad había sido fuerte, demasiado como para soportar la incógnita sobre el destino de su gran amor, la chica del barco en la niebla, la chica de San Pablo; la hija adoptiva de los Ardley se comprometía en matrimonio con el heredero de ascendencia escocesa.

Las piernas se le doblaron obligándose a permanecer de rodillas frente al espejo del camarote.

Se le ocurría ahora, que si pudiera cambiar un solo día, sin duda sería en el que abandonó el colegio sin esperar a Candy... sí, ese cambiaría.

¿Pero qué le quedaba luego de eso?

Soltar la soga, dejar pasar los años, vivir las lecciones de la vida, aprendiendo a desistir de indagar en sus recuerdos y resignándose a acariciar lindos momentos que Susana le procuraba, deseosa de poder ser su nuevo amor.

Susana...

No había duda de que era él, la persona más desagradable que existía, conviviendo y obligándose a fingirle que era más que la costumbre, más que una coincidencia en el baile de la vida donde las almas se encuentran, se ensamblan y se retiran perdiéndose entre los caprichos del destino...

¿Ahí habría muerto su voluntad?

Con todas las adversidades conspirando para que la felicidad fuera esquiva a sus anhelos de la juventud, con las lágrimas derramadas en los conflictos que atronaron con la vida adulta e independiente, derramadas en las esperanzas de convertirse en un ser pleno con futuro prometedor que volvería para casarse con la chica que lo enamoró y calmó los bramidos conflictivos de su existencia, derramadas en la dulzura de momentos de amor con un vals y un beso robado.

Y si él al final tomó la decisión de quedarse con Susana, ¿por qué dolía como si lo hubieran obligado?

El impulso de correr a Chicago e impedir esa boda se nublaron con los ojos azules de Susana que miraban angustiados el torbellino de emociones que pasaron tras el vistazo en el periódico, los mismos que habían descubierto con dolor que los recuerdos son eternos, la nostalgia permanente y su esposo buscaba desesperadamente escenas de tiempos vividos, no con ella. Ella lo diría una vez más, ella insistiría en mostrarle que la puerta de la jaula estaba abierta, pero él sonrió con otra de sus más brillantes interpretaciones.

Los años continuaron desfilando y consiguió retomar la calma de su navío haciéndose ignorante y esquivo a su amigo: Albert, también a él lo extrañaba...

Recargado en el muro levantó los ojos al techo.

¿Qué se supone que haría ahora?

El oleaje se escuchaba aún con las cortinas cerradas, algún silbido lejano y el arrullador sonido de las máquinas. El vaivén del barco se sentía más cuando no se hacía nada, pues en realidad no se trataba de un navío tan grande, los buques de mayor tamaño no habían salido del puerto desde la caída en la Bolsa de Nueva York.

Suponía un riesgo hacer un viaje transcontinental en una embarcación de ese tamaño, pero seguían dentro de la norma de seguridad aunque las posibilidades de que terminaran naufragando a la mitad del océano era la menor de las preocupaciones que tenía Susana en ese momento.

Terry no había vuelto a llegar.

No era como si estuviera caminando solo en las calles donde podrían asaltarlo, golpearlo y quién sabe qué más, incluso aseguraba que Bill estaba detrás por cualquier cosa. Sin embargo, con los ojos bien abiertos mirando el lado vacío de la cama no podía dejar de pensar en todas las cosas que estarían pasando en la mente de su esposo a las que ella era completamente ajena.

¿Qué había hecho mal? ¿Qué cosa no había intentado ya?

Empezando a llorar nuevamente, buscó compararse con el único referente que tenía respecto a la felicidad de Terry, encontrando con decepción que solo tenían en común el color de cabello, considerando la omisión de los tonos.

¿Qué hacía a Candy, Candy?

La primera vez que se hizo esa pregunta era mucho más joven y aún era una actriz activa, la miró de arriba abajo, con el vestido hecho una ruina, el peinado desarreglado y en general bastante impetuosa. Ni siquiera con sus dos piernas habría podido llegar a convertirse en un torbellino así, si bien en realidad lo intentó, fracasando abruptamente.

Apretó con furia las fundas de la almohada, la mejor actriz que había pisado un teatro de Chicago era completamente incapaz de emular a la mujer que le robaba los pensamientos al hombre que amaba.

Quería ser como ella al tiempo en que se repelía por su naturaleza, deseaba que la quisiera tanto como a ella y, sin embargo, no soportaba hacerse a la idea de que no la llegase a amar por quien era en realidad. La imagen de la rubia de coletas la aplastaba haciéndola sentir tan pequeña, más inútil de lo que en realidad era... porque lo era, Terry lo había dicho en la mañana, la belleza que solo se admira no sirve para nada, ¿Qué hacia ella además de buscarse vestidos bonitos y retocarse el maquillaje para ocultar el daño que la edad y la falta de actividad hacían en ella?

Solo se dejaba enmohecer en la silla con alguna costura que iba a parar en cojines de la sala. Pero ¿Para qué le servía a Terry? Ni siquiera era capaz de apoyarlo en esos momentos.

¿Qué hacer? ¿Qué decir?

Terry era buen actor, pero solo Dios sabía cuánto podía fingir amor donde no había.

Y saberlo dolía demasiado, hasta desgarrarle el alma.

*Alexander Woollcott (1887-1943) fue un crítico real de teatro, anexe dos citas de él (de verdad las dijo, no sé a quién pero se ajustaban a lo que necesitaba)

¡Gracias por leer!

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