El Café Moka de París

By RollitodeSushii

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En serio necesitaba ese empleo. Luego de que mi padre fuera acusado de fraude, no tuve más remedio que huir... More

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GUIAS DE REFERENCIA
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Dra. Kelly Coba Vargas
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| • Capítulo 46 • |
~ DANIEL ADACHER ~
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Capitulo 64
Capítulo 65 + Epílogo

| • Capítulo 2 • |

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By RollitodeSushii


Me aliso la falda y cruzo una pierna sobre la otra. Intento parecer profesional y desenfadada, pero la verdad es que siento un profundo retortijón en el abdomen. Estoy a nada de vomitar sobre los felpudos de la sala de espera por puro estrés.

Al parecer la vida está tratando de compensarme por el mal rato que me hizo pasar hace algunos minutos, porque al llegar me han dicho que el jefe tuvo un percance y viene con retraso. Al principio me sentó bien, después de treinta minutos me pareció un poco pasado, pero ahora que llevamos dos horas esperándolo, me parece una falta de respeto.

La impuntualidad es un rasgo que odio con todo el corazón. No hay mayor muestra de indiferencia y poco respeto hacia tu tiempo que alguien que te hace esperar. Es no tener palabra, pero pienso pasarlo por alto solo porque ahora entiendo que algunos días sencillamente no son nuestros días.

Me miro en el espejo e intento verle el lado bueno a mi fatídico aspecto. Mi cabello castaño, teñido de un mal rubio ya no parece tan ordenado como lo dejé esta mañana. La carrera de camino a la empresa me dejó hecha un desastre y la peor parte es tener que admitir que, sí, el cambio de ropa había sido un desastre total porque ahora el sostén empapado de café se me pegaba a la camisa y la había manchado dejando la silueta completa de mi ropa interior.

Quizá debí ajustar la camisa hasta después de secarme.

Por fortuna, una dulce ancianita que aspiraba al mismo puesto en la entrevista, me prestó su chal y me dio algunos consejos sobre cómo usarlo para cubrirme adecuadamente.

—¡Ha llegado! —anuncia la secretaria que ha tenido que soportar el repiqueteo nervioso de nuestros tacones y nuestras constantes quejas sobre el tiempo de espera.

Seguro que está más feliz de librarse de nosotras que de ver llegar a su jefe.

—Pasarán en el orden en el que llegaron —indica la secretaria.

Tiene una bella sonrisa en el rostro, unas curvas peligrosas y un atuendo sofisticado y profesional.

Maldigo mi suerte y me hago a la idea de que llegar a mi turno va a tomarme una hora más, pero, luego de un par de respiraciones de relajación, me aseguro que todo saldrá bien y que no tengo nada mejor que hacer en casa con Beca y Kleyton. Al menos en la empresa tenía aire acondicionado.

El trabajo al que aspiro es al de niñera. No es el que he soñado toda mi vida, pero es el que me va a permitir costear mi último año en la universidad y pagar mis medicamentos. Tengo que conseguir este empleo. No hay muchas opciones para alguien como yo.

Aunque odio a los niños. Odio sus rabietas, sus vómitos, limpiar sus suciedades, hacerlos eructar después de comer, limpiar su nariz y su saliva, vigilar que no se metieran nada potencialmente mortal a la boca, pero también he pasado el invierno entero cuidando a mis primos, los mellizos, y si pude sobrevivir a eso, puedo con esto. Es lo que me recuerdo siempre que pienso en las vacantes que he intentado llenar.

No creo que sea tan complicado cuidar de un niño rico. Yo había sido una y no recordaba que mis hermanos y yo hubiésemos sido un gran problema. Nuestras niñeras nos amaban... O al dinero de mi padre, pero siempre nos trataron de maravilla. Es pan comido si esos niños son como yo.

—Danyanet Collins —llama la secretaria después de, lo que me parece, una eternidad—. Su turno.

Camino con paso firme y confiado por el pasillo por el que me guía la secretaria, hasta llegar la puerta de la oficina. Aunque intento aparentar seguridad, la verdad es que el pánico está comenzando a apoderarse de mis piernas y en cualquier momento me voy a ir de cara contra el suelo. Me apresuro a entrar, le agradezco a la secretaria con una sonrisa forzada y me adentro a los lóbregos confines de la oficina principal.

