El día a día de un adolescente descerebrado no es nada sencillo. Frank Giraud se levantaba alrededor de las ocho o nueve de la mañana y comenzaba a hojear un sinnúmero de volúmenes sobre Derecho, tratando de encontrar en ellos el respaldo necesario para sus teorías. Un vaso de refresco de cola lo mantenía alerta; siempre mostróse reacio a cualquier infusión que tiñera su taza de un color más oscuro, argumentando que jamás probaría agua contaminada.
—El refresco, en cierto punto, está hecho de agua —fue lo primero que le remarqué, ni bien oí su absurda teoría.
—De agua carbonatada —repuso él, replegándose.
—Lo que acabas de decir no tiene sentido —retruqué.
—Lo sé, pero sabes muy bien que un perro jamás muerde la mano que le da de comer.
—¿Estás amenazándome?
—Tómatelo como quieras —fue su única contestación.
Aquella era sólo una de las múltiples disputas que hacían el día a día del caprichoso jovenzuelo.
A continuación, llegaba el momento de consultar las notificaciones de sus redes sociales, sembrando el pánico entre sus seguidores anunciando un apocalipsis teórico que jamás ocurriría y concretando entrevistas con periódicos a escala mundial. Justo ese día tenía acordada una ronda de preguntas para la BBC de Londres. Sus ideas corrían como un reguero de pólvora en paralelo con las de Themma y su séquito.
Antes de partir hacia el móvil en donde daría una nota, me dejó un ordenador, con el que podría observar todos y cada uno de los movimientos que mi clon realizaba por las calles de la ciudad. Justo en aquel momento, se estaba deteniendo en una famosa florería neoyorquina. ¿Cómo diablos llegó allí en menos de dos horas? Según los monitoreos recientes y su propia cámara de seguridad, no se había puesto en marcha hasta pasadas las siete de la mañana. Supuse que Helling habría logrado la teletransportación de sus clones; mas yo aún era incapaz de comprender cuáles eran sus planes, si es que los tenía.
—¡¿Qué haces allí?! —el rostro de Frank ardía.
—¿No se supone que usted debería estar camino a su entrevista? Desde su posición actual hasta el móvil hay treinta y siete minutos a pie, contando los semáforos en los que se detendrá, el estado del tráfico actual y cualquier altercado que pueda llegar a tener durante su camino —informó el clon, preocupado.
—Y se supone también que tú no deberías haberte materializado en otra ciudad. ¿Estás demente? —la discusión consumía el tiempo de Frank y nada más parecía importarle, ni siquiera su cita con el periodista.
—Tengo un plan —fue lo único que él dijo.
—No tenemos tiempo para que hagas alardeo de tus dotes sobrenaturales ni tu inteligencia artificial —lo condenó su dueño, con un tono de voz que reflejaba su premura por acabar la conversación de inmediato.
—Ni tampoco para discutir con su nuevo juguete, señor.
—Vete al carajo.
Sonreí. Dentro de todo, el clon acababa de hacer eso.
Frank abandonó la sala como una tromba, arrojando un viejo farol al piso, sin tomarse la delicadeza por levantarlo. De inmediato, su madre le bajó los humos con una reprimenda y el joven no tuvo más remedio que regresar, cabizbajo, al sótano acompañado de una palita de plástico y un escobillón, con los que recogió los restos del desvencijado artilugio, respondiendo que sí a todo lo que su madre le decía. Menudo numerito se habían montado. Pese a tener el viento en contra, Frank se acercó por última vez al portátil, llamando la atención del otro David con repetidos «¿Hola?¿Me oyes?». Cuando por fin consiguió captar su atención, obteniendo una réplica hastiada por parte del aludido, le dirigió sus últimas palabras:
—Hagas lo que hagas, mata a Themma. Y no te olvides de dejar bien claro que ha sido David quien lo ha hecho.
Sólo entonces comprendí la verdad. Aquel sería el principio del fin de Themma. Y el mío también.
