La conspiración de los farsan...

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Carlos es un ingeniero quimico colombiano, quien tiene todo a lo que cualquier hombre de clase media puede as... More

La conspiración de los farsantes - (Capítulo 1)

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By EdwinUP

                                        La conspiración de los farsantes

                                                    EDWIN UMAÑA PEÑA                                       


                                     Novela de seis capítulos y 220 páginas.

      Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más que el enamorado, fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como la llama sobre el leño que la alimenta.

 La Vorágine

 Jose Eustasio Rivera, 1922.

1

Sé fiel a tu trabajo, sé fiel a tu marido, sé fiel a tu mujer, sé fiel a tu familia, sé fiel a tus ideas, sé fiel a tu país. ¿País? No, país no, patria. Sí, sé fiel a tu patria. Sé fiel a tus principios, sé fiel a tu dios, pero sobre todo sé fiel a tu empresa, la que te da el pan para ti y tu familia.

Yo les digo, se puede engañar a alguien y amarlo a la vez. O no. Tal vez no se traiciona a quien se ama, pero sí se puede engañar a alguien y sentir amor o cariño por esa persona. Otra cosa son los políticos, que mienten a mansalva, estafan, roban, asesinan y luego sonríen ante las cámaras, y si son denunciados, ya se sabe: el juez es su amigo. Amigo, no hay nada peor que descubrirse igual entre la canallada y verse emancipado del escupitajo público, gracias al aura de respetabilidad que te da el puesto que ocupas en la empresa a la que debes ser fiel. Yo salí corriendo, me fui al borde del abismo y miré al fondo sin pestañear, hasta que el vértigo cedió, luego cerré los ojos y escuché el ruido silbante del viento. Grité. Estas hojas que te entrego son parte del grito y son la caída al fondo del abismo.

**

Carlos llegó aquel día a la misma hora de siempre, a las nueve de la noche. Sandra lo recibió con una euforia inusual. «¡He conocido a alguien en el museo!», dijo, sonriente. «¡Es colombiano y te quiere conocer! Me dijo que me veía muy guapa, feliz y que eso sin duda era obra tuya». «Vaya forma de coquetearle a una mujer casada», respondió Carlos. «No, no digas eso, quiero que lo conozcas. Tenemos que hacer amigos aquí, aún nos quedan cuatro meses y quiero conocer gente y pasarlo bien mientras tú terminas tu curso», dijo Sandra, mientras se acercaba a él y lo acariciaba con cariño. A pesar de que intuía por dónde iban las intenciones del nuevo amigo de su mujer, Carlos se alegró por ella, era la primera vez que la veía sonreír en las últimas semanas.

Carlos y Sandra eran una joven pareja. Hacía cuatro años que se habían casado y no tenían hijos. Carlos era ingeniero, tenía treinta años y una exitosa trayectoria profesional. Sandra tenía veintiséis años, hacía poco había terminado su carrera, comunicación social y periodismo, y quería orientar su profesión hacia la información de farándula y temas de belleza. Llevaban dos meses en Madrid. Carlos había sido enviado allí, para tomar un curso de especialización, como premio por los buenos resultados obtenidos en su trabajo: suculentas cifras de ventas y ganancias que había hecho acumular a la empresa para la que trabajaba.

Habían llegado después de las fiestas de fin de año, en pleno invierno, que había sido más intenso que otras veces. Era la primera vez que viajaban a Europa y experimentaban un clima tan extremo, muy diferente del apacible clima andino de Bogotá, en el cual, habían vivido toda su vida. Muy pronto el frío, la hostilidad y lejanía de la gente aislaron a Sandra, que pasaba los días encerrada en el piso que habían alquilado, viendo televisión, navegando en internet y esperando a su marido. No se adaptaba al habla áspera y recia de la gente de Madrid y a la poca amabilidad de los camareros de los bares y de las dependientas de los almacenes. «Aquí parece que todo el mundo está de mal genio», les escribía a sus amigas. En su ciudad acostumbraba a llevar con su esposo una agradable y alegre vida social, en cuyo círculo de amigos eran la pareja perfecta, «la envidia de mis amigas y de mis enemigas», como afirmaba con orgullo. Sin embargo, en la capital española, los interminables días de frío y soledad habían causado estragos en su jubiloso estado de ánimo. Madrid le parecía una ciudad dura, inclemente, con gentes de todas partes del mundo luchando salvajemente por sobrevivir. Sentía que incluso los latinoamericanos que trabajaban en los bares y cafés hablaban y se comportaban con dureza; jamás sonreían. Muchas veces no entendía lo que le decían en la calle o en los lugares a donde iba, luego, al pedir que le repitieran lo dicho, para intentar entender, notaba la molestia en las otras personas; otras veces, cuando pedía que le repitieran las palabras, sentía que le gritaban o le hablaban recio y la gente se alejaba, maldiciendo entre dientes.

