Tomb Raider: El Legado

By Meldelen

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Anna, hija de Lara Croft y Kurtis Trent, ha manifestado de forma inesperada el legado de los Lux Veritatis po... More

Capítulo 1: Lady Croft
Capítulo 2: Hogar
Capítulo 3: Fractura
Capítulo 4: Silencio
Capítulo 5: Don
Capítulo 6: Pulso
Capítulo 7: Asesino
Capítulo 8: Huesos
Capítulo 9: Juguemos
Capítulo 10: Promesa
Capítulo 11: Barbara
Capítulo 12: Elegida
Capítulo 13: Destino
Capítulo 14: Retorno
Capítulo 15: Vísperas
Capítulo 16: Estallido
Capítulo 18: Dolor
Capítulo 19: Belladona
Capítulo 20: Dreamcatcher
Capítulo 21: Demonio
Capítulo 22: Annus Horribilis
Capítulo 23: Frágil
Capítulo 24: Verdad
Capítulo 25: Rabia
Capítulo 26: Monstruo
Capítulo 27: Votos
Capítulo 28: Otra vez
Capítulo 29: Foto

Capítulo 17: Ratas

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By Meldelen

"Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo.

Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti."

FRIEDRICH NIETZSCHE

El hombre al que todos conocían como Zip tenía muchos secretos, y había vivido una infancia nada fácil en los suburbios de Nueva York. Semejantes experiencias, algunas más aterradoras que una película de miedo, hubieran torcido el carácter de cualquier persona. Al fin y al cabo, somos humanos, y el sufrimiento nos retuerce, nos malogra.

El hombre conocido como Zip no se dejó malograr. En lugar de ser retorcido por el sufrimiento, fue él quien retorció el sufrimiento. Parecía un payaso, un idiota que se pasaba el tiempo bromeando y burlándose de todo, haciendo chistes malos y no tomándose absolutamente nada en serio. El hackeo era el único talento que aparentaba. Sin embargo, él, tanto como cualquier otro, era un superviviente. Su sentido del humor era su escudo, y también su tabla de salvación.

Pero los escudos se rompen, y las tablas acaban hundiéndose.

Cuando todo estalló, un agudísimo rugido rasgó su oído. Soltando un grito de dolor, se arrancó el comunicador del oído se impulsó hacia atrás, contra el respaldo de la silla, a tiempo de ver, con escalofriante nitidez, la ola de fuego y humo inundar las numerosas pantallas; y a continuación, fundirse a negro la mitad de ellas, y llenarse de nieve la otra mitad.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Durante un momento, se quedó rígido, inmóvil, conteniendo la respiración. Luego, se ajustó de nuevo el comunicador.

Probó con el canal 1.

- ¡Kurtis! ¡¡KURTIS!! ¿Dónde estás? ¡¡Contéstame!!

Silencio. Más bien, un ruido de fondo, persistente, agudo. Estaba roto.

Canal 2. Gritó el nombre de Lara. Varias veces. Ella no respondió. Pero percibía ruidos horribles de fondo, gritos, chillidos. Podía estar herida o muerta.

Uno de los monitores aún funcionaba, y le estaba mostrando un horror indescriptible. La microcámara instalada abarcaba el escenario. O lo que quedaba. Había estallado en pedazos.

Y Selma estaba justo encima de él en el momento de la explosión.

Doblándose sobre el brazo de su silla de gamer, Zip vomitó todo lo que tenía en el estómago, una masa repugnante de hamburguesas y patatas fritas regadas con Coca-Cola. Luego, se irguió de nuevo y probó con el canal 3.

- Bárbara.- jadeó. Los ácidos estomacales le abrasaban la garganta. De pronto, no podía gritar – O Betsabé. Como sea que te llames. Por favor. Contéstame. Por Dios, que alguien me conteste.

Y entonces, oyó la voz más hermosa del mundo, las palabras más bellas jamás pronunciadas.

- Estoy aquí, Zip. Como sea que te llames.

Era la voz de una antigua enemiga, era la voz de una rival, de una extraña compañera y aliada, pero Zip se echó a llorar de alegría al oírla.

