Tomb Raider: El Legado

By Meldelen

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Anna, hija de Lara Croft y Kurtis Trent, ha manifestado de forma inesperada el legado de los Lux Veritatis po... More

Capítulo 1: Lady Croft
Capítulo 2: Hogar
Capítulo 3: Fractura
Capítulo 4: Silencio
Capítulo 5: Don
Capítulo 6: Pulso
Capítulo 7: Asesino
Capítulo 8: Huesos
Capítulo 9: Juguemos
Capítulo 10: Promesa
Capítulo 11: Barbara
Capítulo 12: Elegida
Capítulo 13: Destino
Capítulo 14: Retorno
Capítulo 15: Vísperas
Capítulo 16: Estallido
Capítulo 17: Ratas
Capítulo 18: Dolor
Capítulo 20: Dreamcatcher
Capítulo 21: Demonio
Capítulo 22: Annus Horribilis
Capítulo 23: Frágil
Capítulo 24: Verdad
Capítulo 25: Rabia
Capítulo 26: Monstruo
Capítulo 27: Votos
Capítulo 28: Otra vez
Capítulo 29: Foto

Capítulo 19: Belladona

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By Meldelen

Apenas tocó suelo estadounidense, Marie Cornel comenzó a morir. Por más inesperado que pareciese, lo cierto es que así fue. Quizá su cuerpo, al que había domado y hecho resistir durante aquel viaje a Turquía, su último viaje, dijo basta al sentir de nuevo el aroma de la tierra natal. Y el aviso de que había dicho basta fue que el dolor, de habitual bastante constante, se volvió de pronto insoportable.

Marie no quería gritar de dolor delante de su hijo, y mucho menos de su nieta. No era orgullo, aunque orgullosa lo había sido, y un rato. Fue la necesidad, la urgencia de no hacerlos sufrir. Pero lo cierto es que era difícil. Sus últimos días iban a ser horribles.

Pero ella era una mujer excepcional y, del mismo modo que había parido a su hijo sin proferir ni el más leve gemido en medio de un campo rodeado de enemigos, no pronunció ni una sola palabra, ni un gemido de dolor en todo el trayecto de vuelta al hogar, de su rancho en la Nación Navajo. Anna no notó absolutamente nada fuera de lo común, salvo que estaba cansada y dolorida, por eso, al llegar al rancho, a la niña le faltó tiempo para abalanzarse sobre su querido Niyol, saludarlo con cariño, cepillarlo y saltar sobre él para partir al galope.

Sólo entonces Marie se permitió desplomarse en brazos de Kurtis, mientras el mundo giraba a su alrededor y se diluía como en una pintura aguada. Oyó que su hijo decía algo, pero no le entendió. Todo era dolor. Sólo dolor.

Sintió que la levantaba en brazos y la llevaba adentro, una muñeca encogida, deformada y arrugada en brazos de aquel a quien ella había parido. Qué fuerte era. Qué fuerte se había vuelto. Si le quedaba algún orgullo a la anciana mujer, él era su personificación.

Cuando recobró algo de conciencia, se encontraba tendida en su vieja y querida cama, mientras Kurtis quería hacerle beber algo de agua. Lo rechazó.

- No.- murmuró con voz desfallecida. – Necesito... necesito la infusión.

- ¿Qué mezcla? – le oyó decir. Su voz sonaba distante, muy distante, detrás del brutal velo del dolor.

- Belladona. – alcanzó a murmurar, y cerró con fuerza los ojos.

Kurtis frunció el ceño, pero no dijo nada y se levantó. Conocía la mezcla que ella había indicado como "belladona". En realidad, esta droga era sólo uno de los componentes. Era una fuerte infusión sedante y analgésica.

Demasiado fuerte, dependiendo de para qué. Pero no protestó y la preparó sin rechistar, sintiendo que súbitamente volvía a la infancia. Sabía hacerlo porque de niño había ayudado a su madre a preparar miles de cocciones curativas diferentes, o simplemente alivio para el dolor, mientras el paciente gritaba en su lecho de dolor.

Ahora era ella, su madre, la que estaba gritando.

(...)

Ayúdame. Ayúdame. Por favor. No lo soporto.