Poco a poco se fue haciendo a la idea de que hacer amigos en aquella ciudad era imposible; con el paso de los días, cada vez que debía salir a la calle a hacer alguna compra, imaginaba que a donde fuera la recibiría un grito o una palabra hostil. Comenzó a sentir angustia; a esto se sumaba el frío extremo que hacía en aquel invierno, que la sumergía en una gran tristeza. De repente un día, al observar por la ventana el sombrío paisaje invernal, sintió ganas de llorar. «Creo que debería buscarme un trabajo, hacer algo, me siento una inútil», le dijo a su marido, entre lágrimas. Carlos intentó calmarla con palabras cariñosas y con promesas de viajes en cuanto terminara el invierno. Sandra continuó llorando. «Ya tampoco me haces el amor como antes», dijo.

Obligado por la ilusión de su esposa, Carlos accedió a conocer al nuevo amigo. El duro invierno dio un respiro aquella noche, había actividad en las calles y los bares estaban más llenos que en las semanas anteriores. Durante el camino, Sandra no paraba de hablar y sonreír, contaba una y otra vez la forma como había conocido al simpático advenedizo. La depresión de los días pasados parecía haber desaparecido. «Debe ser un pobre diablo más, uno de esos desocupados colombianos que hay por aquí, que buscan engañar a alguna mujer para vivir de ella», pensó fugazmente su marido mientras la escuchaba, pero esto ocupó muy poco tiempo de su pensamiento ya que, mientras se acercaban al lugar del encuentro, Carlos pensaba con intensidad en Inma, una chica que había conocido en el curso que estaba haciendo.

Llegaron a un café con mesas en la calle, en una de las cuales estaban sentados un hombre y una pareja. El hombre hablaba con ímpetu, tenía la piel cobriza, el pelo largo y la nariz afilada. Al ver a Sandra se puso de pie y la saludó con efusividad, la abrazó con fuerza, miró a su alrededor y, muy cortés, le alcanzó una silla. Saludó con poco interés a Carlos, se presentó: «Rubén Darío». «Como el poeta», respondió Carlos. «¡Sí, hermano, como el poeta!» dijo el hombre en voz alta, casi con un grito, exagerando los movimientos de sus manos y con una sonrisa que a Carlos le pareció falsa. Carlos y Sandra saludaron a la pareja, una mujer rubia y un hombre joven, y se sentaron. Rubén continuó hablando.

–Esto fue cuando viví en Chapinero, un barrio de Bogotá. Una época horrible – miró fijamente a la rubia y luego a Sandra–. A una mujer le pusieron un collar con bombas en el cuello.

–¿Bombas? –dijo la rubia, con sorpresa y horror.

–Sí, unas granadas o algo así, un artefacto que iba a estallar. Eso lo hizo la guerrilla con armamento de Cuba y Venezuela –dijo Rubén.

–¡Ay no, qué espantoso! –dijo la rubia. El hombre a su lado escuchaba con indiferencia.

–De espanto, de espanto. Luego llegó la policía, llegó el ejército, llegaron los que desactivan bombas, los periodistas de la prensa, de la radio, eso se llenó de gente. Imagínense, lo transmitían por televisión y yo vivía al lado. Así que lo estaba viendo en la tele y cuando salí de mi casa me encontré a toda esa multitud alrededor de la mujer.

–¿Pero eso sucedió en Chapinero, amor? –preguntó Sandra a su marido. Carlos respondió con un gesto de duda y guardó silencio.

–Bueno, no sé cómo percibe usted la realidad de Colombia –dijo Rubén, mirando a Carlos–. Yo hablo por la realidad que he vivido, que conozco, que he sufrido... sí, sí, eso sucedió en Chapinero, en el barrio en el que yo vivía, en Bogotá.

–¿Y que pasó? –dijo con pavor, la rubia.

–Pues que cuando llegué allí, justo en ese momento, llegaron los de antiexplosivos, uno de ellos se acercó e intentó hacer algo, pero finalmente las bombas explotaron. La mujer murió y el de antiexplosivos también, quedaron los cuerpos destrozados por el suelo, la calle se volvió un río de sangre.

–¡Ay no!, ¡no puede ser! –dijo la rubia y buscó el pecho de su amigo para esconder el rostro.