- Di... dime qué ha pasado.- sollozó, sin importarle que lo oyese en aquel estado – Qué... qué coño ha pasado, joder... nadie me contesta...

- No hay tiempo.- la voz de aquella mujer se tensó y destensó como un latigazo – Está aquí.

- ¿Qui---cómo?

- Schäffer. Está aquí. Está buscándome. – la oyó aspirar y expirar profundamente – No puede verme aún, pero estoy tras una de las columnas cerca del buffet. Avisa a los otros.

Canal 1. Canal 2. Otra vez.

- ¡No contestan! ¡Tengo que... tengo...!

- ¡Avísalos! ¡AHORA! No hay tiempo. – y la oyó inspirar de nuevo – Ya viene.

(...)

Kurtis había prometido a Bárbara que no permitiría que Schäffer se acercara a ella. Era extraño, pero incluso en las situaciones más imposibles, el exlegionario se las apañó para cumplir su promesa. Más o menos.

Fue gracias a Zip, sin embargo, que lo logró; pues poco después de que Lara recobrara la conciencia logró avisar a tiempo de la presencia del asesino.

Una cosa, sin embargo, era saber que él estaba allí, y otra, saber dónde estaba. Le bastaba con tumbarse entre los cadáveres para pasar desapercibido a cualquiera. Por eso, Kurtis no perdió tiempo en intentar encontrarlo a él. A quien buscó fue a Barbara.

La encontró tras una columna, pálida, sucia, pero ilesa. Estaba demasiado lejos de la explosión como para que le hiciese daño alguno. Intercambiaron una breve mirada y ella asintió. Entonces, Kurtis rodeó la columna y miró a su alrededor.

¿Cómo logró un hombre tan fornido sorprenderle? Más tarde, Kurtis se absolvería a sí mismo diciendo que estaba herido – aunque superficialmente -, y cansado, y asustado, y por más que intentaba mantener la cabeza y la mente fría, no lo acababa de conseguir. Cuando Schäffer apareció tras él, surgido de la nada, o de una pila de cadáveres tal vez, o de debajo del maldito ponche con gambas, el caso es que de pronto tenía un cable en torno a la garganta y aquel monstruo inmisericorde estaba apretando, apretando, apretando.

La reacción natural cuando se es estrangulado es intentar respirar. Debatirse, retorcerse, agarrar las manos del estrangulador, quizá intentar hacerse con el cable, meter los dedos en busca de algo de aire. Todo eso era inútil, como Kurtis bien sabía. No se libera uno del cable, ni tampoco del estrangulamiento. En pocos minutos, estaría muerto. En lugar de eso, lo que Kurtis hizo fue lanzar la mano hacia atrás, agarrar los testículos de su adversario y apretarlos con todas sus fuerzas, al tiempo que descargaba un tremendo taconazo contra la espinilla del estrangulador.

Eso sí que funcionaba, como había tenido ocasión de comprobar en el pasado. Schäffer – porque no cabía duda de que se trataba de él – soltó un alarido y aflojó el mortal abrazo. Al girar sobre sí mismo, el cable le abrió un doloroso surco en la garganta, pero era un precio mínimo que pagar por el hecho de romper la guardia de su rival y lanzarlo hacia atrás con un brutal puñetazo en la mandíbula.

Ni siquiera así logró Kurtis derribar al fornido alemán, y eso que era la mitad de grande de lo que había sido Marten Gunderson. Pero ahora podía respirar – un aire doloroso, como una ola de fuego que se abriera paso a través de sus pulmones entre pinchazos – y siguió descargando dos, tres, cuatro puñetazos en su estómago. Lo oyó aullar de dolor y luego, jadear sin respiración, pero no logró derribarlo. Jodido monstruo.

Schäffer se dobló hacia adelante y cargó, derribándolo de un cabezazo en el pecho. El suelo se alzó para recibirlo de espaldas. Luego, lo tenía encima, y esta vez, los golpes en la entrepierna se los tragó él.

- Te gusta tocarme las pelotas, ¿eh, Trent? – el alemán escupió una flema sanguinolenta sobre él – Deja que te las patee a ti un rato. Debería habértelas cortado y servido de cena cuando pude.