¿A quién se lo decía? ¿A un Dios en el que no creía, a los espíritus de su pueblo, a sí misma y sus largos años de experiencia en aliviar el dolor, a su marido ausente, o al hijo presente? No lo sabía. Todo era dolor. Sólo dolor.

Notó que Kurtis la incorporaba y por fin, el líquido cálido, sedante, que se vertía en su garganta. Lo tragó con ansia y casi al instante empezó a sentir el alivio. No era sólo belladona. También tenía opio, y otras cosas. La adormecería, aunque el efecto no duraría mucho. También le robaría las facultades mentales, cosa que odiaba con todas sus fuerzas, pero ya no resistía más el dolor.

Trataría de dormir ese estado de sopor.

- Kurtis.

- Estoy aquí. – una mano grande, cálida, le aferró la mano fría y deformada.

Se lamió los labios, secos y cuarteados.

- Anna. – murmuró. – Tráela.

- Se ha ido a cabalgar. No conviene...

- Tráela, Kurtis. Por favor. Por favor.

Silencio.

- Kurtis...

- ¿Quieres que te vea así?

Sonrió con tristeza. Intentó mirar a su hijo, pero el rostro familiar se diluía en una bruma. Así, con el velo de la droga nublándole la vista, no hubiera podido decir si era Kurtis o Konstantin quien estaba junto a ella. Se parecían tanto...

- Tráeme a mi nieta. No me queda tiempo.

La mano que la agarraba se quedó inmóvil. Luego la soltó.

(...)

Cuando Anna entró en la habitación, una sensación horrible, sobrecogedora, se apoderó de ella. El cuarto olía a enfermedad. A enfermedad y a dolor. A sufrimiento. A...

- Anna. – una voz rota, débil, le llegó desde la cama. Al acercarse a ella, vio a su abuela tendida, una película de sudor cubriéndole el rostro. Aferraba algo en su mano derecha, el puño cerrado.

- Abuela, ¿qué te ha pasado? ¡Estás muy mal!

- Nada que no me pasara desde hace meses, cariño. He ido empeorando estos últimos días, pero ya no puedo más. – hablaba con los ojos cerrados, como si le doliera la luz, aunque el cuarto estaba en penumbra. – Ven, acércate, cariño.

Anna sentía los pies como clavados a las tablas del suelo. De pronto, lo vio claro. Más bien, lo percibió. Aquel sexto sentido que ahora tenía. Lo supo enseguida.

Se moría.

Sus ojos se desviaron hacia la bandeja con la tetera y la taza al lado de la mesita de noche. Un olor fuerte, el que había sentido al entrar en la habitación, procedía de la todavía humeante tetera. Un olor vagamente familiar. Un olor que nada bueno auguraba.

Belladona.

- Anna...

La niña dio un respingo y fue junto a su abuela. Se sentó a su lado, subiéndose a la estrecha cama, y le tocó delicadamente el brazo. Marie estaba fría, fría y húmeda de sudor.

- Por favor abuela, no te mueras. – la vocecilla le salió suplicante, y al instante se sintió estúpida e infantil. Pero ¿qué podía decir?

La mano de Marie se levantó y le acarició débil, temblorosamente la mejilla. Una mano deforme, retorcida.

- Mi niña, mi pequeña. - murmuró con dulzura- Tengo que decirte adiós.

Ella le miró, estupefacta, sus ojos azules dilatados de espanto.

- ¡No! Debe de haber algo... - miró la tetera - Esto te quita el dolor, ¿verdad? ¡Sólo tienes que seguir tomándolo!

- No, mi vida. - Marie estaba más tranquila. Hablaba dulce y lentamente – No. Sólo me alivia un poco. Pero no puede curarme. Hoy me sentará bien, mañana hará un poco menos, y en una semana, ya no servirá absolutamente para nada.

- ¡Tiene que haber algo, abuela! – Anna se retorció los dedos, desesperada - ¡Tú eres curandera, tienes que saber...!

Marie sonreía tristemente.

- Créeme, no hay cura alguna para esto. Bien lo sé y bien lo sabía cuando escogí no tratarme. Mi tiempo se acaba, y ésta será la última vez que hablemos, Anna. Luego me iré a descansar.