–Sí, sí. Por eso me fui de mi país. No aguanté más –dijo Rubén, quien miró a Sandra y sonrió.

**

Desde luego, yo sabía que el fulano mentía, pero qué me iba a poner a rebatir a un tipo con cara de desquiciado y habla de loco, vociferando de tal forma... me pareció que la rubia estaba más asustada por su tremendismo verbal que por lo que contaba. Esos tipos son peligrosos. Son los típicos colombianos que están en Europa y viven del cuento, se las dan de víctimas, de perseguidos; pero hay que tener cuidado con ellos porque son violentos, son los que andan metidos en negocios torcidos. Soporté un poco más la monserga del hombre, que empezó a hablar de su trayectoria como actor de telenovelas en Colombia. Por supuesto que ni Sandra ni yo lo habíamos visto jamás en la televisión, pero el tipo lo decía con tal convicción y lo afirmaba con tanta certeza que al final a Sandra le pareció recordarlo en algún seriado de las tardes. Cuando no soporté más le pedí a Sandra que nos fuéramos. «¿Cómo te pareció?», me preguntó después. «Ese tipo es un mentiroso», le dije.

Los directivos de la empresa en la que trabajaba, el doctor Valencia y su hijo, me habían enviado a España para tomar un curso de especialización por seis meses. Por aquellos días yo era el empleado estrella, trabajaba en ventas técnicas y viajaba todo el tiempo. Pero, aunque esto me llenaba de satisfacción y orgullo, para Sandra era motivo de tristeza porque yo pasaba mucho tiempo fuera de casa. Llevábamos diez años juntos. Conocí a Sandra cuando ella apenas había comenzado su carrera universitaria y me enamoré de su ingenua disposición para complacer mis pequeñas perversiones; las suficientes para llenar las modestas aspiraciones eróticas de un estudiante universitario. Aspiraciones que con el tiempo crecieron, se hicieron inabarcables para la disposición de Sandra, y se convirtieron en grandes nudos en la garganta y en mi cerebro, nudos que luego fueron bajando por mi cuerpo para acumularse donde yo menos quería: entre mis piernas. Nudos que generaron núcleos diminutos de un inconformismo que quise maquillar con tardes de cerveza dominguera y barbacoa en la casa de mis suegros, y con la alegría complaciente de mis padres, quienes veían con satisfacción que su hijo había tomado «el buen camino». Vivía bien, como cualquier privilegiado ciudadano occidental. Rodeado de la tranquilidad burguesa a la que aspira el mundo entero, y lo digo con la seguridad de alguien que ha conocido Europa y Estados Unidos, y ha podido ver a lo que aspiran los millones de seres humanos que pasan horas frente al televisor en sus momentos de asueto.

Entre esos miles de millones de seres humanos, Sandra era una aventajada en el conocimiento de los movimientos culturales televisivos y de todas las novedades que se promovían en canales de televisión, como «Mujer Moderna», «Cosmopolitan», «X-Woman» o «Belleza Latina». Creí que al ir a España se iba a interesar por las modernas tendencias europeas, pero, inexplicablemente para mí, hubo algún tipo de corto circuito que impidió que ella apreciara en toda su dimensión la sofisticada y estilizada moda del viejo mundo. «Prefiero la moda de Estados Unidos», decía. «Pero si es lo mismo», le respondía yo. «No es lo mismo, lo que pasa es que tú no estás atento a los detalles», me respondía ella.

Tenía razón. No atendí a muchos detalles cuando la conocí. Todo fue simple, sin complicaciones, como me gustaban siempre las cosas. Nos conocimos en una fiesta y al día siguiente la tenía desnuda frente a mí, dispuesta a dejarse hacer lo que yo le propusiera. Hubo algo en mí que la deslumbró, algo también muy simple, como creí que era ella: yo era un chico alto, delgado, estudiaba ingeniería y la hacía reír. No le complicaba la cabeza con cuestionamientos intelectuales o políticos. Antes de conocerme, Sandra había tenido un novio artista que le había dejado amargos recuerdos. «No me gustan los intelectualoides, los esnobs que salen con cosas raras, posando de artistas, y mucho menos los que se la pasan hablando de política. Yo no tengo la culpa que el mundo esté hecho una mierda, sólo quiero ser feliz y divertirme». Me dijo una vez, al poco tiempo de estar juntos.