—Buenos días, señor Adacher —saludo intentando ser cordial.

«Daniel Adacher», es toda la información especial que Beca me soltó al teléfono antes de hacerme correr a esta entrevista por la mañana. La semana pasada la dedicamos entera a conseguir ropa de trabajo, pero nada daba resultado. Sin ir más lejos, esta mañana ya he pasado por un rechazo como recepcionista en un hotel de mala muerte, ¡y que te rechace un hotel así dice mucho de tu suerte! Así que, cuando recibí las indicaciones de Beca no lo pensé dos veces; es mi oportunidad. No lamenté llegar tan poco preparada con información de este hombre hasta que lo tuve delante, pero no había mucho que se pudiera investigar para una entrevista de la que te has enterado hace un par de minutos.

Recorro con la mirada el interior de la enorme (en serio enorme) e impresionante oficina ejecutiva. Busco conseguir un poco de información que pueda usar a mi favor, alguna fotografía familiar que me permita lanzar un cumplido sobre sus hermosos hijos o su hermosa casa, ¡lo que sea!, pero es inútil. Esa oficina es tan gris, oscura e impersonal que cualquiera podría pensar que el tipejo lleva trabajando en esa empresa dos días.

—Buenos días. Tome asiento, por favor —responde el hombre detrás del escritorio.

Él permanece dándome la espalda, mirando hacia la pared de cristal con vista panorámica al resto de la ciudad. Los rayos de luz solar entran por completo, iluminando un poco la oficina, pero la verdad es que con esa gama de grises apenas se nota que es de mañana.

Intento no retroceder y no ponerme nerviosa, me obligo a no pensar en todo el camino de radiación UV que tendré que tomar saliendo de la entrevista y en el peligro que representa para alguien como yo.

No pasa nada. Es solo un poco de sol, pienso.

¿A quién quiero engañar? ¡La radiación se estaba poniendo brava! Debí hacerle caso a Beca y tomar mi sombrilla antes de salir.

Entonces el rey del misterio gira la silla y me da la cara. El mundo se pone en pausa y la luz solar pasa a ser la menor de mis preocupaciones.

—¡¿Pervertido?!

Maldigo entre dientes y me obligo a cerrar la boca antes de soltar alguna otra tontería.

Él parece igual de sorprendido, pero se recompone más rápido. Se sienta erguido y me lanza una mirada dura y muy recriminatoria.

Espero un par de segundos, pero soy incapaz de hacerle frente a esos deslumbrantes ojos azules. Son demasiado acusatorios. Seguro me odia por abandonarlo con un oficial de policía al que dejé pensando vete a saber en qué tantas cosas sobre este hombre. Digo, yo me odiaría un pelín.

Desvío la mirada y me concentro en los edificios detrás. Ellos no me juzgan, no me odian y, sobre todo, no van a negarme el empleo solo por pequeño accidente local.

Vuelvo la mirada cuando siento que el silencio se vuelve eterno y lo encuentro con la suya fija en mi pecho.

—¿Hola? —lo llamo, barriendo mi mano frente a su cara—. Mi cara está aquí arriba.

—Parece que ha tenido un accidente. —Señala hacia mi pecho, donde el sostén se ha pegado a la camisa y el chal hace el esfuerzo inútil de cubrirlo—. ¿Quiere contarme qué fue lo que pasó?

Negué, tratando de ignorar el miedo que amenazaba con volver.

—Tengo la ligera impresión de que conoce la historia. —Sonrío—. Es una ciudad muy, muy pequeña.

Él asiente de acuerdo, pero no deja el tema por la paz.

—Siempre es bueno conocer el otro lado de la historia antes de sacar conclusiones precipitadas, ¿no cree? —No respondo y al notarlo, él prosigue—: ¿Quién sabe? Podría terminar enviando a prisión a un ciudadano que también podría terminar siendo su jefe.

—Ironías de la vida —mascullo.

Ya está. Ni siquiera es tan importante pagarme la universidad. Puedo pensar por un semestre entero en qué hacer con mis medicamentos. Da igual.