La muchacha se quedó sin palabras, y de pronto, un velo de lágrimas desfiguró la imagen de su abuela yaciendo en su lecho de agonía.

- No, no llores, pequeña. No hay que llorar a los que mueren alcanzando su propósito. He vivido mucho, lo suficiente para ver a mi hijo vencer a sus enemigos, darme mi ansiada venganza, y luego obsequiarme con el mayor de los regalos: tú, Anna. Yo hubiese podido morir muy joven. Es cierto que perdí a tu abuelo, y a muchos otros seres queridos. Pero no perdí a tu padre, y te he visto nacer y crecer. Todavía recuerdo cómo yo misma te saqué a este mundo, un bebé chillón y ensangrentado. Pero eras lo más hermoso que había visto en mi vida. Sigues siendo lo más hermoso que he visto en mi vida.

Anna no la escuchaba, o al menos, tardaría mucho en recordar esas palabras. Lloraba desconsoladamente, frotándose el rostro con rabia. Se detuvo al notar que su abuela golpeaba suavemente su puño izquierdo contra su muslo. No tenía ya fuerzas ni para levantar el brazo.

- Toma esto, Anna. Cógelo.

El puño se abrió lentamente. Anna se secó las lágrimas y observó, sorprendida, un bello pero viejo colgante, un aro de madera con una telaraña de hilos de colores, decorada con hermosas cuentas y plumas, y un cordón para ser colgado al cuello.

- ¿Un dreamcatcher, abuela? – y entonces lo comprendió. Se quedó boquiabierta, la mandíbula descolgada. – No un dreamcatcher. ¡El dreamcatcher!

Marie sonrió de nuevo, cansada, y asintió.

- Sí, vida mía. Era de mi madre, luego pasó a mí, luego a mi hijo, aunque él lo dejó aquí cuando huyó a la Legión. Es tuyo ahora, Anna. Quiero que lo tengas.

- ¡Pensaba que... se había perdido! Mamá me dijo que te lo robaron los mercenarios de Schäffer...

- No, simplemente, cambió de manos. Debió quedarse en mi camioneta, y luego, una mujer valiente, muy valiente, y buena, muy buena, lo recogió. Se llamaba Giulia Manfredi, aunque era más conocida como Maddalena.

Anna asintió.

- Maddalena. – se quedó pensativa – Murió. Dio su vida por papá.

Marie asintió a su vez.

- Pero antes de irse, me lo devolvió. Lo puso en mis manos, y luego siguió a tu padre a aquel mundo de horror del que ya no volvió. – puso el colgante en manos de Anna y la acarició – Es el destino, Anna. Ella no debía quedárselo, tú estabas destinada a tenerlo.

La niña tomó el amuleto, lo acarició distraídamente y, lentamente, se lo colgó al cuello y lo escondió debajo de su camiseta.

- No quiero engañarte. - dijo Marie entonces. - No tiene ningún poder. Eres tú la que ahora lo tiene. Esto es sólo algo... para que te acuerdes de mí.

- Abuela. - la voz se le quebró. Marie se preguntó si tenía alguna conciencia de lo bonita que estaba, con los ojos llenos de lágrimas. Parecían límpidos espejos. – Abuela, yo nunca voy a olvidarme de ti.

Marie sonrió al notar que la niña se acurrucaba a su lado. Extendió la mano y acarició suavemente sus cabellos, finos y brillantes, castaños como los de su madre.

- Prométeme que vivirás siempre libre y sin miedo. – le dijo. – Ahora hay muchas cosas que te digo y que no entenderás, pero un día lo harás. Vive libre y vive sin miedo, como tu madre. Lara ha hecho un buen trabajo contigo. Ése es el camino. Hubiese querido eso también para tu padre... pero para un Lux Veritatis, es difícil. Él se ha criado en una prisión invisible, como su padre, como todos los que estuvieron antes que él.

- Yo soy una Lux Veritatis. – oyó que su nieta decía. Estaba muy quieta junto a ella, inmóvil bajo su mano acariciante.