Después de cuatro años de casados, la felicidad de nuestro matrimonio estaba basada en la simpleza de nuestras vidas: ir al trabajo, ir al gimnasio, volver a casa, ver la televisión, comentar los chismes de la farándula, echar un polvo con perversión incluida, votar por el político que nos ofreciera más seguridad –el que mejor garantizara la pertenencia de nuestra propiedad– salir con algún grupo de amigos los viernes, de vez en cuando hacer un viaje los fines de semana, los domingos ir a visitar a los orgullosos padres y allí encontrarse con los hermanos. ¿Acaso no es lo que quiere el ser humano, hoy? ¿Acaso no es lo que nos dice la televisión? En las telenovelas y las series, los protagonistas siempre se meten en líos cuando dejan de lado la simpleza de las cosas y empiezan a enredarse en asuntos escabrosos. Yo no quería eso y lo tenía muy claro. Tenía un buen trabajo, ganaba dinero, tenía una esposa joven y bella, una vida tranquila, predecible. A esto hay que sumar el pensamiento ingenieril que siempre me ha acompañado: en la ingeniería es regla volver predecible lo imprevisible, para eso diseñamos fórmulas, modelos, protocolos. Para eso yo era muy bueno. «¿Y los hijos?», me preguntaban con insistencia amigos, familiares y allegados. «Llegarán a su tiempo», les respondía yo, «queremos disfrutar un poco más de nuestro matrimonio», concluía, queriendo cambiar pronto de tema. Sin embargo, en aquellos días en Madrid, jamás me imaginé que los núcleos diminutos de inconformismo que se alojaban en alguna parte de mi mente y de mi cuerpo, se habían multiplicado en esos años de tranquilidad y estaban a punto de hacer metástasis.

**

INFORME CONFIDENCIAL X - 4568

AGENTE: NAVARRERA

ASUNTO: OPERACIÓN «GOLPE DE GRACIA»

Ref.: CASO CONTRERAS

Mi nombre es James Darío Navarrera Mendieta, agente con veinte años de pertenencia a la Agencia. Según me lo han ordenado mis superiores, me dispongo a relatar los hechos acontecidos con el caso Contreras, acción ejecutada como objetivo a cumplir dentro de la operación «Golpe de Gracia».

El seguimiento al sujeto, Genaro Contreras, se hizo durante dos meses. Se determinaron sus rutinas con facilidad, pues, por fortuna el objetivo no estaba avisado. Ignoramos cómo pudo ser, si en los meses anteriores se habían ejecutado otros operativos contra personajes afines y conocidos por él. Concluimos que se debió a exceso de confianza del sujeto y del grupo de inteligencia de las lacras sindicalistas. Respecto a sus allegados no era así, por el contrario, en algunas de las conversaciones telefónicas interceptadas nos enteramos que su mujer vivía en un permanente estado de preocupación. El sujeto, Contreras, le aseguraba que estaba tomando las debidas precauciones y variando sus rutas habituales, pero esto era falso. Aquí hay que detallar que el sujeto le ocultaba a su mujer que sostenía un romance con una joven estudiante de la universidad donde era profesor.

Era chistoso ver cada mañana a Contreras mirando a todos lados, cerciorándose de que no lo siguieran. Esta gente ve mucha televisión y creen que la vida real es igual a lo que presentan en las películas de policías y detectives o en las telenovelas. Fieles a nuestra profesionalidad, cada día usábamos diferentes formas de camuflaje y seguimiento de la siguiente forma: moto, automóvil, taxi, camioneta y bicicleta; disfraces de repartidor de pizzas, mensajero, estudiante, indigente o simple transeúnte. Siempre operamos en parejas con uno de los agentes brindando apoyo al otro en moto o automóvil. Recomiendo este método como el más apropiado para esta clase de operativos en grandes ciudades. Más de dos es ponerse en evidencia.

Pudimos constatar que Contreras, aparte de asistir puntualmente a su lugar de trabajo en la universidad y luego, en algunas tardes, después de la jornada laboral, dirigirse a las reuniones del sindicato, se encontraba con la joven estudiante (a quien llamaremos Silvia) en alguna cafetería del centro de la ciudad. Luego acudían a algún motel, de donde salían dos o tres horas después. Aquí quiero resaltar –aunque sé que eso no me compete– la tendencia de los sindicalistas, e izquierdosos en general, a mantener amoríos con jovencitas, especialmente estudiantes universitarias, lo cual puede ser de provecho para diseñar acciones de espionaje. El problema sería encontrar mujeres agentes lo suficientemente jóvenes como para hacerse pasar por estudiantes.

No tuvimos evidencia de que Contreras frecuentara algún otro grupo ni que mantuviera vínculos con individuos ajenos a los miembros del sindicato o de la universidad. En las conversaciones telefónicas interceptadas tampoco obtuvimos pruebas de contactos con otros sujetos, fuera de los ya mencionados, sin embargo, nuestras sospechas se mantenían debido a la información que habíamos recibido acerca de la existencia de un enlace entre el sindicato y los grupos terroristas.