Dirigió un puñetazo al rostro de Kurtis, pero él lo paró. Durante un instante, forcejearon, el alemán intentando soltarse, él, doblándole el brazo hacia atrás. Un poco más... un poco más...

De pronto, se oyó un golpe seco, hueco. Los ojos de Schäffer, lo único visible a través del pasamontaña que le cubría el rostro, giraron en sus cuencas... y se desplomó a peso sobre él, aplastándolo y dejándolo sin aliento.

Detrás de él, todavía blandiendo lo que parecía ser la pata rota de una mesa, una jadeante Barbara contemplaba, sorprendida, al inconsciente mercenario. Luego, su expresión se volvió fiera.

- ¡Vamos, muévete! – le tendió un brazo a Kurtis y lo ayudó a salir de debajo del cuerpo inerte. Él hizo un gesto de dolor. - ¡Vamos! Ya te lamerás las pelotas después. – Y agarrando con fuerza el comunicador, la mujer gritó - ¡Eh, tú! ¡El hacker! ¡Trae esa maldita furgoneta, pero ya!

(...)

Una parte de Zip agradecía que volviese a haber alguien al mando, aunque fuese aquella maldita mujer. Tan pronto como percibió que de poca utilidad podía ser frente a los monitores, salió despedido hacia la furgoneta, un vehículo abastecido con materiales de primeros auxilios y víveres que habían dejado abastecido el día anterior. Antes de que Barbara pudiese gritarle su siguiente orden, ya había aparcado de un frenazo frente a la entrada de la enorme carpa de fiesta.

Nadie se fijó en él. Habían llegado tanto camiones de bomberos como ambulancias, y el lugar era un caos inmenso. Nadie lo miró acercar la furgoneta hacia la parte trasera de lo que había sido la zona del buffet. Nadie lo vio a él, y a otro fornido hombre bastante malherido, cargar un tercer bulto en la parte trasera de la furgoneta, seguidos de una mujer en un vestido de fiesta roto y unos zapatos destrozados, que se quitó a patadas, para luego seguirlos.

Y nadie lo vio arrancar y alejarse a toda velocidad. Al fin y al cabo, todos tenía cosas más urgentes de las que ocuparse.

(...)

A horcajadas sobre el mercenario caído, Kurtis trabajó con presteza y eficiencia. Dobló brazos y piernas del alemán hacia atrás y las ató con fuerza con cables, tanto entre sí como todas las extremidades, hasta dejarlo curvado hacia atrás como un paréntesis. Le arrancó el pasamontaña, le vendó los ojos con fuerza, le llenó la boca con un trapo y la vendó también con fuerza. Luego, volvió a encasquetarle el pasamontaña. Estaba fuera de combate.

Sentada en la parte trasera de la furgoneta, acurrucada en un rincón, Barbara lo observó trabajar. Cuando terminó, le indicó:

- Estás sangrando. Deberías cuidar esa herida.

El corte de la garganta había sido relativamente superficial, pero muy sangriento. Un mar rojo le descendía cuello abajo y le empapaba la camisa. Sin decir una palabra, Kurtis se despojó de la camisa y a continuación, del chaleco antibalas que llevaba debajo. A pesar del cual algunos cristales se habían clavado en los huecos que éste dejaba, y algunas contusiones oscuras y feas empezaban a verse en su torso y espalda. Tomando un botiquín, Kurtis empezó a ocuparse de las heridas. En cierto momento Barbara se levantó y lo ayudó a restañar y vendar las heridas de su espalda. Él no dijo nada, simplemente dejó que la ayudara.

Al terminar de aplicarse parches en el cuello y vendarse el torso, Kurtis se despojó rápidamente de su ropa y se vistió con una muda de botas, pantalones militares y jersey que llevaba preparada, no sin antes ajustarse de nuevo el chaleco antibalas, por lo que pudiese pasar. Luego, lanzó una muda similar a Barbara.

- Cámbiate.- le ordenó – Con ese vestido te congelarás ahí fuera.

