Las olas no me dejarán

By MaristherMessa

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Marina pasa sus días sola, sentada en un muelle viejo, anhelando un pasado que no recuerda, preguntándose por... More

Las olas no me dejarán - 02

Las olas no me dejarán - 01

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By MaristherMessa

 PRIMERA PARTE

          Caminé con lentitud, valiéndome de las muletas, hasta el final del muelle viejo. El viento me arremolinaba la pollera larga de bambula blanca. Me dejé caer, con torpeza, en las tablas rugosas y desvencijadas, y el calor de la madera recalentada por el sol me quemó las piernas; sin embargo, lo disfruté: aplacaba el dolor causado por el esfuerzo. Dejé las muletas a un lado, abracé mis piernas recogidas y descansé la barbilla sobre ellas.

El viento me traía el rumor de las olas y los gritos de los chicos del pueblo que jugaban en la playa a varios metros del muelle.

Acaricié, melancólica, el colgante que pendía de mi cuello: una estrella de mar diminuta, único recuerdo de mi antigua vida, y me recosté sobre las tablas, con la vista aún perdida en el horizonte. El océano me relajaba y me hacía experimentar la sensación de estar nuevamente en casa. Era el único lugar donde podía dormir sin temor a que las pesadillas me asediaran.

Dejé que el sol entibiara mi piel y la brisa me acariciara. Entonces, las olas me arrullaron hasta hacerme caer en un profundo sueño.


***


Desperté por la frescura de unas gotas de lluvia mojando mi cara. Abrí los ojos con desgano y estudié el cielo. Sin embargo, no parecía que estuviera lloviendo; era un día soleado, sin rastro de nubes.

Un movimiento al costado me sobresaltó y me senté de forma brusca.

—¿Qué...? —fue lo único que salió de mi boca.

Había un chico sentado a mi lado. Su pelo dorado estaba mojado y supuse que eso era lo que me había salpicado; porque se encontraba muy cerca..., demasiado cerca para mi gusto. Si movía apenas el brazo podía rozar su piel bronceada. Al parecer, no tenía el más mínimo respeto por el espacio personal.

Me sonrió, y sus ojos azules, tan oscuros como el océano que nos rodeaba, parecieron centellar bajo el sol de la tarde. Sentí que mi estómago cosquilleaba.

—Hola —me saludó—, me disculpo por asustarte.

Su voz era ronca, con un timbre apacible.

Me pregunté qué estaría haciendo ahí. ¿Por qué se había sentado a mi lado, mientras dormía?

—¿Qué hacés? —solté demasiado cortante.

Puso cara de sorpresa, miró a su alrededor y respondió:

—Nada, solo estaba sentado, contemplado el mar.

—Veo que estás sentado, pero me refiero a ¿qué hacés precisamente acá, donde estoy yo? —expliqué de mal humor.

—No sabía que este muelle era propiedad privada —se disculpó.

—No lo es —reconocí avergonzada.

—Entonces, no entiendo tu pregunta —dijo con un gesto inocente, conservando aún su linda sonrisa.

—¡Vamos! Sabés a qué me refiero —protesté fastidiada—. ¿Qué hacés sentado acá, al lado de una extraña que estaba dormida, en un muelle desvencijado, cuando podrías estar divirtiéndote allá? —Señalé con mi dedo la playa, dónde aún seguía el grupo de chicos jugando un partido de vóley.

—¿Qué te hace pensar que preferiría estar allá? —preguntó mirándome fijo. Ya no sonreía. No pude evitar sonrojarme.

—No importa, no me prestes atención; después de todo, ya es hora de irme. —Giré el torso en busca de mis muletas e hice el amague de levantarme, pero él me detuvo, apoyando su mano cálida sobre la mía. Quedé paralizada.

—¡Esperá! No quería molestarte, no te vayas —se disculpó. Su voz sonaba apenada.

Mi mano hormigueó y un temblor me subió por el brazo. El corazón me bombeó agitado. En el único par de años de recuerdos que atesoraba, ningún chico me había tocado. Esa emoción para mí era nueva.