Los fines de semana Contreras y su familia asistían a muchas de las actividades organizadas por el sindicato, que consistían en proyecciones de películas con temática social (y sospechamos que en algunos casos subversiva), almuerzos y paseos. También eventualmente visitaba a su madre. En conclusión, en apariencia el sujeto parecía inofensivo, sin embargo, se siguieron al pie de la letra las órdenes impartidas.

Decidimos ejecutar el operativo en una furgoneta que decoramos con logotipos de una empresa de mensajería. Ese día participamos cinco agentes: tres en la camioneta (los agentes Ortiz Velandia Primitivo, Soler Silva Roberto y Mancipe Cañón Héctor) y dos en moto (Jonás Osorio Guantiva y el suscrito). Se decidió llevarlo a cabo el día que Contreras se iba a encontrar con su amante, Silvia. Ese día el tipo pareció querer colaborarnos ya que, después de salir del motel, con la joven buscaron un alejado y solitario paradero de buses. Una vez ella se subió al bus y se alejó, Ortiz Velandia y yo esperamos dos minutos e interceptamos al sujeto. Ortiz lo llamó por su nombre, el sujeto se dio vuelta, yo me acerqué por detrás y le puse una bolsa de tela en la cabeza. Entre Ortiz y yo lo redujimos fácilmente, pues Contreras era más bien menudito. El hombre se mareó rápido, ni siquiera alcanzó a gritar. En ese momento aparecieron Osorio Guantiva, en la moto, y Mancipe Cañón y Soler Silva en la furgoneta y lo subimos. Inexplicablemente el sujeto se repuso pronto y tuvimos que empezar a golpearlo. Cuando llegó a la finca ya lo llevábamos trabajado.

El hombre no soltó información de importancia durante el interrogatorio. Resultó ser más débil de lo que suponíamos porque a los pocos golpes sentimos el olor de la mierda. Se cagó rápido, aunque eso también pudo ser por una fuerte patada que Ortiz le propinó en el vientre. Sin embargo, no todo fue inútil pues, a las pocas horas de estarlo trabajando, Contreras corroboró nuestras sospechas de que otros miembros del sindicato tenían vínculos con los grupos subversivos. Esto de todas formas no pudo ser confirmado con absoluta certeza en operativos posteriores, lo que sembró dudas sobre la veracidad de su confesión.

Los turnos de golpes y sacudidas nos los intercambiábamos entre Soler, Mancipe y el suscrito. Osorio tomaba nota por encontrarse lesionado de un hombro. Eventualmente, participó Ortiz. Estuvimos trabajando al sujeto durante dos días. Al final de la segunda jornada constatamos que su cuerpo estaba bastante dañado, con huesos y costillas rotas, un ojo estallado, fracturas en la cara y las extremidades, entre ellas el fémur izquierdo. Además, se quejaba todo el tiempo por los fuertes dolores en el abdomen, escupía y orinaba sangre. El sótano donde operábamos se llenó de un olor asqueroso e insoportable de mierda, orines, sangre y vómito. Las golpizas lo habían reventado por dentro, y por esta razón, para evitarle más sufrimiento, se decidió darle de baja. Ortiz, que no había participado casi en las golpizas, fue el designado para esta tarea. Se barajaron opciones, como el estrangulamiento o el ahogamiento en agua, pero yo me opuse porque era hacerlo sufrir más y el tipo era prácticamente un deshecho humano que no merecía más dolor. Después de deliberar y someter las opciones a votación, se consideró que lo mejor era aplicar el tiro de gracia, el cual fue suministrado en forma efectiva, lo que libró de más padecimientos al sujeto. Una vez cumplida esta orden, Ortiz y Osorio fueron encargados para deshacerse del cuerpo. Los demás pensamos que lo iban a desaparecer. En eso ellos eran expertos y lo habían hecho varias veces en otras ocasiones; por eso desconozco las razones que los llevaron a dejarlo tirado en el potrero donde fue encontrado por las autoridades. En otras ocasiones hemos procedido al entierro del cuerpo o a su eliminación total, descuartizándolo y quemándolo; disolviéndolo en ácido o enterrando los restos en cal viva, tal como lo ordenan los manuales de la Agencia. Por lo tanto, considero que es a Ortiz Velandia y a Osorio Guantiva a quienes debe pedírsele las respectivas explicaciones, ya que mientras el operativo estuvo a mi cargo, todo se ejecutó de forma impecable. Por último, quiero recordar que, a pesar de las dudas posteriores, la información recogida durante el interrogatorio que se le hizo a Contreras fue de vital importancia para mantener nuestras sospechas sobre vínculos de miembros de la cúpula sindical con los grupos terroristas, y así proceder a la eliminación de dichos sindicalistas.