Bárbara tenía más que serias reticencias en desvestirse delante de él, como él había hecho sin dudarlo, pero no se atrevió a discutir. Sin embargo, no tuvo de qué preocuparse. Mientras se deshacía de los restos del vestido de noche y se vestía rápidamente con aquella muda tosca pero cómoda y cálida, Kurtis se dedicó a arrastrar el inerte mercenario hacia la entrada de la furgoneta, sin dedicarle ni una sola mirada.

Al poco, la furgoneta frenó y Zip dio dos palmadas sobre la ventana de metacrilato que los separaba de la cabina del conductor.

- Hemos llegado. – murmuró, cansado y mortecino.

(...)

Sin decir palabra, Kurtis abrió las puertas de la furgoneta, saltó de ella, la rodeó a toda velocidad y pilló a Zip cuando éste se bajaba pesadamente de la cabina de conductor. Sin más, agarró al afroamericano por el cuello del jersey, lo levantó por los aires y lo estampó contra la pared de la furgoneta. Zip soltó un jadeo y movió los pies, pero estaba suspendido a dos o tres palmos del suelo. No se quejó ni hizo un intento mínimo de defenderse.

El rostro de Kurtis daba miedo. Enrojecido, congestionado, con los ojos inyectados en sangre y los dientes apretados en una mueca retorcido.

- Explícame una cosa. – siseó, con una voz ronca y quebrada, sin duda fruto del intento de estrangulamiento. – Explícame cómo cojones este hijo de puta ha logrado colocar una bomba debajo del puto escenario, y tú no lo has visto.

Zip abrió la boca para hablar, pero no salió ningún sonido. Boqueó como un pez, aunque no era por falta de aire.

- No... no lo sé, Kurtis. No lo sé.

Una vena se hinchó en la sien izquierda del exlegionario.

- ¿No lo sabes? – escupió entre dientes – Lara tenía clavado en la espalda un pedazo de ese artefacto explosivo. Estaba desangrándose como un cerdo, y mi hija estaba debajo de ella. ¡MI HIJA, ZIP! – le gritó en la cara, escupiéndole - Mi hija podría estar muerta, y se ha salvado porque Lara se le puso delante. No sé qué ha sido de mi madre, y por lo que sé, Selma puede estar desperdigada a pedazos entre los restos de ese maldito escenario. ¿Y tú no sabes cómo llegó esa bomba ahí?

Zip estaba llorando.

- No lo sé, jefe. No lo sé. – sollozó.

- Veinte monitores, diez microcámaras, cuatro comunicadores, toda tu puta tecnología... y el resultado es que han saltado por los aires.

- ¡No descuidé ni un detalle! – gritó Zip – No me moví de mi sitio, no dejé de mirar en ningún momento. Comprobé el perímetro. Comprobé toda la zona. Lo comprobé una vez, y otra, y otra. ¡Tú también lo revisaste, jefe!

- Lo revisé.- jadeó Kurtis. Se estaba empezando a cansar, pero allí seguía, sujetándolo en alto contra la furgoneta – Revisé las columnas. Revisé la jodida mesa del bufé. Revisé el puto escenario, por los lados y por debajo. Lo revisé, lo revisé y lo volví a revisar. Así que dime, si tú lo veías todo, y yo lo he revisado todo, ¿cómo ostias ese hijo de la gran puta nos ha colado una bomba?

Zip no contestó. Dejó caer la cabeza y siguió sollozando.

- Ya basta.- Kurtis notó la mano de Barbara agarrarle el tenso brazo – Esta discusión es absurda. Lo hecho, hecho está.

Lentamente, Kurtis bajó a Zip y lo dejó en el suelo. Las rodillas del afroamericano se doblaron como mantequilla y se desplomó en el suelo, sollozante. El exlegionario le dio la espalda y se alejó en dirección al mercenario inconsciente.

- Largaos. – les ordenó – Ni os acerquéis. No quiero veros por aquí.

Nadie le preguntó qué iba a hacer. Era bastante obvio.

(...)

Fue el gélido frío lo que devolvió la conciencia a Schäffer. Cuando abrió los ojos, la venda había desaparecido y pudo estudiar su situación.