- Sí y no. Tú vas a ser distinta, Anna. Prométemelo. Vive libre, vive sin miedo, y sobre todo vive. No te sacrifiques por nadie. No le debes nada a nadie. Tardarás años en dominar esos poderes, pero una vez lo hagas, jamás los uses para hacer el mal. Y si no lo precisas, no los uses en absoluto. Si ves a un demonio al que no puedes vencer, da media vuelta y corre. Tu única misión es vivir, Anna.

Ella no entendía ni la mitad de lo que le estaba diciendo, pero la dejó hablar. Su voz rota, débil, que a pesar de todo no podía detenerse, era la voz de una moribunda. Años después, lo comprendería todo.

- Abuela...

- Déjame terminar, Anna. Estoy muy orgullosa de ti. No sabes cuánto. Te veré de nuevo, algún día, si es que los muertos vuelven a reencontrarse. Y si me está permitido yo estaré contigo. Pero ahora tengo que descansar. ¿Harás lo que te he pedido?

- Sí, abuela.

- Y prométeme otra cosa.

- Lo que quieras, abuela. - ¿Qué podía decirle?

- Cuida de tu padre.

Anna parpadeó, confusa.

- Abuela, es él quien cuida de mí... de nosotras, aunque mamá no se deja mucho. - no pudo evitar sonreír ante la idea de ella, una cría, cuidando de un hombre adulto, más de alguien como su padre. Para ella, su padre era Dios.

Marie rio suavemente, un sonido cascado y contenido que revelaba el dolor de su cuerpo.

- Cuida de él, Anna. Ya sabes lo que he querido decir, no te hagas la tonta. Ya eres casi una mujer. Todos necesitamos que nos cuiden... también los que son fuertes y valientes. ¿Entendido?

- Sí, abuela.

Marie asintió, y dejó caer la mano. Anna se incorporó lentamente. Su abuela estaba pálida muy pálida, y respiraba convulsamente. Seguía sudando.

- ¿Quieres la belladona, abuela?

- No... llama a tu padre. Dile que venga.

- Abuela, yo...

- Cariño, no tengo nada más que decirte. Ahora vete. Recuerda siempre que te he querido muchísimo.

- Abuela...

- Vete, Anna. Vete.

Anna se levantó de la cama y fue hacia la puerta. Como en un sueño, giró el pomo y salió hacia el pasillo.

Kurtis estaba apoyado contra la pared, los brazos cruzados sobre el pecho. Anna dio un respingo. Todavía no se había acostumbrado a lo tremendamente silencioso que era. Al verla, descruzó los brazos y se volvió hacia ella.

De pronto, la invadió la rabia. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

- ¡Tú! – estalló. No sabía por qué de pronto se sentía tan furiosa, pero no se pudo detener - ¿Cómo estás tan tranquilo? ¡Se está muriendo, y tú no haces nada!

- Anna. - murmuró él, y extendió los brazos hacia ella, pero la niña le rechazó, furiosa, apartándole de un manotazo.

- ¡No me toques! – explotó, y echó a correr. Salió como una flecha de la casa, haciendo restallar la puerta contra la pared al abrirla, corrió hacia el cercado de los caballos, saltó por encima, y en unos segundos estaba de nuevo sobre el lomo de Niyol. La magnífica criatura, aunque cansada de la anterior cabalgada, no se rebeló ante su legítima dueña. Saltó el cercado a su señal y se perdió en la oscuridad.

- ¡Wooo-ho! – gritó una voz en la oscuridad. Kurtis se detuvo en el porche, después de haber mirado partir a su hija, y vio a Shilah viniendo por el camino - ¿Has visto eso, Hashkeh? ¡Tu hija ya galopa mejor que un hombre!

- Hay que ir tras ella. – respondió Kurtis, pasándose la mano por el rostro – No puede ir sola por ahí a estas horas. Déjame tu caballo.

Shilah le detuvo con un gesto de la mano.

- Ni hablar. Yo iré a por ella. – antes de que Kurtis pudiera protestar, le cortó - ¡Déjalo! Yo cabalgo más rápido que tú. La encontraré. Vuelve con tu madre.

Y, espoleando a su montura, el pastor Navajo fue tras Anna.

(...)