**

En Madrid, la primera vez que fuimos a un bar, Sandra sintió molestias por el humo de los cigarrillos que fumaban los clientes dentro del recinto. «Qué feo. Esto no sucede en Bogotá», me dijo, con orgullo. Incluso a los amigos españoles que conocíamos, siempre les recordaba que en nuestro país había una ley que prohibía fumar en lugares públicos cerrados. Los españoles se sorprendían, algunos se mostraban indignados y afirmaban que esa ley atentaba contra la libertad individual. Sandra también expresaba desagrado cuando sentía el aroma a porros de marihuana y hachís en algún lugar por donde pasábamos. «¿Cómo puede haber tantos viciosos en este país?», me decía enojada. Me di cuenta de que el viaje estaba sirviendo para que Sandra sintiera más apego por nuestras costumbres y riqueza cultural, algo que me pareció muy extraño, pues, ella era una fanática de todo lo que venía de Estados Unidos.

Cuando salíamos a caminar, a pesar de que yo le repetía con insistencia que estábamos en Europa, ella no dejaba de sentirse insegura en las calles. «Tranquila, esto no es Bogotá», le decía yo. «En todos lados roban, atracan y violan», me respondía ella. Una noche, caminando por el centro de Madrid, al atravesar un callejón, aparecieron frente a nosotros dos tipos enormes, con el pelo muy corto, casi a ras, gritando «¡viva Franco, viva España!». Eran acuerpados y musculosos, de piel muy blanca, uno era rubio, el otro tenía el cabello negro. Llevaban camisetas negras y pantalones azules, ajustados al cuerpo, y botas enormes con chapas de metal en las puntas. Al ver que nosotros nos quedamos mirándolos se acercaron.

– ¡Viva Franco, viva España! – repitieron.

Los dos nos quedamos petrificados, Sandra temblaba y los miraba con terror.

– Qué pasa india sudaca de mierda, ¿no te gusta España? – le dijeron.

– ¡Viva España, viva Franco, viva Aznar! – dije, en un acto reflejo.

Los tipos me miraron fijamente, amenazantes.

– ¿Te estás cachondeando de nosotros? – dijo el rubio.

– No, no, para nada – respondí.

– Repite esto, pedazo de mierda: ¡viva el Real Madrid! – dijo el de pelo negro.

– ¡Viva el Real Madrid! – dije.

– ¡Repetirlo todo idiotas, con el puño en alto! – dijo el rubio, que nos miraba con agresividad, como un perro rabioso.

Le di un codazo a Sandra.

– ¡Viva España, viva Franco, viva Aznar, viva el Real Madrid! – repetimos los dos al unísono.

– ¡Otra vez, más fuerte, indios de mierda! – dijo el rubio.

Sandra empezó a llorar. Yo le volví a dar un codazo.

– ¡Viva España, viva Franco, viva Aznar, viva el Real Madrid! – volvimos a decir, esta vez se escucharon nuestras voces con más fuerza en la solitaria calle.

– Será mejor que os vayáis a vuestra selva, indios, no queremos aquí vuestra mierda subdesarrollada – dijo el de pelo negro.

– No, no, tranquilos, tranquilos, si nosotros estamos de paso, somos turistas – les dije.

– ¡Tú no vengas a tranquilizarme, que aquí yo hago lo que quiero! – respondió el de pelo negro.

– No nos hagan nada, no nos hagan nada – suplicó Sandra, con lágrimas en los ojos.

Sandra temblaba y lloraba. Los tipos nos miraron con desprecio, luego se miraron y sonrieron.

– Alegraros que hoy no tengo ganas de patear mierda – dijo el rubio y se fueron.

Se alejaron. Caminaron unos pasos y el rubio se dio vuelta.

– ¡Ni se os ocurra quedaros como ilegales! – gritó. Se escuchó una sonora carcajada y ambos chocaron las manos.

– ¡Sudacas de mierda! – gritó el de pelo negro.

**

«¿De verdad crees que tengo cara de india?», preguntó Sandra, días después del encuentro con los dos cabezas rapadas. Estaban en la habitación. Sandra, frente al espejo, se preparaba para dormir. Carlos, en la cama, leía algunos documentos para su curso.