Todavía estaba amordazado, pero su ropa había desaparecido. Estaba completamente desnudo y sentado en una silla metálica atornillada al suelo, fuertemente atado de brazos y piernas a ella. Aparte de eso, no tenía ninguna herida ni daño visible fuera de las contusiones y golpes originadas por la pelea con Kurtis.

Estaba en una especie de sótano u oquedad extraña. El mercenario estudió las paredes a su alrededor. En algunos lugares, la pared se fundía con roca madre. No era necesario ser muy listo para deducir que se encontraba en alguna de las oquedades habitables de las cuevas de Capadocia, lo que significaba que no estaba demasiado lejos del lugar de la explosión.

Frente a él, sentado sobre un cubo vuelto del revés, estaba su rival, Kurtis Trent. Parecía más calmado y frío, y desde luego, bastante restablecido de salud, como si la pelea o las heridas de la explosión no hubiesen hecho mella en él, pero Schäffer alcanzaba a ver el grueso parche en el cuello, que empezaba a aflorar una rosa sangrienta.

Entre las manos de Kurtis había un cuchillo militar, de combate, desenfundado de su vaina. Lo sujetaba entre los dedos delicadamente, como si fuese un objeto de cristal, a punto de romperse, y le daba vueltas entre las yemas de sus dedos. El hecho de que no se hubiese cortado ni pinchado con él daba muestra de su pericia con aquel tipo de armas.

"¿Vas a torturarme, hijo de puta?", quiso decir Schäffer, pero todo lo que pudo salir de su boca sellada fue un sonido informe y amortiguado. Kurtis alzó la vista y clavó en él sus ojos azules, fríos.

- Así que ya te has despertado.- comentó. Luego, enderezándose con un gruñido, envainó el cuchillo en el cinturón y metió la mano en el bolsillo de la parka que llevaba. Luego sacó un objeto y lo sostuvo bajo la luz de la bombilla que oscilaba sobre ellos, colgada de un cable, para que Scäffer lo viera claramente.

Era un pedazo de metal, retorcido, ennegrecido.

- Encontré esto clavado en el omoplato de Lara.- le explicó – No es gran cosa, pero tengo la impresión de que es tuyo. Permíteme que te lo devuelva.

Se movió demasiado rápido como para que lo viera venir. Con un solo movimiento, Kurtis giró la pieza en su mano y la hundió con todas sus fuerzas en la expuesta rodilla de Schäffer, hundiéndola profundamente entre la rótula y el menisco por su parte puntiaguda. Un rugido animal, desgarrador, brotó de la boca amordazada del mercenario, que se retorció en la silla, inútilmente, pues estaba inmovilizado.

Kurtis esbozó una sonrisa incómoda, culpable.

- Lo siento.- murmuró, mientras miraba fijamente el espeso hilo de sangre negra descender por la peluda pierna de Schäffer – Es que me molesta cuando las cosas me salen mal, ¿sabes? Y que esto estuviese metido en la espalda de Lara me molesta aún más. Sobre todo, porque de no estar metida en la espalda de Lara, se podría haber metido en mi hija, quizá a la altura de la cara, y haberla matado. Y eso es lo que más me molesta de todo. Considero, pues, bastante justo devolvértela en términos semejantes, ¿qué te parece?

Schäffer, transido de dolor, respiraba apresuradamente, el peludo pecho hinchándose y deshinchándose rápidamente. A pesar del denso frío de la cueva, una película de sudor se estaba formando sobre su desnuda piel.

Y de pronto, se echó a reír.

Fue una risa ronca, seca, amortiguada por los trapos que le llenaban y rodeaban la boca. "Jódete, hijo de puta", le dijo, pero el sonido que llegó era apenas compresible.

Kurtis no necesitaba traducción alguna. Entendía ese lenguaje. Y sabía cómo responder. Se inclinó, agarró la pieza de metal que aún sobresalía de la rodilla, y empezó a retorcerla. La pieza giró dentro de la herida, dentro de la articulación. Los gritos arreciaron. El cuerpo atado se sacudió en violentas convulsiones. El mercenario se retorció, intentando escapar. Las ataduras se le clavaron en la carne, pero no había salida. Kurtis siguió retorciendo la pieza hasta que, dada una vuelta completa, la articulación se partió.