Marie parecía haberse desmayado, pero cuando se inclinó sobre ella, abrió los ojos.

- Anna. - musitó.

- Ha salido a caballo. Pero Shilah ha ido tras ella.

La anciana cerró de nuevo los ojos.

- Pobrecilla. - murmuró.

Oyó a Kurtis mover la tetera y la taza, y entonces le dio un suave golpe en el muslo con la mano deforme.

- Espera. – los dedos retorcidos rodearon su muñeca. – Necesito que vuelvas a prepararla. Pero, esta vez, triplica la dosis.

Kurtis se quedó mirándola fijamente, de esa manera que a ella le hacía estremecerse. Pero ninguna expresión afloró a su rostro impasible.

- Kurtis...

- Sólo el doble de esta dosis ya es letal. ¿Crees que no me acuerdo de eso, madre?

Marie sonrió con paciencia. Su hijo tenía buena memoria.

- No. Puede causar la muerte sólo a aquellos débiles de corazón. Pero aún ahora, mi corazón sigue fuerte y sano. Así pues, triplica la dosis.

Un silencio enorme pesó entre ellos durante unos instantes, en los cuales la expresión de Kurtis no se alteró.

- No.- dijo al fin.

- No es un ruego, Kurtis. Haz lo que te digo. Triplica la dosis.

- No hablas en serio.

- Oh, claro que lo hago. No finjas que no me conoces. – cuando él intentó acercarle la taza a los labios, ella la rechazó - ¡No! Escúchame, por favor. Esto ya no hará sino aliviarme el dolor un rato. Necesito terminar con esto, Kurtis. Ya no soporto el dolor.

Él apartó la taza y la dejó caer sobre la bandeja. El tintineo de la porcelana arrancó un vibrante eco en la habitación.

- Por qué me haces esto. - masculló entre dientes, y enrojeció de furia.

- No me hagas esto a mí, Kurtis. No me condenes a una muerte lenta y horrible, te lo suplico.

Él se pasó la mano por el rostro.

- No me dijiste que estabas enferma. No has querido tratarte. – soltó un suspiro de agotamiento – Nos has dado un disgusto a todos, a tu nieta, incluida, que acaba de salir corriendo a caballo y se ha perdido en la noche.

- No pienso discutir en mi última hora, Kurtis. No contigo. Me he despedido de todos ya. Sólo me queda marcharme... ayúdame a hacerlo de una forma limpia y digna.

- He vivido la vida de un criminal. He matado a gente que se lo merecía, y he matado a gente inocente también. – se apartó la mano del rostro. Estaba pálido de nuevo, y ahora eran sus ojos los que empezaban a enrojecerse – Y ahora, como colofón, tengo que matar a mi propia madre.

Marie sonrió con dulzura y le puso la mano en el brazo, pero él se apartó.

- No me matas tú. No es un asesinato. Es misericordia. Una muerte sin dolor.

- Llámalo como quieras. – se levantó – No pienso hacerlo.

- ¡Kurtis! – gritó – No voy a mejorar. Sólo a empeorar. ¿Cuánto tiempo estaré así? ¿Horas? ¿Días? ¿Semanas? ¿Vas a dejarme morir como un perro?

Él no respondió. Salió dando un portazo.

(...)

No podía apenas moverse. Ya ni podía salir de la cama, mucho menos prepararse ella misma lo que necesitaba para partir. Con dificultades logró tragar el resto de infusión de belladona, aunque estaba ya fría. Durante unas horas, dormitó, experimentando cierto alivio.

Pero luego el dolor regresó. Y ya no había nada con qué aliviarlo.

Sentado en la mesa de la cocina, los brazos sobre ella, Kurtis la oyó lamentarse a media voz. Poco después sus quejidos se transformaron en gritos.

Dobló y desdobló lentamente las manos sobre el panel de madera, observando las palmas fuertes, los dedos callosos, el intrincado dibujo de las venas marcándose sobre la piel. Conforme los gritos de su madre aumentaban, éstas se fueron marcando más.

No fingía. Ella no había gritado en su vida. No de dolor, por cierto. Y aún dentro de aquel lamento, no había ni un tono de súplica. No lo llamó ni una vez. Sólo sufría.