–Oye, deja de leer y atiéndeme –reclamó Sandra.

Carlos levantó la mirada y observó su largo cabello, oscuro y liso, y las rectilíneas facciones de su blanco rostro.

–Mmm... ¿No? –respondió.

–¿Lo niegas o lo afirmas? –dijo Sandra, quien se volvió y lo miró fijamente–. ¿Cómo puede creer alguien que soy una india, si tengo la piel blanca y de niña fui casi rubia?

Carlos, la observó, pensativo.

–¿No dices nada? –insistió Sandra.

–Bueno, esa gente dice cualquier cosa por decir, ¿no ves que son neonazis? –respondió Carlos –aun así, ¿qué tiene de malo?

Sandra se dio vuelta y se miró en el espejo. Al untarse la crema limpiadora, recorrió con especial detalle, una y otra vez, las formas de su cara.

–Tiene mucho de malo. Los indios son feos y sucios –dijo.

Días después, Sandra salía de un salón de belleza con el cabello teñido de rubio. Recorría las galerías comerciales de la Puerta de Alcalá, se acercaba a las vitrinas y miraba con insistencia su reflejo en los vidrios. También miraba a los maniquíes que exhibían las últimas tendencias de la moda europea. Dos horas más tarde, Sandra caminaba por la Gran Vía, cargando bolsas y paquetes. Se acercó a la acera, a la espera de un taxi. «¡Hey, colombiana!», le gritó alguien. Sandra se dio vuelta, asustada. Era Rubén. Sandra sonrió y lo saludó.

Ella y Rubén caminaban por el Parque del Retiro. Rubén cargaba las bolsas y paquetes de Sandra.

–Es que aquí hay gente muy ignorante –dijo Rubén–. Para ellos cualquiera es indio o moro. O africano. Y si tienes los ojos rasgados, te dicen chino. No te dicen «colombiano» o «chileno» sino «sudamericano», les da pereza enterarse de las diferencias. A mí me han preguntado si soy marroquí, y eso que tengo el cabello largo.

–Pues no me hace mucha gracia. Eso no sucede en Estados Unidos –dijo Sandra.

–No es algo para sentirse mal, sirvió para algo, mira que te ves muy bien con el cabello rubio. Como dicen aquí: estás muy guapa.

Sandra sonrió.

–De pequeña era rubita, pero el pelo se me oscureció cuando crecí.

–La pequeña rubita, bonito nombre... la pequeña y bella rubita... de haberte conocido cuando eras niña, te habría puesto ese apodo –dijo Rubén.

–Qué galante, ¿así eres con todas?

–No. Sólo me pasa cuando conozco a alguien que es inalcanzable para mí.

Ambos callaron. Caminaron en silencio. A pesar del frío había gente en el parque, hombres y mujeres mayores paseando sus perros. Una familia de inmigrantes latinoamericanos pasó junto a ellos; Sandra los miró con fastidio.

–No entiendo cómo me pudieron haber dicho eso –dijo Sandra.

–Te entiendo. Es una mierda, pero no sólo por lo que te ha pasado. En Colombia hay zonas donde los indios no dejan entrar a la gente civilizada. Zonas con riqueza, petróleo, madera, oro, recursos para explotar y generar empleos; pero ellos no dejan. Un atraso total –dijo Rubén–. Por eso al final siempre hay que sacarlos por la fuerza. No podemos condenarnos al subdesarrollo por culpa de unos indios brutos. Habrá que hacer como hicieron aquí con los moros: sacarlos, que se vayan para Bolivia, donde el indio ese que salió presidente.

Llegaron a la salida del parque, a la Calle Alfonso XII.

–Bueno, ya estoy cerca del apartamento –dijo Sandra–. Muchas gracias por la ayuda y la compañía.

Rubén le entregó las bolsas.

–¿No quieres que te acompañe hasta la puerta de tu edificio? –dijo.

–No. Te agradezco, no es necesario. De nuevo, muchas gracias. Me hacía falta charlar con algún colombiano. Finalmente, la tierra llama.

–Encantado. Llámame cuando me necesites.

Sandra se acercó y lo besó en la mejilla.

–Oye, ¿no te pasa que a veces deseas cosas que sabes que son imposibles? –le preguntó Rubén.

Sandra se quedó pensativa.

–Sí, algunas veces –dijo y se fue.

–¡De todas formas, nada es imposible! –le gritó él.

Sandra se dio vuelta, le sonrió y se despidió con la mano. Rubén la observó alejarse y también sonrió.