El veterano mercenario alemán, su viejo torturador, se desmayó. Momentos después, un intenso olor a orina le alcanzó. Observó el líquido dorado circular muslos y piernas abajo, y gotear por las patas de la silla, hasta el suelo.

Ojo por ojo, diente por diente. Él también había gritado, él también se había retorcido, él también se había orinado encima. Hacía mucho tiempo de aquello, y si alguna vez haber seguido las órdenes de sus superiores podría haberle servido de atenuante a Schäffer, después de lo acontecido aquella noche toda misericordia quedaba descartada. La venganza llegaba tarde, pero llegaba.

Echándose de nuevo hacia atrás, Kurtis sacó de nuevo el cuchillo y, dándole vueltas entre los dedos, esperó pacientemente a que su víctima recobrase la conciencia.

(...)

El dolor lo despertó esta vez, ya con orina y sudor secados sobre su piel. Un pulsante, horrible, ardiente dolor procedente de la rodilla partida. La pierna estaba ensangrentada, un charco denso bajo el pie. La sangre parecía haber dejado de fluir con el espeso frío que inundaba la cueva, pero el más leve movimiento le haría saltar la fina costra que se estaba formando en torno a la jodida pieza de metal, como en efecto sucedió. Al enderezarse apenas en la silla, notó un cuchillazo y la sangre deslizarse de nuevo pierna abajo.

Schäffer atravesó a Kurtis con la mirada. "Asegúrate de matarme bien, hijo de perra", le dijo, "porque si salgo de aquí vas a llorar lágrimas de sangre." Pero nuevamente, lo que llegó a oídos de Kurtis fueron balbuceos incomprensibles.

- Debe ser frustrante.- dijo el exlegionario – Querer decir todas esas cosas y no poder. No entiendo un carajo de lo que dices, pero ¿a quién le importa? – se inclinó hacia él y sonrió de nuevo – Tú no vas a volver a hablar en tu puta de vida.

Luego se levantó como impulsado por un resorte y blandió el cuchillo. Schäffer tensó los músculos y soltó un gruñido, clavando sus ojos en él. Esperaba que lo apuñalara, que le sacara los ojos, quizá que le cortara las orejas, o los dedos. Incluso que lo castrara. ¿Por qué no? Él lo había amenazado cien veces con hacerle eso, y maldita sea, debería haberlo hecho. Pero las putas de sus superioras no lo habían querido. Ahora se arrepentía de haber obedecido.

Sin embargo, lo que Kurtis hizo lo desconcertó. El exlegionario se limitó a hacerle cortes superficiales. Mientras se debatía y aullaba a través de la mordaza, el mercenario vio a su rival moverse a su alrededor, con la distancia necesaria para que no pudiese darle ni un cabezazo, provocándole leves cortes en la piel. Notó la mordedura del cuchillo cientos de veces. Cortes superficiales, largos, transversales, lo suficientemente profundos para que sangraran, pero sin hundir demasiado la hoja en su carne. Lo cortó por todas partes: espalda, torso, vientre, brazos y piernas, incluso en la cara, el cuello, la nuca y la cabeza rapada, lo que más sangró. Le llevó casi media hora, pero al cabo de esta Schäffer estaba sumergido en una ola de su propia savia, sangrando por mil cortes.

Aunque molesto y doloroso, era algo soportable y no demasiado grave. Por ello, su confusión aumentó cuando Kurtis limpió el cuchillo con un trapo y lo guardó, tranquilamente. Miró a su alrededor. Y entonces algo captó su atención.

El cubo sobre el que Kurtis había estado sentado se movió.

Confundido, el mercenario pensó que su debilidad y dolor le jugaban una mala pasada. Lanzó una mirada de soslayo al exlegionario, que siguió su mirada.

El cubo volvió a moverse, como si tuviese vida propia.

- Ah, sí. – Kurtis sonrió de nuevo, aquella sonrisa fría, siniestra. – Me preguntaba cuándo te darías cuenta.

Se inclinó hacia él. Le hubiese encantado darle un cabezazo, partirle la nariz, romperle algunos dientes, pero joder, seguía estando fuera de su alcance.