Sabía que iba a ceder mucho antes de rendirse. Se levantó, impulsado por un resorte, entró en la habitación de la agonizante y, sin decir una palabra, tomó la bandeja con la tetera y la taza y volvió a la cocina. Mecánicamente, como un robot, preparó de nuevo la infusión de belladona.

Triplicó la dosis.

La dejó hervir en silencio y mientras miraba por la ventana. La noche era negra, oscura, sin estrellas. No había rastro de Anna ni de Shilah.

Mejor así.

Tomó la infusión y volvió a la habitación. Su madre seguía gritando en el lecho, retorciéndose de dolor, pero esta vez, ya no sentía duda, ya no tenía miedo.

La levantó como una niña pequeña, la sostuvo en sus brazos, y acercó a sus labios la taza. Las manos de Marie rodearon suavemente las suyas mientras le daba a beber el líquido mortal. Sus manos temblaban, deformes. Las de él no.

- Más. – dijo, cuando se la hubo bebido. – Acábala.

Y le dio otra. Y otra. Conforme la sensación de entumecimiento se extendía por el cuerpo, el dolor se adormecía con él. Notaba el corazón acelerarse, la respiración alterarse, un efecto secundario de la belladona, curioso contraste con el adormecimiento del opio. La combinación asesina.

- Gracias. - murmuró, y acarició su brazo. – Mi pobre chico.

Él no dijo una palabra. La mecía suavemente, como había mecido a su hija cuando era pequeña. Poco a poco, su cuerpo débil, y retorcido se fue quedando laxo, blando.

Kurtis la reclinó suavemente en la cama, pero aún respiraba.

(...)

En algún momento cerca del alba, Marie súbitamente se despertó, dando un respingo. Kurtis, que la había velado en silencio, se inclinó sobre ella. Sus manos lo agarraron con fuerza.

- ¡Konstantin! – la oyó gemir - ¿Eres tú? ¿Has venido?

El opio. Ya no era consciente. Kurtis le sostuvo las manos.

- ¡Konstantin! – gritó ella de nuevo, y sus uñas se clavaron en él.

Al fin, Kurtis respondió.

- Vendrá. – murmuró en su oído – Vendrá. Lo prometió. Me dijo... que estaría esperándote.

La visión de la Vorágine. Su padre, o más bien, su espectro. Encapuchado, las manos y los pies taladrados. Su mirada límpida.

Dile a tu madre... que estaré esperándola.

Podría haber sido sólo una alucinación, por lo que él sabía. Un desvarío de su mente herida, hambrienta, agotada. Un truco de los demonios.

Pero podría haber sido real.

Marie sonrió levemente. Luego cerró de nuevo los ojos y se adormeció, tranquila, relajada, sin dolor, mecida suavemente en brazos de su hijo.

Minutos después, dejaba de respirar.

(...)

La acostó con delicadeza en la cama, estirándole las piernas, cruzándole los brazos sobre el pecho. Comprobó de nuevo que su corazón había dejado de latir. Aunque no tenía sentido, la cubrió delicadamente con el cobertor.

Luego, lentamente, cogió la bandeja, salió de la habitación, cerró la puerta tras de sí y se encaminó hacia la cocina. La cruzó, dejó la bandeja sobre el banco, salió al porche, y se sentó en los escalones.

Empezaba a clarear el alba de un nuevo día.

Le hubiese gustado fumarse un cigarro, pero se dio cuenta de que no tenía ganas ni fuerzas para sacarlo. Se quedó mirando al horizonte, exhausto, los ojos enrojecidos, inmóvil.

¿Qué ves, Kurtis?

Veo el desierto, el horizonte a lo lejos, y el sol rojo saliendo. Veo el hogar y la tierra de tu pueblo, el mío, el nuestro. Y te veo, donde quiera que mire, madre, te veo.

(...)

A lo lejos, distinguió una silueta que se acercaba caminando. Por un momento pensó que sería Anna, o Shilah, entonces recordó, exhausto, que ellos habían partido a caballo. Y unos metros más adelante, la reconoció.