**

Sin quererlo, sin buscarlo, me encontré de frente con algo que siempre me había sido indiferente, que hasta me molestaba. En la universidad no soportaba a los pseudo hippies que estudiaban ingeniería y se pasaban todo el día con la guitarra en la mano, tirados en algún prado, cantando esas canciones de Silvio Rodríguez. «Qué forma de perder el tiempo», pensaba. Luego los encontraba repitiendo cursos que yo había tomado semestres antes. Algunos duraban hasta diez años en la universidad. Pensaba: «así no se puede tener un sistema educativo sostenible, esos no son estudiantes, son vagos. Si les gusta la música, pues que se vayan a estudiar al conservatorio, pero que no se metan a algo y luego se pasen el tiempo haciendo otra cosa, quitándole la oportunidad a otros con más interés e implicación. Y después quieren que haya igualdad para todos, mientras ellos pierden el tiempo y otros somos los que estudiamos y nos preparamos. Luego trabajamos para pagar impuestos y sostenerles su vagancia en la universidad».

Cuando me preguntaban: «¿cómo haces para que te vaya tan bien?», yo les respondía: «fácil, porque aprovecho el tiempo estudiando». Nada de peñas, nada de jodas culturales y mucho menos huelgas y protestas. Eso sí, para el fútbol sí tenía tiempo. Era eso, nada más: estudio y fútbol; luego la novia, Sandra, o las que tuve antes. «¿No quieren que dejemos de ser un país atrasado?, pues ya saben lo que hay que hacer: estudiar, prepararse y traer el desarrollo». Una vez me encontré con uno que me dijo: «¿Y tú que desarrollo traes si trabajas vendiendo productos que se importan de los países desarrollados?». «Pues porque son mejores y más baratos que los de acá, ¿cómo pretendes vender, a buenos precios y calidad, algo fabricado con materias primas costosas y malas?». Así de fácil, claro y elemental. Sin embargo, a mucha gente le cuesta entender eso. Siempre pensaba con insistencia: «¡Cuánta falta le hace a la gente ordinaria conocer el pensamiento ingenieril!». Todo eso se fue al carajo cuando conocí a Inma.

Cuando ocurrió lo de los neonazis de Madrid, le prometí a Sandra que buscaría evadirme del curso algunos días para llevarla a París. A ella le sentó muy mal todo lo sucedido con esos dos tipos. Yo creí que le había afectado mucho la situación de violencia y amenazas, pero, más que eso, le molestó profundamente que le dijeran «india». Hasta ese momento yo no había experimentado con tanta intensidad lo que la cultura popular denomina «las ironías de la vida».

En el curso éramos veinte personas. Todos ingenieros. Había conmigo tres latinoamericanos: un argentino, un chileno y yo. El resto eran ingenieros españoles. Es común que en la ingeniería las mujeres brillen por su ausencia, y cuando se encuentra alguna, lo que brilla por su ausencia es la belleza, pero en este caso, ese juego de variables no se cumplía. En el curso había cinco mujeres, todas guapas, inteligentes, simpáticas. Una de ellas era Inma. Durante las primeras semanas apenas cruzamos palabra. Yo me la pasaba con el chileno y el argentino; comentábamos asuntos del curso, del fútbol español y de nuestros respectivos países. Charlas cotidianas y sin trascendencia. El argentino tenía aires de conquistador y muy pronto se enrolló con Assu, una ingeniera catalana. Era casado, pero no había traído a su mujer, y el ser casado les tenía sin cuidado a él y a Assu. El chileno era más reservado, hablaba poco y cuando hablaba casi no se entendía lo que decía.

Un día fuimos a almorzar en grupo. Inma iba con nosotros. Ella era muy conversadora y alegre, no paraba de hablar, para ella cualquier tema era objeto de comentario y de bromas, no se parecía en nada a las otras chicas, que eran más calladas y reservadas, menos espontáneas. Inma era andaluza.

De regreso, después de comer, Inma y yo nos fuimos conversando rumbo al aula. Ella me contó una historia: «Mi padre viajaba mucho a Sudamérica, por trabajo. De chica siempre me parecían exóticos los nombres de vuestras ciudades, me las sabía todas: Lima, Bogotá, Medellín, Quito, La Paz. A mí me gustaban mucho los muñecos. Una vez mi padre me trajo uno. Era muy diferente a todos los que había tenido hasta entonces. Este muñeco tenía carita de indigenita. Desde ese día fue mi favorito. Lo llamé Nanito, Nanito el indigenita. Tu cara me recuerda al Nanito, era así, con la piel de color dorado oscuro, como el color del oro, como la tuya, era así de guapo como tú».

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