Me aparté, nerviosa. Me asustó lo que me hizo sentir, no encontraba palabras para explicar lo que experimentaba. Demasiado aturdida, no me moví del lugar, solo recogí mis piernas y las rodeé con los brazos. Quedé hecha un ovillo, con la vista perdida, de nuevo, en el horizonte.

—Si lo preferís, me voy yo —dijo con suavidad, como si intentara evitar asustarme.

—No, no es necesario —respondí en un susurro. No quería que pensara que estaba loca, ya bastantes rumores corrían en el pueblo sobre mí: la chica misteriosa que los pescadores encontraron inconsciente en la playa. La chica que vive en el hogar de niños, porque nadie denunció su desaparición. La pobre que quedó lisiada en un accidente, que nadie sabe cómo ocurrió—. ¿De dónde venís? —Me animé entonces a dar rienda suelta a mi curiosidad.

—De allá. —Señaló al océano con su mano, donde varios chicos surfeaban, confirmando mis suposiciones.

—Y ¿por qué te sentaste acá? —volví a preguntar.

—Quería hablar con vos —reconoció. Giró su rostro hacia mí y volvió a sonreír.

—¿De qué? —Estaba sorprendida.

—Debo confesar: hace varios días que te veo sentada en el muelle. ¿Por qué te quedás acá sola?

Lo miré, atónita. Me había estado espiando. No pude evitar enojarme.

—¿Venís a representar el papel de buen samaritano y practicar la caridad con la pobre chica? No tengas lástima de mí, estoy más que bien acá sola —le solté molesta.

Para mi sorpresa, soltó una carcajada fresca, al tiempo que sacudía su cabeza de un lado a otro, con lentitud. Me pareció ver cariño en su mirada, pero seguro fue mi imaginación, porque eso no tenía razón de ser...

—No es lo que decís.

—No necesito que nadie se compadezca de mí.

Se rascó la cabeza, divertido, con un gesto que me gustó demasiado, e hizo que mi corazón pegara un brinco.

—De verdad, no vine por lástima.

Aparté la vista, para evitar ponerme más nerviosa.

El sol comenzaba a esconderse.

—¿Cómo te llamás? —le pregunté, decidiendo aplacar mi mal humor.

—Ariel

Me gustó su nombre. Algo en mi interior se relajó, como si supiera que ya no tenía que permanecer en guardia junto a él.

—Yo soy Marina. —Por lo menos así me llamaron cuando me acogieron en el hogar de niños. Yo no recordaba el verdadero.

Un mechón de pelo rojizo revoloteó hasta mi boca y lo aparté. Incómoda, no pude evitar jugar con mi colgante. Él captó el movimiento y fijó su atención en lo que hacía.

—¿Puedo verlo? —preguntó, curioso, señalando lo que tenía entre mis dedos.

Estiré la pequeña estrella de mar y se la acerqué, recelosa. Era lo más valioso que poseía.

La observó con detenimiento y arrugó el ceño. ¿Era un gesto de tristeza lo que le oscureció la mirada?

—Muy bonito. —Lo soltó, y su rostro se relajó dando paso a una sonrisa brillante. Volvió a prestar atención a las olas.

El sol ya casi terminaba de esconderse, tiñendo todo de anaranjado. Los colores del atardecer eran mis favoritos.

—¿Qué es lo que más te gusta del océano? —solté sin más, intentando sacar un tema de conversación neutral.

No dudó ni un segundo:

—Adoro el coral —dijo con su voz ronca demasiado apasionada, girando hacia mí y  atrapándome con la mirada.

Me descolocó, me hizo temblar y no pude apartar la vista de sus ojos. ¿Por qué, que le gustara el coral, me hacía estremecer? No era solo su mirada, sino un significado profundo en esas palabras.

Me encantaba cómo me miraba, todo él me fascinaba. Era un chico atlético, demasiado bien formado. Solo vestía un bañador azul y eso no ayudaba a mi estado alterado. Su piel estaba bronceada y olía a arena y sal.

¿Quién era Ariel? ¿Por qué había venido a perder su tarde en la playa con una extraña malhumorada?