Hubiese reconocido esa forma de caminar entre miles de mujeres iguales en el mundo. Aquel suave balanceo de caderas era único.

Se quedó mirándola, mudo, mientras la veía acercarse. Llevaba una mochila al hombro, y estaba vestida con vaqueros, botas y chaqueta. Al verlo en el porche, se acercó más rápidamente.

- ¡Kurtis! – exclamó ella, y tras algunas zancadas, se plantó ante él, mirándolo estupefacta.

Debía de tener un aspecto horrible.

- Lara. - murmuró él, con la voz ronca. - ¿Qué haces aquí?

Ella suspiró, dejó caer la mochila al suelo y cambió el peso de pierna, como cuando se sentía incómoda.

- He cambiado de opinión. - explicó – Aquella decisión no fue adecuada. Tengo que estar aquí. Marie...

Se detuvo al ver la amarga mueca de Kurtis. La barba sin afeitar. Las ojeras oscuras bajo los ojos enrojecidos.

- Es tarde, Lara. – dijo él por toda respuesta.

Ella le observó en silencio y de pronto, dio un respingo, recogió la mochila de un tirón y entró en la casa, empujando la puerta mosquitera. Dejó caer la mochila en la cocina, cruzó el pasillo y, abriendo la puerta de un empujón, entró en la habitación de Marie.

Se quedó congelada en el marco de la puerta, observando su cuerpo tendido en la cama. Con sólo una mirada, supo que estaba muerta.

Durante unos segundos, la observó en silencio, asimilando la realidad. Luego avanzó hasta ella, se inclinó y le tocó la mejilla. Ya estaba fría.

- Oh, Marie. – murmuró, compungida. - Marie. Lo siento. Debí haber llegado antes.

Se hincó de rodillas junto a la cama y observó en silencio a la difunta, mientras le aferraba la mano. Parecía increíble que estuviese muerta. Si no hubiese tenido experiencia en el aspecto real de la muerte, hubiese parecido que dormía. Su expresión era dulce, tranquila, relajada. Como si se hubiera ido mientras dormía.

Como hizo Winston, pensó.

Inclinó la frente y la apoyó sobre el colchón, cerrando los ojos con fuerza. Pensó que debía llorar, verter alguna lágrima por aquella mujer que tanto había significado para ella, a la que había admirado y respetado sin límites. Había sido fácil llorar por Winston. Sin embargo, las lágrimas no acudieron a sus ojos esta vez.

No, Marie Cornel no querría lágrimas. Aún en aquel momento, una gran sensación de orgullo y agradecimiento la llenaban, de tal manera que le impedían echarse a llorar. Orgullo, por haberla conocido. Agradecimiento, por todo lo que había hecho por ella.

- Ha sido un honor, Marie. - susurró, mirando el cadáver de la mujer Navajo. - Gracias.

(...)

Cuando regresó a la cocina, sus ojos se fijaron en la bandeja con la tetera y la taza. Distraídamente, la cogió y olisqueó el contenido.

- ¡No!

El grito de Kurtis la sobresaltó. Dio un respingo y soltó la taza que, al caer contra la mesa, se hizo pedazos, rompiendo también el platillo. El hombre estaba de pie en el marco de la puerta de entrada. De pronto, en cuatro zancadas, se plantó ante ella. Lara hizo un movimiento instintivo de repliegue – Kurtis parecía un loco, con los ojos inyectados en sangre – pero lo que él hizo fue agarrar la tetera y, sin más, estrellarla contra la pared.

Lara dio otro salto ante el restallido de la porcelana y se quedó mirando, helada, las líneas del líquido oscuro chorrear pared abajo.

- ¿Qué haces? – gritó Lara.

- Es belladona. - masculló él, jadeando. – Mezclada con opio. Lo suficiente como para matar un caballo.

- ¿Para qué...? – comenzó a decir ella, y entonces calló abruptamente. Observó el rostro desencajado de Kurtis, y entonces lo entendió todo.

- Dios mío. - murmuró.

Él se pasó la mano por el rostro. Parecía destrozado.

- No podía más. – respondió él, y se desplomó en una silla. – No soportaba sus gritos. Estaba... no era ella... no era forma de morir.