¡Ay, Dios!

—Así que este es el empleo por el que estabas perdiendo la cabeza —saborea como una cruel hiena antes de desgarrarle el cuello a su presa—. Por la forma en la que me vendiste, pensaría que era un puesto importante.

—¿Cuidar a su hijo no es algo importante?

Me analiza por un par de segundos antes de dejarse caer sobre el respaldo y asentir.

Noto que se ha conseguido una camisa igual a la mía, pero más limpia. Parece notar mi escrutinio, porque se deshace de su saco y me lo pasa por encima del escritorio.

—Gracias, pero estoy bien —declino aferrándome al chal con las dos manos.

Él mira con firmeza durante un par de segundos, como si fuera un tablero de ajedrez sobre el que hay que decidir los movimientos con estrategia.

—¿En serio quieres salir así a la calle?

Buena estrategia.

Si tomaba el metro de regreso a casa, no quería tener que soportar tantas miradas reunidas sobre mi pecho húmedo. El viaje de regreso podía ser más desagradable que mi primer encuentro con el pervertido, así que lo tomo sin rechistar más.

Además, de camino a la parada me esperaba un largo y soleado sendero. Ahora tengo protección doble.

—Gracias.

No responde, en cambio, gira hacia la computadora y comienza a buscar mi currículum. Demora un par de minutos en leerlo y agradezco que al menos se tome el tiempo de fingir un poco de interés.

—Veinticuatro años, joven, sin experiencia laboral —lee—, hablas tres idiomas con fluidez y estás por cursar tu último semestre en la universidad, en periodismo, nada menos. —Me escudriña—. ¿Tienes algo que me sea útil?

Lo miro anonadada con su frialdad. En realidad, sé que me lo merezco, de hecho, debería estar echándome de su oficina con una camisa de fuerza y electrodos en la cabeza, pero se ha tomado el camino largo, la tortura lenta y cruel que me hará desear no haber nacido en el mismo estado.

—Todo mi expediente es bastante útil.

—¿Tres idiomas?

—Hay latas de comida internacional —me defiendo—, y las traducciones en las etiquetas a veces no son confiables, tu hijo podría ser alérgico a la nuez y de pronto comerse una bolsa de chocolates con nuez triturada.

—Y eso sería muy trágico —responde con seriedad.

No muestra ninguna emoción al hablar. No tengo idea de si está bromeando, si me toma el pelo o si de verdad está echando chispas de pura ira, así que me limito a quedarme quieta en mi lugar y espero a que continúe.

—Señor Adacher. —Aparece la secretaria asomando la cabeza al interior de la oficina—. Tiene una llamada urgente en la línea dos. Es Ashton.

—Ponlo en espera.

Apenas se cierra la puerta detrás de la secretaria y el señor Adacher cae en cuenta de lo que ha dicho, cierra los ojos y niega con la cabeza.

«Pasan sus llamadas a la línea de espera para hacerte creer que tienes todo su tiempo, cuando en realidad solo están pensando en la mala noche de sexo con su esposa y cómo compensarlo».

Sonrío.

—No tengo esposa.

Mi sonrisa se ensancha.

—Eso explica muchas cosas —murmuro.

Pero él me escucha y no le hace ninguna gracia mi sentido del humor. Claro que no. Abre los ojos de golpe y me mira molesto. La tensión aumenta, si es que eso es posible, mientras el silencio se prolonga. Así que carraspeo y desvío la mirada.

Fingir demencia siempre funciona.

—Estudias en la universidad local —añade revisando el currículum una vez más y niega con la cabeza—. Esto ni siquiera debería estar en el expediente, no es algo de lo que se pueda alardear.

Al escucharlo, mis manos se vuelven puños detrás del escritorio.

¿Y este quién se cree? Bueno, sí, es el hombre que puede negarme el único puesto de trabajo al que puedo aspirar en una semana más, pero eso no le da derecho a menospreciar a nadie. Yo tengo prejuicios, como todo el mundo, pero no me voy a la yugular de hacerlo todo tan personal. Hasta yo tengo límites.