Ni bien mis amigos retornaron al apartamento, no perdí tiempo para revelarles cuáles serían nuestros próximos pasos. Si bien todos estábamos con el sueño a flor de piel, les encomendé a todos que empacaran sus maletas de inmediato. Nuestro próximo destino sería la abarrotada ciudad de Nueva York, en donde la famosa Kissa brindaría un espectacular concierto desde la cima del Empire State. Sería la ocasión perfecta para implantar algo de justicia y, asimismo, conocer una ciudad a la que todos habíamos observado en fotografías. Acordamos levantarnos a las seis de la mañana para partir. Habíamos conseguido unos pasajes low cost en un sitio de viajes. Esperaba poder cubrir todos los gastos de inmediato ya que, dada la magnitud de las circunstancias, nuestra acción debía de ser tan inmediata como necesaria.
La noche transcurrió tranquila y sin ningún altercado onírico. Ninguno de nosotros presentó una pesadilla, lo que nos resultaba bastante extraño, sobre todo después de haber visto tanta sangre, disparado tantas veces nuestras pistolas automáticas y machucado tantos corazones en nuestro proceso vengativo. Las maletas habían sido preparadas con antelación; sólo Matteo se había levantado más temprano para preparar la suya. Aún tenía una cara de dormido inédita y unas cuantas lagañas bajo los ojos, problemas que solucionó de un momento al otro tras ajustar un par de comandos. La vida de un clon resulta demasiado simple, por momentos.
Recorrimos la distancia que nos separaba del aeropuerto a pie, acarreando nuestras maletas como podíamos entre las calles destrozas. Las grietas de las veredas atoraban las rueditas y nos hacían insultar de vez en cuando. Llevábamos algo de retraso, mas no teníamos por qué preocuparse por la simple razón de que el vuelo también se hallaba rezagado. Fue una tregua a distancia bastante justa.
Atravesamos las calles en fila india, uno detrás del otro, ocupando casi la mitad de la cuadra. Algunos negociantes se asombraban al ver una hilera de jóvenes uno tras otro. Parecía que jamás habían visto a un grupo de amigos saliendo en un pequeño viaje de fin de semana. Los menos ancianos nos sonreían, creyendo que nuestra pequeña aventura sería mucho más sana y segura de lo que en verdad era. De esta manera, tras unas veinte cuadras de caminata ininterrumpida, nos refugiamos en las salas climatizadas del aeropuerto internacional.
Llegamos a tiempo para realizar el papeleo correspondiente minutos antes de que el vuelo estuviera a punto de partir. La secretaria, una mujer demasiado seria que se refugiaba tras unos anteojos clásicos y que me hacía recordar a una política, nos atendió, desconfiada. Con la misma expresión huraña, examinó nuestros pasaportes puestos al día -una magnífica falsificación llevada a cabo en conjunto entre Mónica y Virgine días antes, ayudadas por una empresa turbia que les había facilitado los documentos oficiales-, agrandando los agujeros de su nariz y elevando los lentes sobre su visual.
—¿Quién es el adulto a cargo? —nos inquirió.
—Yo —no dudó en afirmar Matteo.
Tal como lo habíamos planeado, este se había hecho crecer la barba y había engrosado con suma precisión su voz, para adaptarse al perfil que su documento de identidad reflejaba. La mujer debió resignarse a dejarnos pasar a todos, no sin antes soltar un bufido. Debió haber mascado aquella pastilla desabrida durante toda su jornada.
Una vez ya dentro del avión, pude relajarme de verdad. Enchufé mis auriculares al reproductor de música del asiento y reproduje la primera pista.
Because you're
the only reason for cry,
the only reason for shine,
the only reason for live.
No me culpen. Debía ambientar el vuelo con la última canción que Kissa había sacado al mercado. Era la manera de anticipar el aluvión de sensaciones que me azotaría luego. De todas maneras, el olor a sangre ya me era perceptible, gracias a los chorros que desprendía el cuarentón que estaba sentado a mi lado.