—¿Querés nadar? —soltó entonces, sacándome de mi ensoñación y desconcertándome.

Fruncí el ceño, molesta.

—¿Es una broma? —señalé las muletas con mi cabeza.

—Te vi caminar, flotar es más fácil.

—No, gracias.

—Vamos, no voy a dejar que te hundas —me animó.

Pensar en cómo haría para evitar que me hundiera hizo que mi corazón palpitara enloquecido y que mis mejillas se sonrojaran. Me imaginé cobijada en sus brazos y a pesar de que la imagen me gustó demasiado, me pareció una completa locura. Recién conocía a Ariel y la sola idea de intentar nadar con mis piernas frágiles me aterró.

—Ya es tarde —me excuse. Lo que era una perfecta mentira, no me esperaban en el hogar de niños. Nadie me esperaba en ningún lado... Nadie me había extrañado, ni reclamado.

Una lágrima pulsó por escapar de mis ojos, pero la reprimí. Si me permitía quebrarme, ya nunca me podría volver a levantar.

Tomé las muletas y me incorporé atropelladamente; quería alejarme lo antes posible, no deseaba que me viera llorar. Tuve tan mala suerte, que mis piernas entumecidas, por tanto tiempo en la misma posición, me traicionaron. No me sostuvieron y trastabillé.

Ariel giró con rapidez y me atajó a tiempo. Caí sentada sobre su regazo, rodeada por sus brazos fuertes.

—¡Te tengo! —exclamó con su rostro a muy pocos centímetros del mío.

No tuve oportunidad de abochornarme, porque una serie de emociones más poderosas me inundaron. Quedé atrapada por su mirada, me hundí en el azul acuoso de sus ojos y me sentí en casa otra vez. Absorbí su calidez y mi cuerpo se derritió. En los únicos dos años de vida que recordaba, no me había sentido nunca así; pero en lo profundo de mi corazón, reconocí ese sentimiento, me resultó tan familiar... Entonces, lo extrañé, anhelé que me volvieran a abrazar así todos los días de mi vida.

Ariel se había puesto muy serio, demasiado serio, y me observaba como si quisiera asegurarse de que estaba entera; pero era extraño, su preocupación parecía ir más allá de mi caída...

Mi garganta se cerró con una angustia inexplicable y las lágrimas brotaron sin sentido. Solo sabía que quería llorar. Mi corazón extrañaba cosas que mi conciencia no identificaba.

Secó la humedad de mis mejillas con sus dedos. No hizo preguntas, solo me acarició. ¿Quién era ese extraño que me hacía anhelar lo que no podía tener, que me hacía extrañar lo que no recordaba?

—No llores —susurró, sin dejar de acariciarme—, sabés que no puedo verte llorar.

No entendía a qué se refería, pero no pude emitir palabra alguna. Mi cabeza daba vueltas, estaba mareada.

—¡Me estás matando! —gimió, acercando su rostro al mío, y el corazón amenazó con salírseme del pecho.

—¡Marina! —un grito reprobatorio llegó del otro extremo del muelle, haciéndome saltar en el regazo de Ariel—. ¿Qué creés qué estás haciendo?

Salí del trance en el que me había sumido y caí en la bochornosa realidad: una de las maestras del hogar de niños acababa de atraparme en una situación embarazosa. ¿Qué me había pasado? ¿Tan necesitada de afecto me encontraba, que había estado a punto de besarme con un completo desconocido?

Me sacudí para levantarme y Ariel me ayudó a ponerme de pie. Quedó a mis espaldas, sosteniéndome, hasta que me aparté, perturbada; pero tomó mi mano y la estrechó con suavidad para llamar mi atención, al tiempo que me susurraba al oído:

—Nos vemos mañana. Ponete una malla.

Su aliento cálido cosquilleó en mi cuello, haciéndome estremecer. Entonces, me soltó.

Me di vuelta a tiempo para ver cómo ejecutaba un picado perfecto. Desapareció en las aguas teñidas de rojo intenso y no esperé a verlo emerger. ¿Qué lo hacía estar tan seguro de que acudiría? Tendría que esperarme sentado.

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