—¿Y ahora quién está haciendo prejuicios?

—Está bien, eso es todo, señorita —corrobora en el expediente—: Collins. Nosotros llamaremos.

Había pasado por tantas entrevistas de trabajo, que estaba segura de que el «nosotros llamaremos» era en realidad un: «largo de aquí, no eres lo que buscamos».

—¿Esa es tu excusa? ¿Vas a descartarme por el tipo de universidad a la que asisto?

Pero, a pesar de que yo estoy perdiendo los estribos, él no se inmuta ni un poco.

—Señorita Collins, por esa puerta han salido más de doce mujeres tituladas en Princeton, Harvard y Juilliard, todas son mujeres mayores de treinta años, tienen estudios y doctorados en pedagogía infantil, algunas incluso son madres. —Se inclina hacia adelante y me pregunta en modo confidencial—: ¿Por qué debería darle el trabajo a usted y no a cualquiera de ellas? —Ve mi expediente y arquea una ceja con desdén—. Usted que no tiene experiencia laboral en ningún ámbito, es joven, no tiene idea de lo que es cuidar a un menor y la educación que recibe ni siquiera podría hacerle sombra a la que tiene mi hijo. ¿Cómo va a ayudarle con eso?

De acuerdo, había pasado por muchos rechazos laborales desde que no tuve más opción que adentrarme en el mundo de los adultos, pero nadie nunca me había enfrentado con tanto descaro.

Recuerdo a mi padre y la forma en la que suele dirigirse a sus empleadas. ¿Era esa opresión en el pecho lo que ellas sentían cuando eran despedidas?

Niego y de alguna forma pierdo el control sobre mi lengua.

—En realidad estás echándome porque te desnudé detrás de un contenedor de basura en un callejón abandonado —lo acuso furiosa.

Para mi invisible, horrible y maltrecha suerte, la secretaria del señor Daniel Adacher, aparece bajo el marco de la puerta con una pileta de papeles en orden. No llega demasiado lejos, supongo que me ha escuchado bien porque frena en seco y brinca la mirada incómoda entre los dos.

—¿No habíamos dejado claro el tema de las puertas? —reprende Daniel, arrojando su mal genio sobre la pobre secretaria.

Bueno, al menos había logrado que la máscara de hielo se le viniera abajo.

Después de disculparse un par de veces, tropezar con sus propios pies y disculparse otra vez, la secretaria nos deja continuar con la entrevista más desastrosa que he tenido en la vida.

Me pongo de pie al instante y salgo pitando de ahí. No quiero quedarme bajo el escrutinio de esos ojos azules ni un segundo más. Estoy tan furiosa que camino por la acera sin pensar en el calor que hace afuera y en cómo las gotas de sudor comienzan a bajar por mi espalda. No me interesa haber golpeado, por accidente, en el hombro a un repartidor al salir del edificio, tampoco me importa que el tal Adacher no haya movido ni una pestaña al verme marchar o que ahora el tema de las deudas y mi nula economía parece más pesado sobre mis hombros.

Era el karma. Siempre supe que existía. Mis recuerdos viajan hasta mi padre y su antipatía a los empleados que tenía en casa.

Él hacia esa clase de cosas todo el tiempo. Antes de que su empresa quebrara, conseguía a los mejores profesionales y les ofrecía el peor trabajo. Siempre pensé que le daba un tétrico placer el control y la autoridad; en secreto, deseaba que el mal karma hiciera de las suyas, pero no esperaba que se las cobrara conmigo.

Tengo que morderme el labio y apretar los puños para no derramar más lágrimas. Quisiera decir que nunca me he sentido tan humillada, pero después de que los Gómez se dieran cuenta de nuestra situación económica, las cosas se pusieron más feas.

Todavía tenía secuelas de pánico escénico.

Llego a la parada y me pregunto por qué no puedo pensar en otra cosa, luego me doy cuenta de que tengo el abrigo de Adacher y su aroma me rodea. Instintivamente, hago ademán de quitármelo de encima, planeo arrojarlo al contenedor de basura, pero luego comprendo que eso implicaría casi desnudarme en un metro a medio día, considerando que mi ropa interior destacaría más que cualquier perro verde. Entonces me resigno a escuchar mis propios lamentos por todo el camino de regreso a casa.