Lara se había quedado helada, mirándolo fijamente. Luego miró de nuevo la infusión manchando la pared. ¿Intoxicada con opio y belladona? ¿Marie Cornel? ¡Imposible! Ella lo hubiese notado. A menos que...

- Ha sido ella. - murmuró la exploradora inglesa entonces. – Te lo ha pedido ella.

Kurtis asintió, agotado, y hundió el rostro en las manos. Basculó durante cierto tiempo en la negrura, a través de la cual apenas oyó a Lara arrastrar suavemente una silla a su lado y acercarse a él. Al notar su brazo en el suyo, su cabeza apoyarse en su hombro, se dio cuenta de que era la primera vez, en meses, que Lara se acercaba voluntariamente a él.

- Oh, Kurtis. - murmuró ella. – Lo siento.

Mi pobre chico.

Mi pobre, pobre chico. ¿Por qué sonaba como la voz de su madre?

Instintivamente, alzó la otra mano y la puso sobre la mano de Lara. Ella no le rechazó. Permanecieron en silencio durante un instante.

- Lara...

- Déjalo estar, Kurtis. Has hecho lo que debías.

Movió la mano hacia arriba y le acarició suavemente los cabellos, aquellos cabellos cobrizos, que eran ahora también los cabellos de Anna.

- ¿Dónde está Anna? – murmuró entonces Lara, su rostro todavía apoyado en el hombro de él.

- Estaba muy afectada. Montó sobre Niyol y salió al galope hace horas. Pero no te preocupes, Shilah fue tras ella.

- Bien. – Lara tenía plena confianza en el pastor Navajo.

Transcurrieron unos minutos de silencio. La mano de Kurtis empezó a acariciarle suavemente el dorso de la mano.

- ¿Ha... sufrido mucho? – preguntó ella - Al final, digo.

- No. Ni siquiera sabía dónde estaba. Me ha... - carraspeó, incómodo – Me ha confundido con mi padre.

La mano de Lara se volvió hacia arriba y aferró la suya. Él observó fijamente los dedos finos y largos de ella entremezclarse con los suyos. Entonces ella alzó la cabeza y lo besó en la boca.

Durante un momento, Kurtis no acertó a reaccionar. Era demasiado súbito, demasiado extraño en aquel contexto. Había estado meses sin acercarse a él. Meses sin quererlo cerca de ella. Meses creyendo que ya no lo amaba, que lo iba a expulsar de su lado, temiendo, incluso, que le apartase de su hija.

Lara notó su vacilación y lo besó con ternura, rodeando su nuca con sus manos y atrayéndolo hacia sí. Y entonces él reaccionó.

Era un hombre roto, y no se hizo preguntas al respecto. Al menos, no en aquel momento. No se preguntó por qué ella volvía justo ahora. No se preguntó si lo hacía por lástima. Estaba exhausto, destrozado, confuso y abrumado. No pensó en nada más, ni siquiera en que había matado a su madre. Sólo pensó en que tenía de nuevo a Lara entre sus brazos.

Le devolvió el beso con decisión y la envolvió en un abrazo fuerte, estrechándola contra sí. Luego la levantó en volandas, recuperando súbitamente toda la fuerza que había perdido durante aquella interminable noche, y de un golpe, barrió todo lo que había sobre la mesa, la bandeja, los vasos, otras tazas, que se estrelló contra el suelo en un estrépito estridente, para despejarla, y luego tumbó a Lara sobre su lisa y vacía superficie, mientras su boca devoraba la suya, mientras sus manos recorrían su cuello, sus pechos, su cintura y sus piernas. Oyó que ella murmuraba algo y ponía las manos sobre las suyas, como guiándolo, pero no la entendió. La sangre se le había agolpado en los oídos y no tenía más que un zumbido estridente sonando en su cabeza.

Instintivamente, sabiendo claramente lo que quería y que lo necesitaba cuanto antes, y guiado por ella, sus manos empezaron a desabrochar frenéticamente los pantalones de Lara, y poco después se los arrancaba de un tirón.

Ella no le detuvo, es más, lo ayudó. Luego, dejando caer las manos a ambos lados de su cuerpo, Lara le dejó hacer.

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