- Seguramente piensas que esto sabe a poco, comparado con lo que tú me hiciste.- le explicó – Sí, sé que seguías órdenes. Yo también he sido un soldado, y he hecho cosas horribles a las órdenes de otros peores que yo. Eso puedo respetarlo. También puedo entender que quisieras vengarte de los psicópatas que te hicieron torturarme durante meses, aunque ahí tienes otra cosa que me molesta: lo disfrutaste, y mucho.- Kurtis se irguió, y se pasó la hoja del cuchillo por la mejilla recién afeitada, sonriendo – Lo disfrutaste porque no eres más que un hijo de puta sádico y enfermo, y porque lo hubieras hecho igual, aunque no te lo hubiesen ordenado. Querías hacerme más cosas, pero no te dejaron. ¿Y yo? – soltó una risita – Yo soy igual que tú.

Enfundó el cuchillo y se movió hacia el cubo, que seguía moviéndose levemente, como si tuviese algo vivo en su interior. Schäffer se había quedado inmóvil, helado. Una terrible sospecha se abrió paso en su embotada mente.

- Bueno, - se corrigió Kurtis – quizá no sea del todo como tú. Sé hacer cosas bastante espantosas y no perder ni una noche de sueño por ellas. Pero me da miedo hacerlas, ¿sabes? Tengo una hija para cual soy un héroe.- su rostro se volvió serio, implacable – No tienes ni idea de las cosas que te haría ahora. Sólo de pensar en Lara desangrándose, y en la mirada de terror de mi hija, me dan ganas de convertirte en una pulpa sanguinolenta, y hacer que dure mil años. Pero me da miedo hacerlo. ¿Cómo miro de nuevo a la cara de mi hija después de hacer algo así? No puedo. Ya me siento bastante inmundo. No me ensuciaré más contigo. No lo vales. Tú no eres más que comida para ratas.

Y le dio una patada al cubo.

Ratas. Veinte, treinta, cuarenta. Apiladas bajo el cubo, atontadas, confusas, como si las hubiera sedado o adormecido de algún modo. Al desaparecer la prisión que las atrapaba, se desperdigaron, asustadas, pero la cámara estaba bien sellada, bien cerrada, y no acabaron en volver y dedicarse a corretear, dando vueltas, confusas, perdidas.

- Te acercaste demasiado a mi hija en Istanbul.- oyó de nuevo la voz de Kurtis, mientras observaba, aturdido, las enormes ratas – A mi hija, y a Lara. Te has atrevido a amenazarlas. Te has atrevido a herirlas. Ellas son lo único bueno que tengo en este mundo, lo único bello y puro. No te tendrías que haber acercado a ellas, Adolf. Ha sido un gran error. Tu último error.

Y luego, sin más, apagó la luz y salió, atrancando con fuerza la puerta metálica, mientras hacía oídos sordos a los alaridos amortiguados de su enemigo, que lo llamaba, retorciéndose, ensangrentado, desde su silla.

(...)

Al principio, no pasó nada. Las ratas estaban confusas, asustadas, saliendo de la parcial sedación y entumecimiento al que habían estado sometidas. Se dedicaron a corretear, buscando una salida, pero no había tal salida.

Con el paso de las horas, empezaron a tener hambre. Llevaban tiempo sin alimentarse. Buscaron comida, pero no había nada que comer allí, a excepción de una única cosa.

El olor del cuerpo ensangrentado era muy apetecible. Desafortunadamente, planteaba un reto, pues aquella cosa parecía estar viva, y cuando se acercaban, luchaba, se debatía, y hasta emitía extraños sonidos que no reconocían en sus habituales presas.

Pero estaban hambrientas. Y con el paso de las horas, lo estuvieron aún más. Cuando empezaron a tener verdadera hambre, perdieron el temor a lo desconocido.

Sólo había una única cosa que podían comer.

Cuando la primera rata le saltó encima, Schäffer se retorció brutalmente y se la sacudió de encima. Eso hizo con la segunda, y con la tercera. Durante un tiempo, le sirvió. En ese intervalo de tiempo, no dejó de gritar, de aullar, de suplicar. Llamó a Kurtis incansablemente. No le importaba humillarse, ni pedirle perdón, ni suplicar, aunque fuera la muerte.