****

—¡Es un idiota! —concluye Beca, poniéndose de pie, negando con la cabeza y caminando de un lado a otro—. ¡Debiste decirle la verdad! ¡Debiste hablarle de Harvard! ¡Eres igual a él! —entonces parece darse cuenta de lo que ha dicho y corrige—: Quiero decir, educacionalmente hablando, claro.

Porque cuando un hombre te trata como un pañuelo desechable (aunque lo hayas desnudado tras un contenedor de basura apestoso), lo más viable es correr a contárselo a tu mejor amiga. Y el que diga lo contrario no se ha encontrado con su otra mitad.

Apuñalo el pequeño trozo de tarta frente a mí. Beca cree que no hay nada que un buen trozo de tarta no pueda arreglar. A mí no me ayuda en lo absoluto, pero cuando estoy así de machacada no tengo energía suficiente para discutir con nadie, así que termino comiéndome la tarta y fingiendo estar mejor. Con el tiempo he aprendido que fingir estabilidad es el camino más rápido hacia la paz momentánea, aunque a la larga no elimine el problema. Suelo ser un poco egoísta con mi yo del futuro.

—¿Cómo se suponía que debía decirlo sin delatarme también? —Niego—. No puedo dejar que nadie sepa que soy una Aldoni.

Nadie confiaría jamás en la hija de un hombre acusado de fraude comercial. Decir la verdad no era una opción si quería seguir viviendo en libertad.

—Además Harvard es historia.

—¡Por supuesto que no! Solo es un proyecto en pausa.

Arrojo el tenedor contra la tarta y cruzo los brazos sobre el pecho mientras niego con la cabeza tratando de deshacerme de la idea.

—Jamás trabajaría para un tipo como él. Sería como trabajar para Ben. —Me estremezco.

Trabajar para mi padre parecía ser una pesadilla para todos sus empleados. No supe cómo se sentía hasta que pisé la oficina de Adacher.

Beca echa su oscura cabellera sobre el hombro y se sienta frente a mí para tomarme las manos y mirarme fijamente. Sus enormes ojos avellana arden en ira, pero ese brillo intenso que solo tiene la mirada de mi amiga, me recuerda que también hay compasión. Sé lo que va a decir, tiene el corazón de hada madrina de la tercera edad.

—No tienes que pagarme el alquiler este mes. Puedo hacerlo yo. —Se encoge de hombros—. Eso hasta que consigas un trabajo.

Me desinflo como un globo. Quiero rechazar su oferta, mi naturaleza me impide pedir o aceptar ayuda con tanta facilidad, pero no puedo negarme. No tengo nada.

—Gracias, Beca, te prometo que voy a pagarte todo cuando consiga un trabajo.

Ella hace un gesto desdeñoso con la mano y sonríe.

—¿Noche de chicas?

Kleyton suelta un enorme ronquido en el sofá y yo rio bajo por primera vez desde que salí de la empresa.

—Creo que deberíamos dejarlo para mañana.

Kleyton es como el tercer miembro del cuerpo. No debería estar ahí, pero una mutación genética lo ha hecho parte de nosotras, más que nada: parte de Beca, que se ha aventurado a tener una relación con él.

Nos conocimos en la universidad. Los tres éramos buenos amigos. Estuvieron conmigo cuando la empresa de Ben quebró y me quedé sin nada. Beca me abrió las puertas de su pequeño departamento, Kleyton me prestó su hombro y entre los dos recogieron mis pedazos del suelo; me ayudaron a conseguir una identidad falsa; nos divertimos con el fatídico intento del cambio de imagen y... son todo lo que tengo ahora.

Ben jamás había aprobado nuestra amistad, pero tampoco me había importado alguna vez. Todas las amistades que él aprobaba fueron las mismas que me dieron la espalda cuando se enteraron de que mi cuenta bancaria estaba más vacía que la suya.

—¿Por la garrita? —pide ofreciéndome el meñique.

Ruedo los ojos, pero entrelazo mi meñique con el suyo, cerrando el trato como un juramento inquebrantable.

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