Cualquier muerte era mejor que aquella.

Pero, si Kurtis podía oírlo, desde luego no llegó a saberlo. Gastó sus últimas fuerzas en ahuyentar a las hambrientas ratas. Luego, no pudo ahuyentarlas más.

Él le había dicho que era comida para ratas. Y eso fue exactamente en lo que se convirtió.

(...)

Amanecía en Capadocia. El sol de invierno se alzó bellamente sobre el árido paisaje, extendiendo sus rayos sobre las psicodélicas rocas. Barbara escaló con dificultad un par de pendientes, hasta llegar al mercenario pálido y ojeroso que fumaba mirando hacia el horizonte.

- ¿Qué haces aquí? – le dijo secamente – Os dije que os fuerais.

Ella se sentó a su lado, ignorándole.

- He enviado de vuelta a tu amigo hacker. Aquí no hacía nada útil, será mejor que averigüe que les ha pasado a las demás.

Kurtis dio otra calada al cigarro, sin mirarla.

- ¿Y tú?

- Yo no me voy hasta que lo vea muerto.

El exlegionario giró lentamente el rostro y la miró. Su miraba daba miedo, pero por fin Barbara se sentía más allá del miedo.

- ¿Lo has matado? – insistió ella – Quiero verlo muerto. Me lo debes.

Él arqueó las cejas.

- ¿Te lo debo?

Ella suspiró agotada.

- Te salvé la vida cuando tenías a ese monstruo encima. Te ayudé a sacarlo de allí. Maldita sea, he sido el cebo para toda la operación. Y hace años, en la Vorágine, frente a Lilith, yo...

- Ya sé lo que hiciste, y lo que has hecho ahora.- Kurtis aplastó el cigarro contra la roca, y añadió – No quieres verlo, te lo aseguro.

La sorprendió la risa seca de la mujer.

- Eso lo decido yo, Kurtis Trent. Muéstramelo.

Cuando abrió la puerta, algunas ratas, ahítas de carne y sangre, se escaparon a toda velocidad. Barbara dio un respingo y las sorteó, asqueada. Luego escudriñó la oscuridad, que apestaba a sangre... y a cosas peores. Cosas procedentes del cuerpo humano.

Cubriéndose la nariz y la boca con las manos, siguió a Kurtis a trompicones. Cuando la luz se encendió, revelando lo que había en el centro de la habitación, se quedó pasmada, sin entender lo que estaba viendo.

Había algo sentado en una silla, o más bien, atado a ella. Pero ese algo estaba cubierto de ratas, que se movían, estremecían, correteaban, arrancando trozos de ese algo, devorándolo. Cuando Kurtis dio una palmada seca, algunas saltaron y se alejaron, asustadas, revelando partes lo que había debajo. Lo que quedaba de Adolf Schäffer.

Barbara se dobló y vomitó ruidosamente sobre el empedrado suelo.

- Ya te dije que no querías verlo. – oyó la voz del exlegionario. Pero ella se enderezó de nuevo y dio algunos pasos hacia aquella cosa, intentando sortear las ratas a su paso. Luego, observó largo y tendido.

- ¿Ha sufrido mucho? – preguntó, mientras trataba de reconocer el ya irreconocible rostro. Lo preguntó como quien pregunta por el tiempo.

Kurtis suspiró.

- Sí, pero ha sido más rápido de lo esperado. El corazón le ha fallado pronto. – se pasó la mano por la mano – La verdad es que me alegro.

Barbara se enderezó.

- Pues yo no. Ojalá hubiese sido más lento. Ojalá hubiese sufrido más. – y entonces, escupió sobre el cadáver y se retiró. – Eres bueno en esto, Kurtis Trent. Has cumplido tu palabra.

Él no respondió. Permaneció en silencio, mirando las ratas sin verlas. Luego, movió la lengua en el interior de la boca, sintiéndola amarga.

Aquello era el sabor de la victoria. Un sabor repugnante.

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